¿ES
NECESARIA LA POLICÍA?
¡Tantas veces he visto a la gente
soñar! Soñar despierta. ¡Si no hubiera ejércitos ni policías! ¡Ni países ni
banderas! ¡Ni políticos ni banqueros! ¡Si no hubiese fronteras! La tierra sería
nuestra casa común, todos podrían disfrutar de ella, viviríamos felices y en
paz, el mundo sería un vergel, no habría enemistad entre nosotros. John Lennon,
cuando se atrevía a imaginar, veía un mundo en el que no habría ni cielo ni
religiones. Georges Moustaki pensaba en ese jardín al que llamábamos la tierra.
Los hippies tenían un ideal común: vivir en una casa adosada a la colina, cuyos
habitantes han tirado la llave; para que venga todo el que quiera venir, al que
recibiremos ssiempre con las manos abiertas.
Las
casas del Cuzco no tenían puertas ni
ventanas: pero tenían el hueco de las ventanas y las puertas; un hueco
siempre abierto, para que entraran los funcionarios cuando quisieran. Y el
mundo de Orwell, el mundo del gran hermano, entraba dentro de las casas con
cámaras y pantallas, rompiendo la intimidad de la gente, abriendo las puertas
con los ojos, como si no hubiera ventanas ni puertas. Dejad vuestra ropa en la
calle: veréis cómo al día siguiente se la llevan. Dejad la casa abierta cuando
os vais: veréis cómo roban lo que teníais dentro. Dejad la calle sin
vigilancia: veréis que la anarquía no es felicidad, sino caos.
Un
coche se aparcó en doble fila. El que estaba aparcado junto a la acera tocó el
klaxon para que lo apartara. Porque no podía salir. Pero su dueño, muy
enfadado, se encaró con insolencia; “¿eres policía?”, le dijo; “¿no? Pues te callas”.
Un joven muy generoso y progre, un poco anarquista también, entra en un
comercio y roba lo que puede; y si no hay cámaras vigilando, roba hasta
hartarse. Otra mujer sale de la tienda con botellas de aceite bajo el abrigo. Y
nadie piensa si el dueño del comercio vive bien o está lleno de deudas. Todos
se justifican diciendo: los vendedores son unos ladrones. Y acuden a protegerse
bajo el paraguas de las coartadas que les convienen: “el que roba a un ladrón
tiene cien años de perdón”. Y nos quedamos tan tranquilos.
Dad
a un pobre una fortuna y se volverá miserable. Dad dinero a un explotado y se
volverá explotador. Dad poder a un impotente y se volverá tirano. Dejad de
controlar a los que mandan y mandarán sin límites. Dejad el mundo sin
vigilancia y se pelearán las hienas. Que todos somos generosos mientras tenemos
las manos atadas. Y cuando se desatan, nos volvemos implacables y egoístas. Es
como si, al tener las manos atadas, estuviera libre nuestra nobleza; y cuando
nos liberan las manos nuestra propia libertad externa ahogara a la libertad de
dentro: la del instinto generoso y noble que tenemos todos. O lo que es lo
mismo: el poder sobre el mundo nos acaba quitando el poder sobre nosotros
mismos. La humanidad de nuestro corazón se libera sólo cuando tenemos las manos
encadenadas; cuando vivimos sumidos en la impotencia; y en cuanto se rompen las
cadenas del mundo, el poder encadena a nuestra libertad, como si poder y querer
fueran dos novios separados: como si sólo pudieran estar juntos cuando está
libre uno y el otro está atado; la libertad de poder es la cadena del corazón.
Hay gente, sí, capaz de amar y de poder
al mismo tiempo: pero sólo después de un largo viaje interior en el que se ha
encontrado consigo mismo; es la gente autorrealizada, que decía Maslow; pero la
mayoría vive en la frustración, y la gente frustrada hace lo que puede aunque
no sea lo que quiere. La gente feliz tiene el corazón libre, libre de las
ataduras del poder; hace lo que quiere y se abstiene de realizar lo que rechaza
su corazón libre, aunque sus manos puedan hacerlo. Sin embargo, la gente
desgraciada no sabe sujetar su poder con su corazón, y sucede justo lo
contrario. El corazón lo tienen atrapado, y es su poder el que lo atrapa entre
sus garras. Sucede que en el mundo hay mucha gente desgraciada y poca gente
feliz; y mientras esto suceda, harán falta policías; fuerzas que sujeten por
fuera lo que tu corazón no puede sujetar por dentro; la policía sustituye a la
falta de poder que tenemos sobre nosotros; necesitaremos señores que nos manden
mientras no sepamos mandar en nosotros, ser señores de nosotros mismos.
¿El
poder corrompe? ¿O es el corazón el que está corrompido? La primera idea está
simbolizada en el anillo de Tolkien: ése que nos hace poderosos pero nos
consume por dentro; como Gollum, que acabó consumido por la pasión, por la sed
de poder; como si el hecho de poder dominar el mundo nos acabara dominando con
su bajo instinto. El anillo de Tolkien no es otra cosa que el anillo de
nibelungo, que encontramos en Wagner, el cual es una recreación inspirada de
una vieja leyenda germánica: el oro del Rhin.
El
poder del anillo es la muerte de la libertad a manos de la libertad de la
muerte; como si el poder fuese la cadena del querer; como si liberando nuestras
fuerzas encadenáramos nuestro corazón; o como si la fuerza de hacer fuese el
calabozo donde yace la fuerza del querer. Hay dos fuerzas en nosotros: la del
cuerpo y la de la mente; la de la inercia y la de la voluntad; la fuerza ciega
y la fuerza que ve. La fuerza ciega es pura pasión. La fuerza que ve está hecha
de acción (el pensamiento) y de pasión (el corazón), y ambas se resuelven en
una palabra latina que rescató San Agustín: “diligere”; “diligere” significa
amar con conocimiento de causa. La mente es principio desencadenador de la
acción, mientras que el cuerpo es fuerza desencadenada: o por la mente o por
los reflejos provocados; y así, todo se resume en dos palabras; reflexión o
reflejo; actividad o inercia; libertad o programa; apasionamiento o pasión;
acción apasionada o pasividad; naturaleza libre o naturaleza gobernada.
El
mundo se mueve, pues, entre dos extremos: o automatismo o autonomía. El
autómata se mueve según una ley de la que no es dueño: o porque le viene de
fuera (y es el mundo el que manda en él) o porque le viene de dentro (y es
esclavo de su propio programa); o veleta que se mueve a merced del viento, o
muñeco al que mueve un diablillo que tiene dentro, y que él no es capaz de
controlar; el autómata, en sentido estricto, es este muñeco programado, el
primero sería más bien un automóvil: una
máquina que tiene dentro el movimiento pero que sólo se mueve si hay un
conductor que lo arranca. Las pasiones nos
hacen actuar como automóviles: cuando las sirenas nos llaman no nos podemos resistir
a su llamada, y vamos, inexorablemente, adonde ellas nos llevan. Y los instintos nos hacen ser como autómatas:
como seres que, inexorablemente, actúan como están programados para actuar; a
veces nuestros automatismos son buenos; y otras nos llevan a la destrucción,
como si fueran nuestro propio caballo de Troya.
La
voluntad hace de nosotros seres autónomos:
que son capaces de regular sus movimientos (es decir, de dirigirlos o
modificarlos) según sus intereses o las necesidades del momento. La autonomía
es un vehículo que tiene dos pilotos: el corazón, que le da el impulso para
arrancar, y la razón, que dirige o conduce su movimiento. Pero son dos pilotos
intercambiables, pues a veces el corazón corrige el rumbo del pensamiento y a
veces es el pensamiento el que desencadena o frena los impulsos del corazón.
Somos
a un tiempo automóviles, autómatas y seres autónomos. Como automóviles, nos
guía el que nos manda (y a veces somos veletas dirigidas por el viento). Como
autómatas, somos instintos programados incapaces de adaptarse al terreno: los
instintos surgieron de las realidades del tiempo, y si los tiempos cambian los
instintos, anacrónicos, no tienen reflejos para responder al cambio. Y como
seres autónomos somos voluntad. Nos mueve la fuerza de la voluntad, la fuerza
del instinto o la fuerza de los elementos.
La
pasión es el instinto que nos lleva; y el mundo que nos arrastra; la pasión es
dejarse llevar por ellos. Pero la voluntad es el instinto humano por
excelencia: al que llamamos piedad, bondad, misericordia o generosidad, o
solidaridad o amor, como queramos; es la empatía entendida como espejo, como un
espejo en el que sentimos como sienten los demás, o por lo menos lo intentamos;
porque nuestro rasgo más humano es ponernos en lugar del otro; en lugar del
otro sin quitarle su sitio. El pensamiento, como piloto de la voluntad, conduce
las tentaciones y los instintos reflejándolos en el espejo del prójimo, y
dirigiéndolos, por la razón que reconoce el camino y se adapta a él, o
cambiándolo cuando pueden hacer caminos nuevos. Las pasiones proceden del
corazón, pero cuando no se filtran por el espejo piadoso que tenemos en él se
quedan en las tripas; no son lo mismo las pasiones entrañables que las
viscerales; las cordiales que las violentas.
Cuando
conquista su autonomía el ser humano es feliz, y su voluntad es siempre
voluntad de poder: quiere las cosas y al mismo tiempo quiere poder hacerlas, y
su vida es una aventura para poder hacer lo que su corazón quiere.
Pero
el automóvil o el autómata viven un conflicto entre querer y poder: pues su
corazón quiere las cosas cuando no puede hacerlas, y cuando puede ya las ha
dejado de querer. Las pasiones no empáticas, no entrañables, son el gobierno de
las tripas: que quieren lo que pueden en lugar de poder lo que quieren; y, al
dejar de estar gobernados por su corazón, ponen su inteligencia al servicio de
las tripas: y caen entonces bajo el poder del anillo.
Si
todos fuéramos autónomos no harían falta policías, ni soldados y, si me apuras,
ni políticos siquiera; actuaríamos movidos por el corazón, que fijaría las
metas; y la inteligencia, dialogando con el corazón, fijaría el rumbo,
decidiendo el camino. El poder no nos gobernaría, al contrario: estaría
gobernado por el querer, por el corazón, por los instintos humanos; y al
hacernos poderosos, liberando nuestra capacidad de acción, seríamos siempre
bondadosos, pues habríamos liberado nuestra capacidad de amar; y seríamos
nosotros los que gobernaríamos el anillo, porque el poder del querer sería
inmensamente más fuerte que el poder solo. El poder no puede gobernarse a sí
mismo y cuando no hay corazón que lo gobierne, nuestra voluntad se transforma
en fuerza bruta: y el poder se convierte en nuestro caballo de Troya.
De
modo que, en la autonomía, el aumento del poder no disminuye el querer del
corazón trasladándolo a las tripas; pues ese querer es un poder mucho más
fuerte que el poder hacer; el poder del corazón es mucho mayor que el de las tripas;
mayor, por lo tanto, que el poder hacer, que el poder del cuerpo, de los
músculos; a este último lo llamamos simplemente facultad; o conjunto de
facultades; al primero lo podríamos llamar la fuerza, así, a secas: la fuerza
del jedi; y el último sería el lado escuro de la fuerza: la de los sith. Poder
de los órganos. Poder del corazón. Poder de las tripas.
Resumiendo: en la gente feliz la
liberación del poder aumenta la liberación del querer; y en la gente
desgraciada el poder se alimenta del querer, encadenándolo para liberarse,
parasitándolo y consumiéndolo; y lo parasita, en beneficio de las tripas, en el
segundo; hablaremos, respectivamente, de simbiosis
vocacional y parasitismo vocacional.
La vocación es la naturaleza del ser humano. Lo que está llamado a ser.
Un
mundo en simbiosis no necesita policías. Un mundo parásito, visceral y
vampírico, sí. ¿Y habría necesidad de jueces? Sí. Porque el juez es el que
quiere verlo todo, el que se sienta frente al escenario mientras que el
personaje sólo ve una parte de la acción: la que le afecta; y aunque seamos
objetivos, los árboles no nos dejan ver el bosque. En un encuentro deportivo el
jugador no siempre ve lo que hace el que tiene al lado si no le pone la
zancadilla y no lo toca: por eso hace falta un juez, un observador con
asistentes que vean por donde no ve él, un árbitro. Si hay simbiosis entre los
jugadores, el árbitro no debería ser policía: sólo juez; y podría analizar el
juego y repartir sanciones, pero no sacar tarjetas ni expulsar a nadie. Desgraciadamente
sí tiene que serlo. Porque en el terreno de juego no hay simbiosis, sino
parasitismo social.
Estamos regidos por el poder del
anillo. Hacemos faltas para que no nos metan goles. Nos saltamos las reglas cuando
no hay policías: el conductor no respeta el semáforo, el jugador no respeta las
reglas del juego, el político se salta el reglamento, el inversor no quiere
reglas y a eso lo llama liberalismo. El empresario, buscando su interés, llama
interés público al capitalismo salvaje. El político se vende al empresario
abusando de su poder, y acepta sobornos, permisos y comisiones. Y el deportista
compra al árbitro, amaña partidos, o lesiona al adversario para ganar. ¿Podríamos
imaginar un deporte sin reglamento? ¿No? Pues la política es un deporte; y los
liberales quieren reducir el reglamento a un número mínimo de leyes; y llegado
ese punto, hacerlo desaparecer: eso, que sería el ideal del liberal, sería
también su canto del cisne, su muerte; su triunfo sería su desaparición.
La política. La economía. El
deporte. La psicología. La sociedad. Todos esos mundos viven bajo el poder del
anillo. La gente no acepta razones si no se las impone un policía; y aquel
coche que está mal aparcado, si le pide que se aparte la persona a la que está
molestando, lo insultará como un villano por no ser policía; porque su dueño no
le hace caso a nadie si no está armado; porque confunde el miedo con la
autoridad. El estudiante copia como un bellaco si el profesor no lo vigila; y
en lugar de pasar la hora aprovechando el tiempo, tiene que perderlo vigilando
a los estudiantes, siempre dispuestos a copiar; lo triste del caso es que
algunos de esos mismos estudiantes salen luego a la calle, manifestándose en
contra de la policía, en contra del ejército, gritando que no son necesarios, y
que si desaparecieran de la escena la sociedad funcionaría mucho mejor. Y si un
comercio cerrase dejándose la puerta abierta no nos quepa duda de que no
faltaría gente que entraría en él a robar. Y si en un colegio no vigilaran los
que mandan los fuertes abusarían de los débiles, y en el patio siempre estrían
los mayores, que echarían siempre a los pequeños y no les dejarían jugar.
¿Hace falta la policía? Sí. ¿Y el
ejército? También. Cuando se desmembró Yugoslavia Bosnia se desarmó en un gesto
de buena voluntad para con sus vecinos; y en seguida fue acosada a dentelladas
por serbios y croatas, que esperaban agazapados tras de sus fronteras. “Si vis
pacem, para bellum”: así pensaban los romanos. Si quieres la paz, prepárate
para la guerra. Es triste, pero la experiencia dice que es así. Porque las
armas se pueden volver fácilmente contra ti. Las armas dan poder, y el poder es
el anillo, y el anillo te consume porque siempre te acaba dominando, porque
cuanto más poder tienes, más desgraciado eres; pero la sed de poder y la
soberbia son una fuerza que ya no puedes resistir. Los Estados Unidos armaron a
Saddam Husein para combatir a Irán, y Saddam acabó usando las armas contra
ellos; financiaron a Bin Laden para pelear contra Rusia, y ése fue el comienzo
de su perdición.
Por eso la fuerza armada, que es necesaria,
deber ser controlada para que no perezca en manos de sí misma, y ese control lo
debe ejercer el poder político; controlado, a su vez, por el parlamento, por
los jueces, toda la sociedad debe tener contrapesos para evitar que pese
demasiado el poder del anillo. La compra de armas, cuando es libre, escapa
fácilmente a ese control, y por eso, más que regularla, hay que suprimirla;
porque si alguien tiene un arma tiende a usarla, y eso sucede también en el
ejército, en la policía, el poder de las cosas acaba fácilmente con el poder de
la voluntad.
Entonces ¿siempre tiene que haber
policía y ejército? Acaso no. Pero eso tiene que ser en una sociedad
autorrealizada: una sociedad donde pueda controlarse el poder del anillo, donde
la empatía esté gobernando en el corazón de todos, donde el afán por el triunfo
no viva a costa de romper el bien y liberar el mal. ¿Una sociedad así sería
posible? Pensemos que sí. Querámoslo. Soñémoslo. Pero habría que construirla
desde la escuela, cuando no manden los programas sobre el tiempo ni las leyes
vivan a costa de la motivación. Una escuela obligatoria donde los chicos
quieran ir a estudiar, y para eso tendría que haber conciencia en las familias,
y para eso las familias no tendrían que vivir en el paro y la precariedad; y
donde comprar un libro fuera más importante que comprar un móvil, y la merienda
no fuera sustituida por patatas fritas llenas de grasa, y donde los chicos
respetaran sus horas de sueño, y el ocio no viviera a costa de la salud; unas
familias, en fin, donde los padres supieran hablar con sus hijos, y donde la
escuela no fuera un aparcamiento de niños hasta que llegara la hora de comer. Y
unos maestros que no fueran simplemente mercenarios de la enseñanza; que
consideraran a los chicos como algo más que tornillos; y que no fueran maestros
sólo para cobrar el sueldo, sino que tuvieran en su sueldo la vocación de
enseñar. Una escuela, en fin, cuyo principal enemigo no fuesen las autoridades
académicas, preocupadas por ganar diplomas más que por ganarse a los niños. Si
conseguimos que eso funcione caminaremos hacia un mundo más humano, feliz y
autorrealizado, y no harán falta policías: porque la fuerza del anillo habrá sido
sustituida, de una vez por todas, por la fuerza de la voluntad.