NASCITURUS
Hubo
un tiempo en que el aborto empezó a ser considerado una conquista. Los métodos
anticonceptivos estaban prohibidos, o condenados por las iglesias, o eran
inaccesibles al bolsillo de la gente humilde; se tenían hijos sólo por hacer el
amor y uno no se podía organizar, no podía planificar su vida familiar, no era
dueño de su destino; además, la naturaleza ha hecho a los hombres sacos
errantes de esparcir semillas, y a las mujeres cuerpos ocupados donde los
embriones crecen; el hombre, como el pájaro, deja su carga y se va; la mujer
queda, como la anémona, plantada en el suelo custodiando esa carga que se hace
dueña de ella durante nueve meses; el hombre carga y la mujer queda cargada; el
hombre es como la pala que saca la tierra trozo a trozo; la mujer, como un
carro que debe soportar esa carga hasta que la naturaleza la vacíe de su peso y
la saque fuera; el hombre nunca deja de ser dueño de sí mismo (la mujer debe
dejar de ser dueña de su vida para pasar a cuidar de otra vida que manda en
ella); si los meses de embarazo pueden llenar de ilusión los corazones, también
interrumpen los trabajos, laminan los estudios, destruyen los proyectos.
La
naturaleza nos ha hecho así. El hombre es un cuerpo que pasa y la mujer un
cuerpo que queda: poblado por un ser que se ha instalado en ella pues crear
vida es, para el hombre, soltar su ser y para la mujer, recibirlo como un
inquilino. El niño que va a nacer es una carga que pesa sobre su vientre, que
le come la comida, le martiriza la espalda, le absorbe su calcio y debilita sus
huesos; el ser que va a nacer es como un vampiro que chupa las energías de la
madre y la deja débil; lastra su cuerpo haciéndolo pesado como le pesan al
porteador los fardos que transporta. Sujetad una piedra que pesa unos kilos,
soportad su peso; caminad con ella a todas partes y al final del día notaréis,
como quien no quiere la cosa, que os habéis cansado bajo ella: así vive la
mujer con esa carga.
La
naturaleza ha decidido por ella. La vida cotidiana es un montón de cosas que
hacemos por voluntad propia, otras las hacemos porque nos mandan (el médico, el
trabajo, el maestro), y otras porque nos manda la naturaleza (engendrar a los
niños, criarlos, estar vivos). Muchas de ellas nos obligan a aplazar proyectos,
viajes, ilusiones; a la mujer la naturaleza la ha obligado a aplazar muchas
cosas durante nueve meses; y luego, para dar el pecho, unos meses más; y otros
para recuperarse; durante años vive media libertad porque la otra media se la
ha llevado el hijo; es cierto que, si el hombre invirtiese la otra media que le
corresponde, la servidumbre de ser padres quedaría reducida a la cuarta parte;
pero en muchos hogares no es así y el hombre conserva toda su libertad en la
mujer, que la pierde toda; así son las cosas en muchos sitios; así han sido
durante mucho tiempo; así dejarían de ser si las cosas fueran como tienen que
ser, si ser padres no fuera trabajar una de criada y otro de patrón, sino siempre
hacer del trabajo una tarea compartida.
Afortunadamente
la naturaleza ha puesto el sentimiento. Allí donde están las tareas más
ingratas están también las emociones más hondas. Parir es desgarrar la carne
entre dolores y al mismo tiempo la más maravillosa de las experiencias. Pero la
sociedad no ha puesto sentimiento en el sufrir. La mujer que vive explotada por
su familia no siente la explotación como plenitud, ahí está el problema: que la
misma mujer que sufre con resignación, con espíritu de sacrificio, la maravilla
que supone concebir y dar la vida: esa misma mujer no soporta los sinsabores
del sufrimiento que le produce la falta de resignación de su marido; el sufrimiento
natural es un regalo, el que nos impone la sociedad es un castigo. La maravilla
de sufrir por los hijos se convierte en una renuncia; la renuncia del hogar
cuando no es hogar, sino cárcel.
Por
eso se empezó a pensar en el aborto como una liberación. No es que dar la vida
sea una condena, pero estar atada a un ídolo es sufrir una condena a cadena
perpetua; no hay ninguna alegría que te sirva de compensación por estar en la
cárcel. Tu cuerpo es libertad en su sufrimiento, divino tesoro; tu casa es
esclavitud en su alegría, horrible miseria. Luego están las violaciones. Violar
a una mujer no es dar la vida sino utilizar su cuerpo; el violador decide
disfrutar y la mujer, convertida en cosa, no puede ni siquiera dar su opinión;
y encima carga para siempre, si prende la semilla, con el fruto que no ha
buscado de una relación que tampoco ha querido. La ley del péndulo lleva las
cosas al lado contrario: de parir sin decidir al “nosotras parimos, nosotras
decidimos”; uno no es dueño de su vida cuando, atormentado por las pasiones
poderosas, busca al sexo opuesto para desahogarse: no para procrear. Eso
también les pasa a las mujeres. Deberían
poder decidir cuándo quieren tener un niño y cuándo, sencillamente, se quieren
aliviar. En la violación está claro que no quieren ni lo uno ni lo otro. Pero
en la administración de su propia vida deberían elegir.
Para
eso se inventaron los métodos anticonceptivos. Una educación insana los ha
condenado como pecaminosos. Pero si dios ha inventado la templanza para comer
sin abusar y seleccionar el momento en que debemos comer unas cosas y no otras;
si el médico está para prescribirnos cuándo debemos comer verdura y cuándo carne:
¿no ha de decir lo mismo el médico del erotismo? Si debemos ordenar nuestra
vida para disfrutar comiendo sin caer en la gula, ¿no vamos a poder ordenarla
para disfrutar en la sexualidad sin caer en la procreación? Los alimentos
sirven para dos cosas: para nutrirnos y para gozar; y la templanza consiste,
seguramente, en ajustar la nutrición con el placer. También el erotismo sirve
para procrear y disfrutar; y si la lujuria es procreación esclavizada en el
goce, la represión es el goce esclavizado en el procrear; seguramente la castidad
sea un ajuste razonado, liberando placer y felicidad, sentimiento y sensación,
entre el instinto de disfrutar y el de procrear, reservando una ocasión para
cada cosa; y buscando siempre el momento propicio: su kairós. Si dios es bueno
no puede haber convertido la naturaleza en un pecado. No nos ha dado un cuerpo
para condenarlo después porque si lo condenara se condenaría a sí mismo. Digo
yo.
Pero
si el mundo nos ha condenado a procrear cada vez que gozamos, es evidente que
estamos atentando contra la ley de dios; el colmo de lo perverso es poner en
boca de dios lo que sólo ha podido salir del ser humano; porque dios nos ha
hecho naturaleza y quien va contra la naturaleza va contra él. Y él ha puesto
en nuestro cuerpo instintos sexuales imposibles de reprimir sin castigar
artificialmente (y por tanto de manera perversa) a nuestro cuerpo; que no se
diga que reprimir nuestra libido y lavar nuestra conciencia a costa de ensuciar
nuestro inconsciente ha podido ser obra de dios; él nos ha creado para que
vivamos sanos, y no cabe en ningún espíritu que nos haya querido dar armas para
enfermar.
Aberrante
es la represión de la naturaleza: perversión. Condenadas a no sentir placer
sino a dárselo a sus maridos, las mujeres están condenadas también, a la vez
que le satisfacen, a procrear; y ni viven la sexualidad con agrado ni viven con
agrado la maternidad. La única salida para esta prisión sin puertas es el
aborto. Pero el aborto, que es la liberación de la mujer cuando ser madre es
una cárcel, para el niño es un cautiverio. Primero porque le quitamos la vida;
y luego porque le hacemos sufrir. Abortar es arrancar el feto al útero, donde
está firmemente implantado; y después despedazarlo, aspirar con fuerza para
sacarlo de allí. Todavía no es un niño, sino un feto; ha dejado de ser embrión.
¿No sufre con esas cosas? ¿Qué diríamos si le hicieran lo mismo a un recién
nacido? ¿No se nos removería la conciencia? Lo triste es que no podemos darles
la razón a los antiabortistas: ellos que, tan celosos de proteger la vida del
no nacido, no tienen ningún problema en atentar contra la vida del que ha
nacido ya; muchos están a favor de la pena de muerte, semejantes a aquellos antitaurinos
que, preocupados por la vida de los toros, desprecian la de los toreros; ¡como
si un hombre valiera menos que un toro! Así que comparan el aborto con la bomba
atómica pero no con la silla eléctrica: como si hubiera gente que mereciera morir,
que no es la gente por la que vale la pena luchar, según ellos.
Pero
no es ése el único problema que plantea el aborto. También está el dominio del
cuerpo. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, dice la propaganda. El cuerpo
es la propiedad de la mujer. Su útero. Y lo que tiene dentro. Pero el feto
también tiene cuerpo y debería ser propiedad del feto, que todavía no tiene la
posibilidad de decidir; no de la madre, que decide por él. Pero es que ni
siquiera creo que seamos propietarios de nuestro cuerpo. “Mi cuerpo es mío”, dicen
los alumnos en ética; “yo hago lo que quiero con él”. Ya. Igual que un kilo de
fruta: como yo lo he pagado, si quiero me lo como y si no lo tiro; nadie puede
impedirme que me suicide si quiero, porque en mi vida mando yo.
Sabio
era, desde luego, Laín Entralgo. Porque, como gustaba de decir, yo no tengo
cuerpo sino que soy mi cuerpo. Mi cuerpo no es mi propiedad, yo no puedo hacer
con él lo que quiera, tengo la obligación de respetarlo porque respetándolo a
él me respeto a mí. Así que no tengo derecho a decidir en contra de mi cuerpo.
Ni tampoco del cuerpo de los demás. Ni siquiera de los que están en nuestro
cuerpo instalados. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”: no hay mayor
falsedad. Ser dueños de nuestro cuerpo es confundir la naturaleza con la
economía, y es que la economía es un modelo del que queremos calcarlo todo.
Pero ni amar es dar amor a cambio de recibirlo ni solidaridad es dar ayuda para
que luego te la devuelvan; amar es dar sin pedir, ser generoso también; y ser
felices viendo felices a los demás: pensar lo contrario es tratar el amor como
una mercancía, que yo sólo te quiero a ti si tú me quieres: pero las cosas no
son así.
La
vida no es la propiedad de nadie. Todos los niños tendrían que nacer. Eso sí,
que una sociedad puritana no ponga trabas a nuestra libertad robándonos los anticonceptivos;
y que ninguna madre tenga que criar a un hijo cuando ha nacido sin su permiso.
La solución está en educar: mucha educación; para amar a los niños. Y una buena
organización de guarderías para mimar a todos los niños que han nacido sin
pedirles permiso a sus padres; quién sabe, quizá en un futuro, tal vez cuando
las circunstancias hayan cambiado, los padres quieran buscar a esos hijos que
en su momento no pudieron criar. El Estado, que se hace cargo de los niños, ama
a los que aún no han nacido y a esos padres que no los pudieron atender. Ésa
sería una solución amorosa; de lo contrario a las madres, cuando las ha
sorprendido la vida, no les quedaría otra salida que abortar.
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