sábado, 21 de enero de 2017

Los mundos de Aristóteles




LOS MUNDOS DE ARISTÓTELES      

 

            No supo en qué momento empezó a flotar entre los sueños. Sólo sabía que el cielo era profundo, y que en su abismo las estrellas flotaban como burbujas de luz, en la negrura. Se mecía en el espacio como una pompa de jabón, y veía el cielo como un mar inmenso que se perdía sobre él en los fondos abisales. Abajo, tras las cortinas radiantes, allí, en la ionosfera, estaban los rayos magnéticos, las sábanas volantes de la aurora boreal, como una bandera ondeando al viento en ondas congeladas; estaba la capa de ozono, el mar azul de nubes etéreas y gaseosas: y el aire, montañas de aire, un mar de oxígeno y nitrógeno sobre el que venían flotando, como níveas sombras de extraños habitantes, las nubes; las nubes que surcaban el mar como flores de algodón. Abajo estaban las cumbres, nevadas y sin oxígeno, y luego las otras cumbres, más bajas, envueltas en granizo, lluvia, relámpagos, rocío, vendavales y truenos; y toda la furia de los elementos (aire, agua, fuego), desencadenada sobre la tierra, azotaba los montes y valles, arrasaba mares y ríos, destrozaba cosechas, caminos, asolaba campos y ciudades. Desde el cielo contemplaba la tierra, que se abría a sus pies con una profundidad hacia abajo; y veía sobre su cabeza otra profundidad que crecía hacia arriba, y en ella los elementos no caían en línea recta sino que giraban, sobre sí mismos, como el iris de los ojos en unos abismos circulares.
            Pero alzó su brazo y tocó una superficie lisa, limpia y esférica, como un velo. Alzó las cejas y se abrieron sus ojos, estupefactos, incrédulos, nadando en la perplejidad: había creído que sobre su cabeza había un espacio profundo y descubría que, en realidad, era una superficie cristalina. Consiguió perforar aquella superficie y llegó a otra región donde no soplaban vientos ni mareas; donde todo estaba en calma y no había truenos ni rayos, ni caía la lluvia ni el granizo, y no había aire. Era una masa límpida, transparente, una atmósfera en reposo donde el aire no se movía; y lo que él creía aire era un océano de éter; éter, materia sutil sumamente delicada, flotante, que se extendía por todo el espacio y lo llenaba. Arriba tocó otra esfera transparente como la primera, y si la de abajo transportaba a la luna, ésta transportaba al sol, inmerso en su cristal que lo rodeaba con su abrazo, tal una bombilla que estuviera enganchada al cielo como un spot.
            Siguió perforando esferas y subiendo hacia la profundidad del cielo; y arriba, extasiado, vio las luces de los planetas en sus respectivas esferas, todos hechos de éter, blancos, perfectos, pulidos como bolas de billar. No veía los cielos porque eran transparentes; y se fundían unos en otros dándose profundidad, ahondándose unos en otros, dando espesor al cielo cuando el cielo no tenía la profundidad del espacio, sino la superficie de un montón de planos superpuestos, como espejos que se transparentan unos en otros y suman sus cuerpos en un abismo cristalino; donde los astros se hundían en profundidades especulares que no eran profundidad sino superficies que se tocan, espacios tangentes entre sí. 

 

            Y el abismo mayor de todos era una esfera negra, que por ser negra parecía profunda, y estaba cubierta de estrellas: como luminarias salidas de los fondos abisales, como miles de bombillas enganchadas en un techo inmenso, que lucían de noche y se apagaban de día. El piélago de estrellas, la inmensidad profunda donde flotaban las estrellas en niveles diferentes, no era más que una superficie negra; su admiración se truncaba porque donde había visto profundidades abisales no había espesor: era todo una lámina.
            Rasgó su velo y salió del cielo de Aristóteles. Llegó a un sitio donde no había esferas ni planetas, ni estrellas ni seres, ni éter ni sustancias. Era un lugar vacío sin luces ni sombras, sin cuerpos ni espacios, pero con una presencia extraña, inmensa, estática, quietud enorme fuente de movimiento, el alma del mundo, invisible persona. Era el pensamiento; el pensamiento que flotaba sobre el mundo, lo cubría con su aliento y lo envolvía todo. El pensamiento que se pensaba. Una mente inmensa, profundísima, insondable, una fuerza infinita, fuente de ser, donde mana todo. El piélago de ser, la fuente de la verdad, la mente, el alma, el fondo donde Anaxágoras había situado al motor del mundo. Juan se imaginaba a los magos que mueven objetos con la mente, que concentran el pensamiento como una fuente de energía, penetrando en el mundo y transformando las cosas, y que retuerce los cuchillos, desplaza los platos y dobla las cucharas. Así, así aquella presencia invisible, que no era materia ni espacio, movía al mundo. Su masa informe, como un cielo proteico, era una nube sin tentáculos, y con aquellos tentáculos inexistentes movía a las estrellas: hacía girar la esfera negra, de un negro profundo, que le daba profundidad al cielo desde su superficie estrellada. Y el cielo de las estrellas fijas arrastraba al de los planetas, como si tuvieran engranajes que se engancharan entre sí, pero sin tenerlos: por simple rozamiento se arrastraban unas esferas a otras, transmitiéndose el movimiento que del pensamiento les venía, desplegando una energía colosal que debía producir en su desgaste un calor inmenso; pero no lo producían porque aquellos cuerpos no contenían en su seno la furia de los elementos, sino una sustancia delicada, sutil, inerte y cristalina: el éter. 

 

            Cuando la última esfera giraba por el peso de las anteriores (como si el universo fuera una cebolla cuyas capas giraran rozándose), en el cielo aparecía la luz blanca de la luna. Bajo ella el espacio tenía otra naturaleza, otra estructura. El espacio sublunar se movía en línea recta, no en círculos. La sustancia que lo poblaba estaba formada de elementos cambiantes que nacían y se corrompían (aire, fuego, agua, tierra): no de un éter que fuera eterno. Y los movimientos imperfectos que había bajo la luna llenaban el espacio de accidentes y meteoros. Tormenta y nieves, huracanes, vendavales que asolaban la tierra como el ataque de los cíclopes. La tierra, mundo de confusión, era dolor y miedo y yacía bajo los cielos como un corazón palpitante bajo una piel de apariencia quieta; que no sufría porque era pensamiento y niebla.
            Juan miraba hacia arriba. Se había acordado de un día que surcó los mares de la tierra en compañía de Ingrid. Los dos iban de la mano, se hablaban, se querían y su mirada, oteando el paisaje, se sabía leal a sí misma. Una verja. Alzar la abrazadera de alambre, abatir el palo de hierro que contenía a la red, parar, volver a levantar el palo y volverlo a abrazar con el alambre. Tierra. Campos de encinas y jaras, espliego, escaramujo, espinos y zarzas. Unos huesos de gamo despedazados por las alimañas: la piel todavía fresca, replegada como una lona hueso abajo para comer la carne que contenía: y aquellos restos, aún recientes, en los jirones de carne y en la sangre seca conservaban huellas de la vida. Dos patas sin comer, tersas y algodonosas, aún yacían enteras sin que hubieran clavado en ellas sus dentelladas las alimañas.
            Más adelante una pared. Una pared de piedra cuyo borde superior, de cemento, parecía sellar aquellos cantos, como queriéndolos contener en un recinto amurallado. Juan subió con Ingrid, escalando con cuidado las piedras que sobresalían, y saltaron al otro lado. El otro lado estaba lleno de encinas; encinas hermosas, amplias, que se elevaban como árboles protectores en su serena majestad. Campos de jaras, muchas jaras. Y un campo que bordeaba la pared y se apartaba de ella, entre matorrales y rediles, para volver a ella a intervalos regulares. Ingrid y Juan lo siguieron con sus pasos; el aire cargado de oxígeno llenaba sus pulmones y el cielo limpio, lleno de energía, liberaba el alma limpiando su cuerpo de impurezas: llenándolo de fuerzas. Su pecho se ensanchaba respirando por los poros la plenitud de la vida.
            Ramas retorcidas. Trozos de árboles durmiendo en el suelo, con serenidad envidiable, sobre la protección de la tierra. Ramas rotas por el rayo, tronchadas por el viento, o simplemente viejas. Un olor a espliego, a tomillo. Zarzas sin moras, resecas y vanas. Ramas de espinos. Rosales sin rosas, aún es pronto aunque sea primavera: pero sus ramas revueltas, enredadas en sí mismas, están llenas de espinas; dispuestas a defender a aquellas rosas que aún no han nacido. Huesos. Una enorme cadera, blanqueada por el sol, seguramente de una vaca. Vértebras huecas, espinosas, con su hueco redondo por donde un día pasó la médula. Un coxis. Costillas dispersas, blancas y anchas, al verlas se adivinaría casi el grosor de la panza.
            -Una pelvis –dijo Juan, removiéndola con el pie, y el hueso sonaba hueco-. Ileón, isquión, pubis… ¿Dónde están? –Juan quería identificar, sin éxito, los huesos cuyos nombres le habían enseñado en la escuela. 

 

            Ingrid contempló una rama retorcida. Parecía hecha de huesos adosados unos a otros, como fascículos frágiles, huecos y sarmentosos. Ramas abigarradas como cadáveres del sufrimiento, ahora tranquilas, si en un tiempo atormentadas. A Ingrid le parecieron huesos de la tierra, de un color pardo, sucio y seco. Huesos enterrados por la lluvia y desenterrados por el viento, grises, pero incoloros: secos. Parecían cáscaras de ramas como parecen los escarabajos cáscaras de insectos, vacías y duras, secadas por el sol.
            El campo es una piel de árboles y arbustos, hierba y tierra. Sobre ella se van acumulando los lentos, tranquilos cadáveres del tiempo: huesos blanqueados que tranquilizan el alma, porque ya perdieron las huellas de la agonía (como los del pobre corzo que acababan de ver); ramas rotas, secas y caídas, blanqueadas y huecas, que parecen el esqueleto de las plantas, cuando un tiempo tuvieron vida. Y las jaras. El tomillo. Las mariposas que vuelan entre las zarzas con sus alas amarillas. Juan miró ladera arriba, y observó que el camino no se desprendía del muro de piedra. Lo coronaban unos picachos que se extendían sobre su cerviz, y a Juan le parecieron parapetos.
            -Mira, creo que son trincheras. ¿Qué tal si subimos a verlas?
            -¿Estás seguro?
            -No. Por eso vamos a subir, para comprobarlo.
            Juan contempló a Ingrid.
            -¿Quieres?
            -Vamos.
            La quería.
            Descansaron a la sombra de una encina. Era majestuosa, más grande que las otras. Sus brazos, amplios y abiertos, soportaban un follaje que proyectaba sobre ellos una sombra enorme; y había piedras para sentarse.
            -La sombra del ciprés es alargada.
            -Miguel Delibes.
            Ingrid, mirándola con una paz interior, dijo:
            -La redonda sombra de la encina.
            Se sentaron. Descansaron del camino. Al aflojar el esfuerzo sintieron bajo las mochilas la espalda mojada. Sentían los brazos ligeros, las piernas cansadas. Frente a ellos, una cerca que parecía un redil. Ingrid sacó la cámara. Se apretó contra él y alargó el brazo para hacer una foto. Disparó. Esperó un rato y contempló su obra. Quedó satisfecha.
            -¡Qué bonita! –dijo.
            Todavía hicieron algunas más y después prosiguieron el camino. Frente a ellos, las rocas. A un lado la Mujer Muerta. A su espalda, la catedral de Segovia. Y en medio una llanura inmensa que se perdía en el horizonte, con la fábrica de chorizos al fondo, y una carretera que surcaba el suelo, como una arteria diminuta, desde Segovia a Madrid.
            Subieron entre las zarzas y sortearon los espinos. En media hora habían llegado arriba.
            -No son trincheras –concluyó Juan.
            -Una esperanza perdida –dijo Ingrid.
            -Más bien una hipótesis refutada –la miró sonriendo. Ingrid estaba haciendo sus estudios y se peleaba con el método científico.
            Encontraron un árbol que crecía bajo una roca. El tronco, torcido, emergía del suelo como si la roca lo hubiese aplastado, y daba la impresión de que en el combate entre un ser vivo y un ser inerte había ganado la vida; porque el árbol crecía bajo el peso de la roca, derrotándola y rompiendo.
            Allá arriba se sentaron y entonces Ingrid pidió su bocadillo de salmón. Juan ya se lo había comido. El pico de la Atalaya, silenciosamente, los miraba. Otearon el horizonte y escrutaron cada detalle. Un camino polvoriento por el que iban pasando las bicicletas. Una llanura esteparia. Árboles salpicando el paisaje, aquí y allá. Un arroyo que brillaba bajo el sol. La línea incierta del horizonte. El azul del cielo. Sintieron la alegría de contemplar el mundo. La tierra y el cielo se extendían ante ellos, desde allí arriba, y la potencia de su vista, dominando el horizonte, les producía un placer enorme; un placer que no experimentaban abajo, donde, oculto casi todo a la mirada, ellos no dominaban el horizonte porque el horizonte los ataba; los limitaba, los envolvía. Estar arriba es ensanchar el mundo, respirar hondo, abrir los pulmones, sentir placer. Y ser feliz.
            Bajaron. Siguieron haciendo fotos entre las piedras. Sobre las rocas. De repente Juan descubrió una piedra que al principio parecía naturaleza, pero resultó ser muro cilíndrico, hecho de piedras, y en su interior había huecos: troneras para disparar sin ser visto.
            -¡Mira! ¡La trinchera!
Sí: por allí pasaba el frente. Muchos años atrás, cuando la guerra había separado a las familias sobre la sierra de Guadarrama, el cielo estaba limpio. Un azul casi sin nubes lo inundaba. Y un sol primaveral, casi de invierno, cortaba el frío pero picaba. La piel resplandeció, tocada por el sol, sin llegar a tostarse; les cayó erisipela. 

 

            Cuando llegaron abajo Juan pensó en los dos mundos. El mundo de arriba, perdido entre rocas y cielo, y el de abajo, sujeto por la tierra y la hierba. Arriba las rocas estaban peladas, y sus aristas, como reliquias del suelo, parecían huesos. Abajo la tierra estaba húmeda, alimentada por las fuentes del Eresma, y había charcos; charcos que brillaban al sol, como espejos, cuando se contemplaban desde arriba. Arriba estaba el cielo surcado por aviones, por las águilas, por milanos con sus alas abiertas, planeando. Abajo estaban los árboles, la alegre paz de la quietud: pero escondidas en algún sitio, aunque no las escrutara la vista, estaban las alimañas. El cielo se extendía, perfecto y límpido, como la piel del monte, sobre las cumbres. Y abajo la tierra, irregular, sinuosa y torcida, yacía como la piel del árbol; de zarzas, de matas y de rosas, de las hierbas y las moras. El mundo de arriba se abría a la profundidad de los cielos; y el mundo de abajo, como una superficie imperfecta, se hacía profundo bajo la tierra.
            Se acordó de los mundos de Aristóteles. Sólo se preguntaba si, más allá del cielo, habría un pensamiento que lo moviese todo; una energía que, desde su fuerza descomunal, se derramara en caricias sobra la tierra dorando los cielos y regando el campo. La mente de dios abrazándolo todo, el ojo del mundo. La fuerza de amor que traspasaba el pecho; a Juan suspirando por Ingrid, a Ingrid recostándose en el pecho de Juan. Sentían el calor el uno del otro, y así también el mundo sentiría, protectora, el abrazo de dios, la mente divina. El alma del mundo.

 



No hay comentarios:

Publicar un comentario