LOS
MUNDOS DE ARISTÓTELES
No supo
en qué momento empezó a flotar entre los sueños. Sólo sabía que el cielo era
profundo, y que en su abismo las estrellas flotaban como burbujas de luz, en la
negrura. Se mecía en el espacio como una pompa de jabón, y veía el cielo como
un mar inmenso que se perdía sobre él en los fondos abisales. Abajo, tras las
cortinas radiantes, allí, en la ionosfera, estaban los rayos magnéticos, las
sábanas volantes de la aurora boreal, como una bandera ondeando al viento en ondas
congeladas; estaba la capa de ozono, el mar azul de nubes etéreas y gaseosas: y
el aire, montañas de aire, un mar de oxígeno y nitrógeno sobre el que venían
flotando, como níveas sombras de extraños habitantes, las nubes; las nubes que
surcaban el mar como flores de algodón. Abajo estaban las cumbres, nevadas y
sin oxígeno, y luego las otras cumbres, más bajas, envueltas en granizo,
lluvia, relámpagos, rocío, vendavales y truenos; y toda la furia de los
elementos (aire, agua, fuego), desencadenada sobre la tierra, azotaba los
montes y valles, arrasaba mares y ríos, destrozaba cosechas, caminos, asolaba
campos y ciudades. Desde el cielo contemplaba la tierra, que se abría a sus
pies con una profundidad hacia abajo; y veía sobre su cabeza otra profundidad que
crecía hacia arriba, y en ella los elementos no caían en línea recta sino que
giraban, sobre sí mismos, como el iris de los ojos en unos abismos circulares.
Pero alzó
su brazo y tocó una superficie lisa, limpia y esférica, como un velo. Alzó las
cejas y se abrieron sus ojos, estupefactos, incrédulos, nadando en la
perplejidad: había creído que sobre su cabeza había un espacio profundo y
descubría que, en realidad, era una superficie cristalina. Consiguió perforar
aquella superficie y llegó a otra región donde no soplaban vientos ni mareas;
donde todo estaba en calma y no había truenos ni rayos, ni caía la lluvia ni el
granizo, y no había aire. Era una masa límpida, transparente, una atmósfera en
reposo donde el aire no se movía; y lo que él creía aire era un océano de éter;
éter, materia sutil sumamente delicada, flotante, que se extendía por todo el
espacio y lo llenaba. Arriba tocó otra esfera transparente como la primera, y
si la de abajo transportaba a la luna, ésta transportaba al sol, inmerso en su
cristal que lo rodeaba con su abrazo, tal una bombilla que estuviera enganchada
al cielo como un spot.
Siguió
perforando esferas y subiendo hacia la profundidad del cielo; y arriba,
extasiado, vio las luces de los planetas en sus respectivas esferas, todos
hechos de éter, blancos, perfectos, pulidos como bolas de billar. No veía los
cielos porque eran transparentes; y se fundían unos en otros dándose
profundidad, ahondándose unos en otros, dando espesor al cielo cuando el cielo
no tenía la profundidad del espacio, sino la superficie de un montón de planos
superpuestos, como espejos que se transparentan unos en otros y suman sus
cuerpos en un abismo cristalino; donde los astros se hundían en profundidades
especulares que no eran profundidad sino superficies que se tocan, espacios tangentes
entre sí.
Y el
abismo mayor de todos era una esfera negra, que por ser negra parecía profunda,
y estaba cubierta de estrellas: como luminarias salidas de los fondos abisales,
como miles de bombillas enganchadas en un techo inmenso, que lucían de noche y
se apagaban de día. El piélago de estrellas, la inmensidad profunda donde
flotaban las estrellas en niveles diferentes, no era más que una superficie
negra; su admiración se truncaba porque donde había visto profundidades
abisales no había espesor: era todo una lámina.
Rasgó su
velo y salió del cielo de Aristóteles. Llegó a un sitio donde no había esferas
ni planetas, ni estrellas ni seres, ni éter ni sustancias. Era un lugar vacío
sin luces ni sombras, sin cuerpos ni espacios, pero con una presencia extraña,
inmensa, estática, quietud enorme fuente de movimiento, el alma del mundo,
invisible persona. Era el pensamiento; el pensamiento que flotaba sobre el
mundo, lo cubría con su aliento y lo envolvía todo. El pensamiento que se
pensaba. Una mente inmensa, profundísima, insondable, una fuerza infinita,
fuente de ser, donde mana todo. El piélago de ser, la fuente de la verdad, la
mente, el alma, el fondo donde Anaxágoras había situado al motor del mundo.
Juan se imaginaba a los magos que mueven objetos con la mente, que concentran
el pensamiento como una fuente de energía, penetrando en el mundo y
transformando las cosas, y que retuerce los cuchillos, desplaza los platos y
dobla las cucharas. Así, así aquella presencia invisible, que no era materia ni
espacio, movía al mundo. Su masa informe, como un cielo proteico, era una nube
sin tentáculos, y con aquellos tentáculos inexistentes movía a las estrellas:
hacía girar la esfera negra, de un negro profundo, que le daba profundidad al
cielo desde su superficie estrellada. Y el cielo de las estrellas fijas
arrastraba al de los planetas, como si tuvieran engranajes que se engancharan
entre sí, pero sin tenerlos: por simple rozamiento se arrastraban unas esferas
a otras, transmitiéndose el movimiento que del pensamiento les venía,
desplegando una energía colosal que debía producir en su desgaste un calor
inmenso; pero no lo producían porque aquellos cuerpos no contenían en su seno
la furia de los elementos, sino una sustancia delicada, sutil, inerte y
cristalina: el éter.
Cuando la
última esfera giraba por el peso de las anteriores (como si el universo fuera
una cebolla cuyas capas giraran rozándose), en el cielo aparecía la luz blanca
de la luna. Bajo ella el espacio tenía otra naturaleza, otra estructura. El
espacio sublunar se movía en línea recta, no en círculos. La sustancia que lo
poblaba estaba formada de elementos cambiantes que nacían y se corrompían
(aire, fuego, agua, tierra): no de un éter que fuera eterno. Y los movimientos
imperfectos que había bajo la luna llenaban el espacio de accidentes y
meteoros. Tormenta y nieves, huracanes, vendavales que asolaban la tierra como
el ataque de los cíclopes. La tierra, mundo de confusión, era dolor y miedo y
yacía bajo los cielos como un corazón palpitante bajo una piel de apariencia
quieta; que no sufría porque era pensamiento y niebla.
Juan
miraba hacia arriba. Se había acordado de un día que surcó los mares de la
tierra en compañía de Ingrid. Los dos iban de la mano, se hablaban, se querían
y su mirada, oteando el paisaje, se sabía leal a sí misma. Una verja. Alzar la
abrazadera de alambre, abatir el palo de hierro que contenía a la red, parar,
volver a levantar el palo y volverlo a abrazar con el alambre. Tierra. Campos
de encinas y jaras, espliego, escaramujo, espinos y zarzas. Unos huesos de gamo
despedazados por las alimañas: la piel todavía fresca, replegada como una lona
hueso abajo para comer la carne que contenía: y aquellos restos, aún recientes,
en los jirones de carne y en la sangre seca conservaban huellas de la vida. Dos
patas sin comer, tersas y algodonosas, aún yacían enteras sin que hubieran
clavado en ellas sus dentelladas las alimañas.
Más
adelante una pared. Una pared de piedra cuyo borde superior, de cemento,
parecía sellar aquellos cantos, como queriéndolos contener en un recinto
amurallado. Juan subió con Ingrid, escalando con cuidado las piedras que
sobresalían, y saltaron al otro lado. El otro lado estaba lleno de encinas;
encinas hermosas, amplias, que se elevaban como árboles protectores en su
serena majestad. Campos de jaras, muchas jaras. Y un campo que bordeaba la
pared y se apartaba de ella, entre matorrales y rediles, para volver a ella a
intervalos regulares. Ingrid y Juan lo siguieron con sus pasos; el aire cargado
de oxígeno llenaba sus pulmones y el cielo limpio, lleno de energía, liberaba
el alma limpiando su cuerpo de impurezas: llenándolo de fuerzas. Su pecho se
ensanchaba respirando por los poros la plenitud de la vida.
Ramas
retorcidas. Trozos de árboles durmiendo en el suelo, con serenidad envidiable,
sobre la protección de la tierra. Ramas rotas por el rayo, tronchadas por el
viento, o simplemente viejas. Un olor a espliego, a tomillo. Zarzas sin moras,
resecas y vanas. Ramas de espinos. Rosales sin rosas, aún es pronto aunque sea
primavera: pero sus ramas revueltas, enredadas en sí mismas, están llenas de
espinas; dispuestas a defender a aquellas rosas que aún no han nacido. Huesos.
Una enorme cadera, blanqueada por el sol, seguramente de una vaca. Vértebras
huecas, espinosas, con su hueco redondo por donde un día pasó la médula. Un
coxis. Costillas dispersas, blancas y anchas, al verlas se adivinaría casi el
grosor de la panza.
-Una
pelvis –dijo Juan, removiéndola con el pie, y el hueso sonaba hueco-. Ileón,
isquión, pubis… ¿Dónde están? –Juan quería identificar, sin éxito, los huesos
cuyos nombres le habían enseñado en la escuela.
Ingrid
contempló una rama retorcida. Parecía hecha de huesos adosados unos a otros,
como fascículos frágiles, huecos y sarmentosos. Ramas abigarradas como
cadáveres del sufrimiento, ahora tranquilas, si en un tiempo atormentadas. A
Ingrid le parecieron huesos de la tierra, de un color pardo, sucio y seco.
Huesos enterrados por la lluvia y desenterrados por el viento, grises, pero
incoloros: secos. Parecían cáscaras de ramas como parecen los escarabajos
cáscaras de insectos, vacías y duras, secadas por el sol.
El campo
es una piel de árboles y arbustos, hierba y tierra. Sobre ella se van
acumulando los lentos, tranquilos cadáveres del tiempo: huesos blanqueados que
tranquilizan el alma, porque ya perdieron las huellas de la agonía (como los
del pobre corzo que acababan de ver); ramas rotas, secas y caídas, blanqueadas
y huecas, que parecen el esqueleto de las plantas, cuando un tiempo tuvieron
vida. Y las jaras. El tomillo. Las mariposas que vuelan entre las zarzas con
sus alas amarillas. Juan miró ladera arriba, y observó que el camino no se desprendía
del muro de piedra. Lo coronaban unos picachos que se extendían sobre su
cerviz, y a Juan le parecieron parapetos.
-Mira,
creo que son trincheras. ¿Qué tal si subimos a verlas?
-¿Estás
seguro?
-No. Por
eso vamos a subir, para comprobarlo.
Juan
contempló a Ingrid.
-¿Quieres?
-Vamos.
La
quería.
Descansaron
a la sombra de una encina. Era majestuosa, más grande que las otras. Sus
brazos, amplios y abiertos, soportaban un follaje que proyectaba sobre ellos
una sombra enorme; y había piedras para sentarse.
-La
sombra del ciprés es alargada.
-Miguel
Delibes.
Ingrid,
mirándola con una paz interior, dijo:
-La
redonda sombra de la encina.
Se
sentaron. Descansaron del camino. Al aflojar el esfuerzo sintieron bajo las
mochilas la espalda mojada. Sentían los brazos ligeros, las piernas cansadas.
Frente a ellos, una cerca que parecía un redil. Ingrid sacó la cámara. Se
apretó contra él y alargó el brazo para hacer una foto. Disparó. Esperó un rato
y contempló su obra. Quedó satisfecha.
-¡Qué
bonita! –dijo.
Todavía
hicieron algunas más y después prosiguieron el camino. Frente a ellos, las
rocas. A un lado la
Mujer Muerta. A su espalda, la catedral de Segovia. Y en
medio una llanura inmensa que se perdía en el horizonte, con la fábrica de
chorizos al fondo, y una carretera que surcaba el suelo, como una arteria
diminuta, desde Segovia a Madrid.
Subieron
entre las zarzas y sortearon los espinos. En media hora habían llegado arriba.
-No son
trincheras –concluyó Juan.
-Una
esperanza perdida –dijo Ingrid.
-Más bien
una hipótesis refutada –la miró sonriendo. Ingrid estaba haciendo sus estudios
y se peleaba con el método científico.
Encontraron
un árbol que crecía bajo una roca. El tronco, torcido, emergía del suelo como
si la roca lo hubiese aplastado, y daba la impresión de que en el combate entre
un ser vivo y un ser inerte había ganado la vida; porque el árbol crecía bajo
el peso de la roca, derrotándola y rompiendo.
Allá
arriba se sentaron y entonces Ingrid pidió su bocadillo de salmón. Juan ya se
lo había comido. El pico de la
Atalaya, silenciosamente, los miraba. Otearon el horizonte y
escrutaron cada detalle. Un camino polvoriento por el que iban pasando las
bicicletas. Una llanura esteparia. Árboles salpicando el paisaje, aquí y allá.
Un arroyo que brillaba bajo el sol. La línea incierta del horizonte. El azul
del cielo. Sintieron la alegría de contemplar el mundo. La tierra y el cielo se
extendían ante ellos, desde allí arriba, y la potencia de su vista, dominando
el horizonte, les producía un placer enorme; un placer que no experimentaban
abajo, donde, oculto casi todo a la mirada, ellos no dominaban el horizonte
porque el horizonte los ataba; los limitaba, los envolvía. Estar arriba es
ensanchar el mundo, respirar hondo, abrir los pulmones, sentir placer. Y ser
feliz.
Bajaron.
Siguieron haciendo fotos entre las piedras. Sobre las rocas. De repente Juan
descubrió una piedra que al principio parecía naturaleza, pero resultó ser muro
cilíndrico, hecho de piedras, y en su interior había huecos: troneras para
disparar sin ser visto.
-¡Mira!
¡La trinchera!
Sí: por allí pasaba el frente.
Muchos años atrás, cuando la guerra había separado a las familias sobre la
sierra de Guadarrama, el cielo estaba limpio. Un azul casi sin nubes lo
inundaba. Y un sol primaveral, casi de invierno, cortaba el frío pero picaba.
La piel resplandeció, tocada por el sol, sin llegar a tostarse; les cayó
erisipela.
Cuando
llegaron abajo Juan pensó en los dos mundos. El mundo de arriba, perdido entre
rocas y cielo, y el de abajo, sujeto por la tierra y la hierba. Arriba las
rocas estaban peladas, y sus aristas, como reliquias del suelo, parecían
huesos. Abajo la tierra estaba húmeda, alimentada por las fuentes del Eresma, y
había charcos; charcos que brillaban al sol, como espejos, cuando se
contemplaban desde arriba. Arriba estaba el cielo surcado por aviones, por las
águilas, por milanos con sus alas abiertas, planeando. Abajo estaban los
árboles, la alegre paz de la quietud: pero escondidas en algún sitio, aunque no
las escrutara la vista, estaban las alimañas. El cielo se extendía, perfecto y
límpido, como la piel del monte, sobre las cumbres. Y abajo la tierra,
irregular, sinuosa y torcida, yacía como la piel del árbol; de zarzas, de matas
y de rosas, de las hierbas y las moras. El mundo de arriba se abría a la profundidad
de los cielos; y el mundo de abajo, como una superficie imperfecta, se hacía
profundo bajo la tierra.
Se acordó
de los mundos de Aristóteles. Sólo se preguntaba si, más allá del cielo, habría
un pensamiento que lo moviese todo; una energía que, desde su fuerza
descomunal, se derramara en caricias sobra la tierra dorando los cielos y
regando el campo. La mente de dios abrazándolo todo, el ojo del mundo. La
fuerza de amor que traspasaba el pecho; a Juan suspirando por Ingrid, a Ingrid
recostándose en el pecho de Juan. Sentían el calor el uno del otro, y así
también el mundo sentiría, protectora, el abrazo de dios, la mente divina. El
alma del mundo.
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