sábado, 28 de enero de 2017

¿Es necesaria la policía?



¿ES NECESARIA LA POLICÍA?

 

            ¡Tantas veces he visto a la gente soñar! Soñar despierta. ¡Si no hubiera ejércitos ni policías! ¡Ni países ni banderas! ¡Ni políticos ni banqueros! ¡Si no hubiese fronteras! La tierra sería nuestra casa común, todos podrían disfrutar de ella, viviríamos felices y en paz, el mundo sería un vergel, no habría enemistad entre nosotros. John Lennon, cuando se atrevía a imaginar, veía un mundo en el que no habría ni cielo ni religiones. Georges Moustaki pensaba en ese jardín al que llamábamos la tierra. Los hippies tenían un ideal común: vivir en una casa adosada a la colina, cuyos habitantes han tirado la llave; para que venga todo el que quiera venir, al que recibiremos ssiempre con las manos abiertas.
      Las casas del Cuzco no tenían puertas ni ventanas: pero tenían el hueco de las ventanas y las puertas; un hueco siempre abierto, para que entraran los funcionarios cuando quisieran. Y el mundo de Orwell, el mundo del gran hermano, entraba dentro de las casas con cámaras y pantallas, rompiendo la intimidad de la gente, abriendo las puertas con los ojos, como si no hubiera ventanas ni puertas. Dejad vuestra ropa en la calle: veréis cómo al día siguiente se la llevan. Dejad la casa abierta cuando os vais: veréis cómo roban lo que teníais dentro. Dejad la calle sin vigilancia: veréis que la anarquía no es felicidad, sino caos.
      Un coche se aparcó en doble fila. El que estaba aparcado junto a la acera tocó el klaxon para que lo apartara. Porque no podía salir. Pero su dueño, muy enfadado, se encaró con insolencia; “¿eres policía?”, le dijo; “¿no? Pues te callas”. Un joven muy generoso y progre, un poco anarquista también, entra en un comercio y roba lo que puede; y si no hay cámaras vigilando, roba hasta hartarse. Otra mujer sale de la tienda con botellas de aceite bajo el abrigo. Y nadie piensa si el dueño del comercio vive bien o está lleno de deudas. Todos se justifican diciendo: los vendedores son unos ladrones. Y acuden a protegerse bajo el paraguas de las coartadas que les convienen: “el que roba a un ladrón tiene cien años de perdón”. Y nos quedamos tan tranquilos. 

 

      Dad a un pobre una fortuna y se volverá miserable. Dad dinero a un explotado y se volverá explotador. Dad poder a un impotente y se volverá tirano. Dejad de controlar a los que mandan y mandarán sin límites. Dejad el mundo sin vigilancia y se pelearán las hienas. Que todos somos generosos mientras tenemos las manos atadas. Y cuando se desatan, nos volvemos implacables y egoístas. Es como si, al tener las manos atadas, estuviera libre nuestra nobleza; y cuando nos liberan las manos nuestra propia libertad externa ahogara a la libertad de dentro: la del instinto generoso y noble que tenemos todos. O lo que es lo mismo: el poder sobre el mundo nos acaba quitando el poder sobre nosotros mismos. La humanidad de nuestro corazón se libera sólo cuando tenemos las manos encadenadas; cuando vivimos sumidos en la impotencia; y en cuanto se rompen las cadenas del mundo, el poder encadena a nuestra libertad, como si poder y querer fueran dos novios separados: como si sólo pudieran estar juntos cuando está libre uno y el otro está atado; la libertad de poder es la cadena del corazón.
Hay gente, sí, capaz de amar y de poder al mismo tiempo: pero sólo después de un largo viaje interior en el que se ha encontrado consigo mismo; es la gente autorrealizada, que decía Maslow; pero la mayoría vive en la frustración, y la gente frustrada hace lo que puede aunque no sea lo que quiere. La gente feliz tiene el corazón libre, libre de las ataduras del poder; hace lo que quiere y se abstiene de realizar lo que rechaza su corazón libre, aunque sus manos puedan hacerlo. Sin embargo, la gente desgraciada no sabe sujetar su poder con su corazón, y sucede justo lo contrario. El corazón lo tienen atrapado, y es su poder el que lo atrapa entre sus garras. Sucede que en el mundo hay mucha gente desgraciada y poca gente feliz; y mientras esto suceda, harán falta policías; fuerzas que sujeten por fuera lo que tu corazón no puede sujetar por dentro; la policía sustituye a la falta de poder que tenemos sobre nosotros; necesitaremos señores que nos manden mientras no sepamos mandar en nosotros, ser señores de nosotros mismos.
      ¿El poder corrompe? ¿O es el corazón el que está corrompido? La primera idea está simbolizada en el anillo de Tolkien: ése que nos hace poderosos pero nos consume por dentro; como Gollum, que acabó consumido por la pasión, por la sed de poder; como si el hecho de poder dominar el mundo nos acabara dominando con su bajo instinto. El anillo de Tolkien no es otra cosa que el anillo de nibelungo, que encontramos en Wagner, el cual es una recreación inspirada de una vieja leyenda germánica: el oro del Rhin.
      El poder del anillo es la muerte de la libertad a manos de la libertad de la muerte; como si el poder fuese la cadena del querer; como si liberando nuestras fuerzas encadenáramos nuestro corazón; o como si la fuerza de hacer fuese el calabozo donde yace la fuerza del querer. Hay dos fuerzas en nosotros: la del cuerpo y la de la mente; la de la inercia y la de la voluntad; la fuerza ciega y la fuerza que ve. La fuerza ciega es pura pasión. La fuerza que ve está hecha de acción (el pensamiento) y de pasión (el corazón), y ambas se resuelven en una palabra latina que rescató San Agustín: “diligere”; “diligere” significa amar con conocimiento de causa. La mente es principio desencadenador de la acción, mientras que el cuerpo es fuerza desencadenada: o por la mente o por los reflejos provocados; y así, todo se resume en dos palabras; reflexión o reflejo; actividad o inercia; libertad o programa; apasionamiento o pasión; acción apasionada o pasividad; naturaleza libre o naturaleza gobernada.
      El mundo se mueve, pues, entre dos extremos: o automatismo o autonomía. El autómata se mueve según una ley de la que no es dueño: o porque le viene de fuera (y es el mundo el que manda en él) o porque le viene de dentro (y es esclavo de su propio programa); o veleta que se mueve a merced del viento, o muñeco al que mueve un diablillo que tiene dentro, y que él no es capaz de controlar; el autómata, en sentido estricto, es este muñeco programado, el primero sería más bien un  automóvil: una máquina que tiene dentro el movimiento pero que sólo se mueve si hay un conductor que lo arranca. Las pasiones nos hacen actuar como automóviles: cuando las sirenas nos llaman no nos podemos resistir a su llamada, y vamos, inexorablemente, adonde ellas nos llevan. Y los instintos nos hacen ser como autómatas: como seres que, inexorablemente, actúan como están programados para actuar; a veces nuestros automatismos son buenos; y otras nos llevan a la destrucción, como si fueran nuestro propio caballo de Troya.
      La voluntad hace de nosotros seres autónomos: que son capaces de regular sus movimientos (es decir, de dirigirlos o modificarlos) según sus intereses o las necesidades del momento. La autonomía es un vehículo que tiene dos pilotos: el corazón, que le da el impulso para arrancar, y la razón, que dirige o conduce su movimiento. Pero son dos pilotos intercambiables, pues a veces el corazón corrige el rumbo del pensamiento y a veces es el pensamiento el que desencadena o frena los impulsos del corazón. 

 

      Somos a un tiempo automóviles, autómatas y seres autónomos. Como automóviles, nos guía el que nos manda (y a veces somos veletas dirigidas por el viento). Como autómatas, somos instintos programados incapaces de adaptarse al terreno: los instintos surgieron de las realidades del tiempo, y si los tiempos cambian los instintos, anacrónicos, no tienen reflejos para responder al cambio. Y como seres autónomos somos voluntad. Nos mueve la fuerza de la voluntad, la fuerza del instinto o la fuerza de los elementos.
      La pasión es el instinto que nos lleva; y el mundo que nos arrastra; la pasión es dejarse llevar por ellos. Pero la voluntad es el instinto humano por excelencia: al que llamamos piedad, bondad, misericordia o generosidad, o solidaridad o amor, como queramos; es la empatía entendida como espejo, como un espejo en el que sentimos como sienten los demás, o por lo menos lo intentamos; porque nuestro rasgo más humano es ponernos en lugar del otro; en lugar del otro sin quitarle su sitio. El pensamiento, como piloto de la voluntad, conduce las tentaciones y los instintos reflejándolos en el espejo del prójimo, y dirigiéndolos, por la razón que reconoce el camino y se adapta a él, o cambiándolo cuando pueden hacer caminos nuevos. Las pasiones proceden del corazón, pero cuando no se filtran por el espejo piadoso que tenemos en él se quedan en las tripas; no son lo mismo las pasiones entrañables que las viscerales; las cordiales que las violentas.
      Cuando conquista su autonomía el ser humano es feliz, y su voluntad es siempre voluntad de poder: quiere las cosas y al mismo tiempo quiere poder hacerlas, y su vida es una aventura para poder hacer lo que su corazón quiere.
      Pero el automóvil o el autómata viven un conflicto entre querer y poder: pues su corazón quiere las cosas cuando no puede hacerlas, y cuando puede ya las ha dejado de querer. Las pasiones no empáticas, no entrañables, son el gobierno de las tripas: que quieren lo que pueden en lugar de poder lo que quieren; y, al dejar de estar gobernados por su corazón, ponen su inteligencia al servicio de las tripas: y caen entonces bajo el poder del anillo.
      Si todos fuéramos autónomos no harían falta policías, ni soldados y, si me apuras, ni políticos siquiera; actuaríamos movidos por el corazón, que fijaría las metas; y la inteligencia, dialogando con el corazón, fijaría el rumbo, decidiendo el camino. El poder no nos gobernaría, al contrario: estaría gobernado por el querer, por el corazón, por los instintos humanos; y al hacernos poderosos, liberando nuestra capacidad de acción, seríamos siempre bondadosos, pues habríamos liberado nuestra capacidad de amar; y seríamos nosotros los que gobernaríamos el anillo, porque el poder del querer sería inmensamente más fuerte que el poder solo. El poder no puede gobernarse a sí mismo y cuando no hay corazón que lo gobierne, nuestra voluntad se transforma en fuerza bruta: y el poder se convierte en nuestro caballo de Troya.
      De modo que, en la autonomía, el aumento del poder no disminuye el querer del corazón trasladándolo a las tripas; pues ese querer es un poder mucho más fuerte que el poder hacer; el poder del corazón es mucho mayor que el de las tripas; mayor, por lo tanto, que el poder hacer, que el poder del cuerpo, de los músculos; a este último lo llamamos simplemente facultad; o conjunto de facultades; al primero lo podríamos llamar la fuerza, así, a secas: la fuerza del jedi; y el último sería el lado escuro de la fuerza: la de los sith. Poder de los órganos. Poder del corazón. Poder de las tripas. 

 

            Resumiendo: en la gente feliz la liberación del poder aumenta la liberación del querer; y en la gente desgraciada el poder se alimenta del querer, encadenándolo para liberarse, parasitándolo y consumiéndolo; y lo parasita, en beneficio de las tripas, en el segundo; hablaremos, respectivamente, de simbiosis vocacional y parasitismo vocacional. La vocación es la naturaleza del ser humano. Lo que está llamado a ser.
      Un mundo en simbiosis no necesita policías. Un mundo parásito, visceral y vampírico, sí. ¿Y habría necesidad de jueces? Sí. Porque el juez es el que quiere verlo todo, el que se sienta frente al escenario mientras que el personaje sólo ve una parte de la acción: la que le afecta; y aunque seamos objetivos, los árboles no nos dejan ver el bosque. En un encuentro deportivo el jugador no siempre ve lo que hace el que tiene al lado si no le pone la zancadilla y no lo toca: por eso hace falta un juez, un observador con asistentes que vean por donde no ve él, un árbitro. Si hay simbiosis entre los jugadores, el árbitro no debería ser policía: sólo juez; y podría analizar el juego y repartir sanciones, pero no sacar tarjetas ni expulsar a nadie. Desgraciadamente sí tiene que serlo. Porque en el terreno de juego no hay simbiosis, sino parasitismo social.
            Estamos regidos por el poder del anillo. Hacemos faltas para que no nos metan goles. Nos saltamos las reglas cuando no hay policías: el conductor no respeta el semáforo, el jugador no respeta las reglas del juego, el político se salta el reglamento, el inversor no quiere reglas y a eso lo llama liberalismo. El empresario, buscando su interés, llama interés público al capitalismo salvaje. El político se vende al empresario abusando de su poder, y acepta sobornos, permisos y comisiones. Y el deportista compra al árbitro, amaña partidos, o lesiona al adversario para ganar. ¿Podríamos imaginar un deporte sin reglamento? ¿No? Pues la política es un deporte; y los liberales quieren reducir el reglamento a un número mínimo de leyes; y llegado ese punto, hacerlo desaparecer: eso, que sería el ideal del liberal, sería también su canto del cisne, su muerte; su triunfo sería su desaparición.
            La política. La economía. El deporte. La psicología. La sociedad. Todos esos mundos viven bajo el poder del anillo. La gente no acepta razones si no se las impone un policía; y aquel coche que está mal aparcado, si le pide que se aparte la persona a la que está molestando, lo insultará como un villano por no ser policía; porque su dueño no le hace caso a nadie si no está armado; porque confunde el miedo con la autoridad. El estudiante copia como un bellaco si el profesor no lo vigila; y en lugar de pasar la hora aprovechando el tiempo, tiene que perderlo vigilando a los estudiantes, siempre dispuestos a copiar; lo triste del caso es que algunos de esos mismos estudiantes salen luego a la calle, manifestándose en contra de la policía, en contra del ejército, gritando que no son necesarios, y que si desaparecieran de la escena la sociedad funcionaría mucho mejor. Y si un comercio cerrase dejándose la puerta abierta no nos quepa duda de que no faltaría gente que entraría en él a robar. Y si en un colegio no vigilaran los que mandan los fuertes abusarían de los débiles, y en el patio siempre estrían los mayores, que echarían siempre a los pequeños y no les dejarían jugar.
            ¿Hace falta la policía? Sí. ¿Y el ejército? También. Cuando se desmembró Yugoslavia Bosnia se desarmó en un gesto de buena voluntad para con sus vecinos; y en seguida fue acosada a dentelladas por serbios y croatas, que esperaban agazapados tras de sus fronteras. “Si vis pacem, para bellum”: así pensaban los romanos. Si quieres la paz, prepárate para la guerra. Es triste, pero la experiencia dice que es así. Porque las armas se pueden volver fácilmente contra ti. Las armas dan poder, y el poder es el anillo, y el anillo te consume porque siempre te acaba dominando, porque cuanto más poder tienes, más desgraciado eres; pero la sed de poder y la soberbia son una fuerza que ya no puedes resistir. Los Estados Unidos armaron a Saddam Husein para combatir a Irán, y Saddam acabó usando las armas contra ellos; financiaron a Bin Laden para pelear contra Rusia, y ése fue el comienzo de su perdición. 

 

            Por eso la fuerza armada, que es necesaria, deber ser controlada para que no perezca en manos de sí misma, y ese control lo debe ejercer el poder político; controlado, a su vez, por el parlamento, por los jueces, toda la sociedad debe tener contrapesos para evitar que pese demasiado el poder del anillo. La compra de armas, cuando es libre, escapa fácilmente a ese control, y por eso, más que regularla, hay que suprimirla; porque si alguien tiene un arma tiende a usarla, y eso sucede también en el ejército, en la policía, el poder de las cosas acaba fácilmente con el poder de la voluntad.
            Entonces ¿siempre tiene que haber policía y ejército? Acaso no. Pero eso tiene que ser en una sociedad autorrealizada: una sociedad donde pueda controlarse el poder del anillo, donde la empatía esté gobernando en el corazón de todos, donde el afán por el triunfo no viva a costa de romper el bien y liberar el mal. ¿Una sociedad así sería posible? Pensemos que sí. Querámoslo. Soñémoslo. Pero habría que construirla desde la escuela, cuando no manden los programas sobre el tiempo ni las leyes vivan a costa de la motivación. Una escuela obligatoria donde los chicos quieran ir a estudiar, y para eso tendría que haber conciencia en las familias, y para eso las familias no tendrían que vivir en el paro y la precariedad; y donde comprar un libro fuera más importante que comprar un móvil, y la merienda no fuera sustituida por patatas fritas llenas de grasa, y donde los chicos respetaran sus horas de sueño, y el ocio no viviera a costa de la salud; unas familias, en fin, donde los padres supieran hablar con sus hijos, y donde la escuela no fuera un aparcamiento de niños hasta que llegara la hora de comer. Y unos maestros que no fueran simplemente mercenarios de la enseñanza; que consideraran a los chicos como algo más que tornillos; y que no fueran maestros sólo para cobrar el sueldo, sino que tuvieran en su sueldo la vocación de enseñar. Una escuela, en fin, cuyo principal enemigo no fuesen las autoridades académicas, preocupadas por ganar diplomas más que por ganarse a los niños. Si conseguimos que eso funcione caminaremos hacia un mundo más humano, feliz y autorrealizado, y no harán falta policías: porque la fuerza del anillo habrá sido sustituida, de una vez por todas, por la fuerza de la voluntad.

 




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