sábado, 31 de diciembre de 2016

Día de Reyes



 
DÍA DE REYES

 

La fuerza de la vida no son los músculos: es el amor. El amor es el músculo del alma y los brazos, si no tienen alma, no tienen fuerza. El alma de los brazos no es la fuerza del brazo sino la de todo el cuerpo; fuerza, ímpetu, energía que mana del ánimo, fortaleza; alegría que brota de la fuente de la vida, del sentimiento. Dos personas pueden ser fuertes sin ser iguales porque una tiene fuerza y la otra fortaleza. La fuerza, cuando viene sola, es bruta, inerte, sorda y ciega; pero si viene de dentro es una fuerza sensible, enérgica, que siente y escucha porque te mira: esa fuerza es la que corrió ayer por las venas de una familia de verdad.
 Ignacio oyó ruido de pasos sordos, calzados en zapatillas; ruido de pijama silencioso que susurra en el silencio matinal. Alicia dormía. Se levantó a orinar y miró en la habitación de Fernando. Sus sueños lo arrullaban plácidamente con sus párpados cerrados, dulcemente acostados, abrazados a los ojos, tiernos e infantiles. Íñigo dormía también: Alicia soñaba.
Ignacio volvió a la cama y se arrulló perezosamente entre las sábanas. Nada turbaba el silencio de la aurora. Los chicos dormían. Alicia soñaba.
No sé cómo fue cuando se despertaron todos. ¿Cómo fue? ¿Cómo empezó? Ignacio sólo oía las risas de los chicos. Se levantó, caminó hasta el fondo del pasillo y vio a Fernando, metido en la cama de Íñigo, estremeciéndose mientras soltaba carcajadas.
-¡Mira, papá! –dijo Íñigo sin poder contener la risa-. Mira lo que hago, y cómo se ríe mi hermanito.
Íñigo, metiendo la palma de la mano en la axila, bajaba el brazo produciendo ruidos de pedos que despertaban las carcajadas de Fernando. Ignacio, que lo había aprendido a hacer de pequeño, arrancó de sus axilas tal variedad de ventosidades (roncas y agudas, largas y cortas, bruscas y aflautadas), que Fernando se retorcía bajo la risa. También metió Íñigo su brazo debajo de la camiseta; y el puño cerrado, golpeando con la ropa como si se le saliera del pecho, producía hiperbólicos latidos en su corazón.
-¡Mira, Fernando, mira cómo me late el corazón!
Y la risa del niño palpitaba, estallaba, se retorcía.
Sin saber cómo se encontraron los cuatro juntos en el comedor. Íñigo había abierto su paquete, descubriendo todos los pantalones que se había comprado la tarde anterior con Alicia.
-¡Oh, qué sorpresa! –dijo con ironía-. ¡Qué sorpresa!- enfatizó, simulando no saber nada.
Fernando abrió su paquetito porque de entre los paquetes sobresalía una caja de plástico que contenía un disco.
-¡Mi videojuego! ¡Justo el que yo quería! –dijo, simulando también sorpresa; porque aquella misma tarde lo había ido a comprar con Íñigo y con su madre.
Ignacio lo fotografiaba todo. La cámara colgaba de su cuello para no caerse, y él disparaba y miraba las fotos por la pequeña pantalla: unas salían quemadas por la luz, otras disueltas en la oscuridad; decidió, pues, quitar el modo automático y abrir el diafragma jugando con la velocidad, hasta que encontró la exposición idónea marcada por el fotómetro. Aun así tuvo que borrar fotos falladas hasta dar con las pocas que podían salvarse: y las salvó. 

 

Alicia estaba sentada, con el brazo estirado y una pecera en la mano que, como Hamlet, parecía decir: “ser o no ser; he ahí el dilema”. Ignacio la guardó porque, a pesar de las ojeras de la cama, Alicia tenía, mirando desde sus legañas, tanta concentración en la mirada que sus ojos irradiaban fuerza, convicción, vitalidad en el asombro.
Seis años atrás Fernando le había roto su pecera. Era una pecera redonda, de esas pequeñitas en cuyas aguas Íñigo había metido los dos peces que le había comprado Alicia: uno rojo y otro negro; él los había llamado Cleo y Fígaro, como el perro y el gato de Pinocho. Un día vino Ralf y les echó polvo de chocolate y entonces se murieron. Entonces Alicia vació el agua y llenó de conchas la pecera. Eran conchas grandes y pequeñas que habían recogido en la playa. Eso pasó cuando Fernando todavía no había nacido. Pero cuando era pequeño, como siempre curioseaba con las cosas, cogió la pecera y empezó a sacar las conchas hasta que en un descuido se le cayó al suelo y se rompió todo. Íñigo se puso triste; también se entristeció Alicia; pero recogieron los trozos, los tiraron a la basura, le riñeron un poco y luego le dieron un beso.
Y ahora, de regalo, había encontrado al pie del árbol una pecera. Alicia la miró y la encontró toda llena de piedras: bueno, hasta la mitad. Pero vino Íñigo y le explicó el significado de las piedras; una por una: ésta es un belemnites (y le enseñaba la forma tubular de aquel trozo, mirando, como en un catalejo, a través del agujero que tenía en medio); ésta es un trilobite (y señalaba en la piedra, negra como el carbón, los tres lóbulos estriados que se enseñoreaban ávidamente de la materia inerte); y aquí, un ammonite (y le enseñaba una concha enrollada muchas veces sobre sí misma).
-Es un caracol –dijo Ignacio, buceando en una curiosidad poética.
-No, papá, es un ammonite.
Ignacio se quedó sorprendido.
-El ammonite es un cefalópodo; y el caracol un gasterópodo: no es lo mismo.
Ignacio recordaba, de sus tiempos de estudiante, que a los caracoles los llamaban gasterópodos porque parecía que tenían el estómago en los pies (pues andaban arrastrándose sobre la barriga, cimbreándola, formando sinusoides). En cambio el cefalópodo le recordaba a pulpos y calamares, que tenían los pies en la cabeza: los tentáculos.
-Los cefalópodos tienen la concha compartimentada para regular la profundidad del agua. La concha de los gasterópodos no es así: es un hueco fusiforme, retorcido sobre sí mismo, donde se mete el bicho.
Ignacio se imaginaba dos conchas cerradas en espiral: por el hueco de una salía un caracol; por el de la otra, un calamar. Ahora comprendía lo que era un ammonite.
Los ojos de Alicia se llenaron de lágrimas.
-Hijo mío, qué regalo tan bonito me has hecho. 

 

La emoción le embargaba el ánimo. Y sentía en su pecho ensancharse el corazón, que parecía por momentos que queríasele salir de dentro. Y aunque reprimía sus lágrimas, no lo conseguía; de modo que les dio rienda suelta, contenta de disfrutar de sus emociones, entregada a la mirada de sus hijos que se enternecían también. Íñigo había limpiado aquellas piedras con agua, palillos y un cepillo de dientes. A ratos lo ayudaba Fernando. A veces Alicia pasaba por su habitación, que parecía una leonera, y le gritaba desde el fondo de la casa:
-¡Hijo, si no quitas estas piedras te las voy a tirar! ¡Ya estoy hasta las narices de verlas desparramadas aquí!
Y no sabía que eran para ella.
Sí que se ocupaba de ellas. A ratos las limpiaba con mucha paciencia, pero se cansaba y las dejaba para el día siguiente. Y no eran unas piedras cualesquiera: cuando las rascaba, las cepillaba e introducía los palillos por los agujeros pegados, las piedras mostraban, como quería Miguel Ángel, la forma que tenían dentro. Poco a poco unas piedras negras, sucias y sin forma habían dejado de ser carbón o pizarra y bajo los terrones duros aparecieron husos, caracoles, conchas, almejas…
-Mira –le dijo a su padre-: un bivalvo.
Y es que a él le había reservado, en una cajita de plástico (la cajita de un bucal del rugby), las figuras que aparecían multiplicadas en la pecera: ammonites, belemnites, cuchiconchas, trilobites y bivalvos. Ignacio sintió un hilo bailar en su corazón y sus lágrimas resistieron, con una fuerza aparente, bajo los párpados.
Antes de que ocurriera todo esto, cuando no la veía nadie, los ojos de Alicia se empañaron por primera vez. Fue porque había leído una hoja que había al pie del árbol, junto a los regalos. Estaba firmada por sus dos hijos, y en ella decían algo así como que, si los reyes magos eran los padres, qué bonitos eran sus reyes magos; a pesar de no tener dinero para comprarles regalos como se los compraban antes.
Luego Fernando anunció que iba a tocar cuatro canciones.
-Dos de ellas le gustan a papá.
Y cogió el atril, la silla, puso el pie en el taburete, y buscó las partituras; mientras buscaba, su padre le acercó la guitarra. Como un músico experimentado Fernando fue presentando, una por una, sus canciones. Y las tocó con cariño. Las tocó separando la mano de las cuerdas –como tenía que ser-, para que las hicieran vibrar sólo los dedos: sonaron sin vibraciones parásitas, sin la cacofonía chirriante que le salía a veces cuando tocaba. Ahora las canciones producían un sonido limpio. Las tocaba con amor; y mejoraba la técnica. Amor a sus padres, que le hacía poner el alma en las cuerdas, y amor por la guitarra: de allí le venía el perfeccionamiento técnico. 

 

Las pequeñas marionetas. El samurai. El pequeño poema.
-Ésta es una de las que le gustan a papá –dijo; y su padre, con la sonrisa en los labios y el corazón alegre, asentía.
Llegó el momento de presentar la última canción. Fernando la presentó, como las otras, diciendo:
-Ésta es la que más le gusta a papá. Se llama…
-Désirée –dijeron los dos al unísono; Alicia miró a Íñigo al tiempo que Íñigo la miraba, y los cuatro quedaron suspendidos en un lugar del espacio que era como una montaña rusa flotando entre las nubes. Todos los ojos estaban empañados, en todos brotaba una lágrima; la de Alicia, por enésima vez, resbaló sobre su mejilla; y la de Ignacio sintió que, si no se contenía, le resbalaba. En momentos como ése fortaleza es dejarse llevar por las expansiones; por la felicidad que palpita; y ésas que flotan son las lágrimas de la fuerza, no las de la voluntad claudicante.
Ignacio se comió a besos a Fernando. Alicia se acercó a ellos, abrazándolos. Y luego Íñigo, abarcando las espaldas de todos con sus brazos de oso, fundió los abrazos en uno y no hubo mano que no  tocara mano, cara que no acariciara cara, frente que no buscara frente; en esa dulce pasión se dejaron atravesar los sentimientos, dejando que los corazones se abrazaran.
En sus manos Alicia tomó una tarjeta. Ignacio había estado recogiendo poesías y estaban los espíritus de los poetas; los había metido en un cuadernillo, les había puesto letras bonitas y todo era una hoja aérea que parecía volar sobre la acera, como las hojas del otoño. Era día de reyes y la nieve no venía; y la lluvia pegaba en el suelo las hojas grises, amarillas, entrañables y bonitas; allá al fondo sobre la sierra –Peñalara cubierta de frío- la nevada relucía. 

 

Había hecho una hoja de color pergamino, delicada, que se doblaba con elegancia como las pastas de un libro; de un libro infantil y diminuto del tamaño de una tarjeta. Por fuera, con letras preciosas, había escrito: “Fernando”; y por dentro, a la derecha, una foto del niño; y un pequeño texto dialogando con la foto, donde hablaba con palabras del padre la voz escrita, danzarina y cantante de los poetas. Los textos los había buscado Ignacio; Alicia había creado la tarjeta.
Fernando tenía once años. No había hecho la comunión, ni tampoco la pedía. Pero Ignacio veía en los estantes del armario la foto de Iñigo, en la navidad de sus ocho años, y sentía que le faltaba la de Fernando. Por eso quiso hacer aquella tarjeta con una foto de su pelo rubio (un rubio pajizo, iluminado por el sol); su piel clara, sus ojos claros (que miraban desde unas gafas transparentes) y sus labios que mordisqueaban una pajita; unos labios dulces, suaves, perfectos, que dibujaban una sonrisa apenas esbozada; y en aquella sonrisa la bondad aparecía envuelta en un halo de seguridad y de firmeza. Al fondo, con sus tonos oscuros, grises y plateados como el acero, entre vetas marrones de piedra, la pared que desciende verticalmente desde las rocas: una pared fuerte y recia que ahora no tenía agua porque era verano, pero que en primavera visten de plata los chorros donde vierten su ímpetu, en el sitio mismo de su nacimiento, las cascadas del Asón.
El niño se hace mayor: pero todavía es niño. Hace un alto en el camino y siente una fiesta; no es consciente de ella, pero su padre la alienta. Una niebla en los corazones, como la que brota en la cascada del Asón, le recuerda, desde el mar nebuloso de sus innúmeras gotitas, que el niño está cambiando; y quiere retratar este cambio, este paso que da en un momento de su vida, quiere algo para el recuerdo: una ceremonia de iniciación, una prueba de madurez, su primera comunión…
Mi primera juventud. Primera porque aún no soy adolescente; juventud porque ya he dejado de ser niño. Mi vida es un camino y mientras lo ando, cantando, me van hablando los poetas; me envuelven sus canciones, me iluminan, me cuidan, me quieren como mis padres y me llenan de consejos; me están hablando con música y me enseñan.
Dentro, en el cuadernillo, se oye la voz del poeta:
Khalil Gibran: “vuestros hijos no son vuestros hijos”. Y luego, explayándose en los márgenes del tiempo, despliega el esplendor, el suspiro, la esencia de este fornido pensamiento:
   “Y aunque estén a vuestro lado
no os pertenecen.
   Podéis darles vuestro amor,
pero no vuestros pensamientos.
   Porque ellos tienen
sus propios pensamientos”.
Luego viene la palabra del evangelio. San Lucas: “la vida es más importante que el alimento; y el cuerpo lo es más que el vestido”.
   “En todas las personas me veo a mí mismo”.
Walt Whitman.
   “El pájaro no canta porque tenga nada que decir.
Canta porque tiene algo que expresar”.
Anthony de Mello.
Y luego, en los senderos y caminos por donde andamos, resuena el eco ronco de Walt Whitman:
   “Ni yo ni nadie puede recorrer ese camino por ti.
Habrás de recorrerlo tú mismo”.
Los ojos del niño lo miraban desde el pasado:
Recuerdo de mi primera juventud.
6 de enero de 2012.
Día de reyes. En el almuerzo, la abuela se desmayó y hubo que llevarla al hospital. Fernando no protestó a pesar de que era su fiesta. Se asustó un poco y pensó en la abuela, deseando que se curase pronto. Su padre la acompañó al hospital. Y mientras Alicia intentó seguir la fiesta, sabía, en el fondo de su ser, que no habría fiesta para Fernando. El niño no protestaba, no sufría, no se encaprichaba con nada y lo comprendía todo: se estaba comportando como mayor.
Pero el que sufría como un niño era su padre; su padre, que tenía el corazón en un puño y estaba envuelto en la tristeza: porque estaban celebrando su primera juventud. 

 




viernes, 23 de diciembre de 2016

Las lagunas



LAS LAGUNAS

 

            Y llovió mucho durante algunos días. El agua anegó los campos, sepultó las matas, inundó las hierbas y las piedras, corrió a mares por los abrojos, se coló en los surcos y encharcó los matorrales, repartiéndose por el orbe, con el cuerpo preñado de sustancia. La vida pobló la tierra, se desprendió de las nubes y bañó el regazo de la madre, con la falda doblada entre los pliegues, cada pliegue convirtiéndose en cascada. La falda parecía una pared de cortinas y cada pliegue cuerda de agua, muchas cuerdas de agua en su regazo, muchos haces de lluvia cayendo como el diluvio. El manantial.
            Llovió a mares durante siete días y siete noches. Las muchachas miraban por las ventanas, absortas en los torrentes del cielo, y en sus ojos se dibujaba una mirada a la vez cuajada de cuitas y esperanzas. La lluvia ponía plenitud en los corazones, segaba la libertad de salir a la calle, ataba a las gentes a la monotonía del hogar y sembraba el cielo de cortinas de verano; de esas cortinas hechas de cuerdas rellenas con canutillos de colores, haciendo ruido como un susurro cuando las agitamos con la mano.
            Y llovió abundantemente sobre las piedras y los campos. La tristeza del otoño se adueñó de las casas y puso, en los corazones encogidos, alegría y voz callada. Se fueron juntando las gotas en el suelo, los chorros de lluvia se fueron juntando, las cuerdas, las húmedas cuerdas, titilando a lo largo de su cuerpo bajo la luz de la luna (oculta tras las nubes, vestida de lámparas incandescentes en las bombillas de las casas). Y la gente no disfrutaba del aburrimiento de las largas noches de lluvia. No se sentaba a la lumbre a escuchar las historias de los viejos, con el ruido del agua entre las tejas, como música interminable, hundida en el tejado y sepultada. Ahora veían la televisión como todos los días. Escuchaban la radio, como todos los días. Comían sin hablarse, como todos los días. Y nadie sabía distinguir las noches de paseo de las noches de quietud arrulladas por la lumbre; sólo el golpeteo de las tejas, bajo las gotas incansables y dolosas, como una música de fondo, crepitaba.
            Los campos. Los campos se extendían bajo la línea oscura del horizonte como manteles. El coche avanzaba rodeado de un bosque de cuerdas, salpicadas por la luz de los faros, abriéndose camino. Y era el espejo de la ventanilla un cielo sombrío, preñado de nubes negras, hinchadas de agua menuda, como de barriga hinchada, pesada y pertinaz. En el coche viajaba Juan Luis horadando el camino, surcándolo hacia el instituto, con la tierra vestida de rugientes cortinajes; y en su coche estaba oyendo, bajo la mirada atenta de Chopin, las gotas de lluvia que sonaban.
            Los charcos. El agua se metía por la tierra, que la sorbía ansiosa y la chupaba; la sorbía ávidamente hasta llenarse de ella como una esponja. Hasta que las piedras de abajo dejaban de absorberla, porque eran duras; y la tierra encharcada, acumulando agua, llenaba los huecos y formaba charcos. Ya no cabía más agua en la tierra, las aguas del cielo no paraban de llover: entonces se formaban los charcos. Los charcos redondos de bordes irregulares, como seudópodos hacia adentro, que cambiaban lentamente el aspecto de los campos.
            Y los campos se llenaron de lagunas. Unas se secarían pronto, cuando dejase de llover. Otras quedarían perennes y formarían la cara del paisaje de invierno; las claras y discretas lagunas, rodeadas de hierba, con terrones que caían de los bordes y tapizaban su interior, como las playas se llenan de arena, poco a poco. 

 

            La gente buena va empapando el mundo con su materia. Hasta que se llena de su presencia y el mundo la rechaza como el agua que se filtra hasta chocar con una tierra impermeable que la rechaza también. Las lagunas son la viva presencia de las aguas. La gente buena rechazada después de calar también tiene sus lagunas: son espacios de vivencia, zonas impregnadas de espíritu, lugares cargados con una fuerza especial; y son huellas que dan testimonio de su paso por el mundo. Porque la gente buena, aunque lo llene todo cuando muera, mientras vive no es océano sino mísera laguna; penetra en todos pero todo es piedra dura; el mundo la expulsa, esparce las huellas para sacárselas de adentro, no caben en el mundo ya.
            Tampoco cabía Eurico en el mundo. Fue, más que bueno, bonachón; ignorante metido a director, como se mete a coser el patán que piensa que coser es fácil: porque sabe muchas matemáticas aunque no haya aprendido la costura. También un matemático cree que mandar es fácil sólo porque las matemáticas son difíciles. El ignorante metido a mandar no está en su sitio, vive engañado porque tiene la soberbia de despreciar a quien sabe más que él: porque no sabe matemáticas. El pobre Platón, que estudiaba matemáticas para mandar, parece que se equivocaba. Se equivocaba como se equivocó la paloma, salida de la mano de Alberti, cuando pensaba en la compasión y la sentía. Se equivocaba como se equivocó Eurico, metiéndose a rodar por un terreno que no era el suyo, metido a director no sabiendo dirigir.
            Las lagunas de Eurico estaban hechas de agua estancada. Cieno viscoso, aguas pútridas, arenas movedizas. Cubiertas de hierba descompuesta y musgo podrido. Las aguas estancadas no corren, están detenidas; no alimentan, no respiran, se mueren de asco. El agua de los pantanos está maldita porque la vida que cae en sus redes se hunde en el fango, se ahoga, se ensucia. Eurico se metió a mandar y creyó que formaría una laguna; y acabó siendo sólo la tiniebla de un pantano.
            Que en el principio era el verbo. Que el verbo se hizo carne y habitó entre nosotros: pero muchos no lo entendieron. Y el espíritu del verbo, que mojaba y daba la vida, se enfangó en la letra y se secó la fuente; se alimentaba de sí mismo, se tragaba sus heces, se convirtió en pantano. Cuando la palabra se seca se llena de ponzoña y deja de ser fuente para convertirse en lengua viperina. La gente bonachona no es buena porque le falta corazón (aunque le sobre o falte inteligencia). La gente bonachona puede volverse mala cuando no sabe servir a la palabra; y a la palabra se la sirve sirviéndose uno de ella: sin traicionarla. El orgullo. El desprecio de lo que parece fácil, porque, como decía Machado, la gente miserable se infecta en los harapos cuando desprecia lo que ignora.
            Y la lluvia caía lentamente sobre la ciudad. El coche de Juan, volviendo a casa, buscaba un lugar donde aparcarse. Al salir acabó empapado y metió los libros en su chaqueta para protegerlos. El agua, que da vida, borra las letras. Juan Luis se envolvió en su ropa y sorteó el frío, consintiendo en calarse, para no estropear el espíritu que dormía en las letras de sus libros. Salió corriendo hasta la puerta de su casa y llamó. Miró hacia arriba y vio a Doris, que lo miraba. Siempre abría con sus llaves para no hacerlas levantarse, pero aquel día tenía las manos llenas. Y llamó. Le esperaban Ingrid y Doris, que no eran agua del pantano sino fuente magnífica: fuente que vivía en las sonrisas, la fuente del agua: el manantial. 

 

sábado, 17 de diciembre de 2016

El tiempo entrecortado






EL TIEMPO ENTRECORTADO

 

1.

            Se levantó a las ocho. A las ocho se despertó. La radio desgranaba las noticias y, en el silencio de la mañana, aquella voz metálica rompía las murallas de la tranquilidad. Se arrebujaba en la manta. Hacía frío. En una casa donde dan la calefacción a las cinco y la cortan a las diez, la llegada de las mañanas era siempre inhóspita; salir de la cama era precipitarse en un mar de aire helado, y eso incitaba a quedarse bajo la manta, saboreando el calor del cuerpo, el mismo calor que arrullaba y dormía. Juan Luis, al salir por la puerta, se despidió de ella. En la habitación de al lado Doris dormía profundamente. Ingrid se frotó los ojos; todavía no se desperezaba. Ahora las noticias se convertían en un murmullo agresivo, con la estridencia propia de las voces que, sin ser ruidosas, rompían la dulce placidez del silencio.
            Ingrid estaba ya despierta. Ahora se frotaba los ojos para salir del sopor, para evitar dormirse de nuevo. Por fin, tras varias muestras de pereza, abrió las sábanas; de un salto se incorporó para calzarse las zapatillas. Todavía con las  legañas puestas vagó, como sonámbula, por el pasillo hasta la esquina donde estaba el armario de la ropa. Cogió la ropa de la niña y la extendió sobre la cama al tiempo que, con apremio, la llamaba. Doris se revolvió perezosa aún atrapada en los brazos de Morfeo. Se dio la vuelta en la cama y se volvió a arrebujar. Ingrid la sacudió por las caderas y se fue a la cocina. Mientras preparaba la leche seguía salmodiando:
            -Doris, hijita, levántate, que vas a llegar tarde.
            Doris se resistía. Ya eran las ocho y veinticinco y no había signos de resurrección. Ingrid la sacudió de nuevo, elevando el tono de la voz.
            -Doris, ¿te quieres levantar? ¡Luego te dirán los niños que llegas la última!
            Fue ardua la tarea. A las ocho y media, por las buenas o por las malas, ya Doris se tuvo que despertar. Ingrid estaba vestida y lavada; ahora se peinaba mientras el desayuno, humeando en la mesa, se enfriaba un poco. Ingrid todavía no había tenido tiempo de pensar. De pensar en sí misma. Era una nana que pensaba por su hija. Al servicio de las necesidades de las que la niña no se responsabilizaba todavía. Sabía hacer cosas, pero no quería hacerlas.
            -¡Doris, abróchate los zapatos!
            -Sí, mamá.
            Y Doris lo alargaba para que en el último momento, apremiadas por las prisas, su madre se los abrochase.
            -¿Te has lavado los dientes?
            -Sí.
            -¿Y la cara?
            Doris se levantó en silencio y fue a lavarse la cara. Todavía le preguntó su madre:
            -¿Y las manos?
            -¡Ay, mamá, qué pesada eres!
            Y se iba a lavar las manos. A veces la cartera estaba sin ordenar, y Doris la tenía que colocar a toda prisa. A menudo se iba sin el abrigo, y entonces Ingrid se lo tenía que recordar. O se iba con un calcetín de cada color y ya no había tiempo de cambiárselos. Cuando volvía del colegio Ingrid ya pensaba en la mañana. Estaba libre hasta las dos, cinco horas en las que podría hacer montones de cosas. Recoger la mesa mientras se ventilaban las habitaciones. Barrer. Lavar los platos. Recoger la ropa. Hacer las camas. Ordenar el baño. Preparar otra lavadora. Sentarse. 

 

            Cuando se sentaba tomaba conciencia de que hacía frío. Pensaba. Estaba sola, sin nadie con quien hablar, más que las vecinas. Pero las vecinas sólo hablaban de los niños y la casa, y de presumir de los pisos que se compraban, y de los ahorros, y de la hipoteca, y cuando se iban de vacaciones (ahora que estaba de moda) presumían de Londres y del avión, o de Irlanda, o de Eurodisney, que era lo único que había en París. Cuando ella les preguntaba por el British Museum, o por el petit palais, o la madeleine, no sabían responder. De París y Londres sólo se sabían los clichés turísticos, los folletos, nunca la sustancia de las ciudades. Ingrid se aburría y entonces pensaba en Juan, que estaba en el instituto. Tenía ante sí toda la mañana, pero no tenía con quien compartirla. El tiempo se hacía largo, y sin llenarlo se le volvía eterno. Ella era un animal social. No era como Juan, que disfrutaba con sus cosas y sus libros. Ella leía, pero sobre todo necesitaba hablar: y en Segovia no se hablaba, se desplumaba. Se desplumaba al vecino, a la mujer que hablaba con los amigos, a los niños de los otros porque no eran buenos, se criticaban las casas, la limpieza de los demás que siempre era mala, la ropa que se secaba en los tenderetes, las camisas puestas sin planchar, el patio que estaba sin barrer, las puertas de madera vieja que no estaban blindadas... En Segovia se criticaba todo y se desplumaba a todos. Pero Ingrid no quería cotorrear: tan sólo quería hablar.
            Hablar era contar sus sueños y sus esperanzas. Confiarle sus problemas a alguien que no se fuera a reír. Decir cosas que no iban a ser usadas contra ti. Pero la gente no hablaba de las cosas de su alma. El alma es el cuerpo del que mana la luz, pero todos aquellos cuerpos eran opacos. El alma son las sombras que vibran en tu ser: pero ningún ser te descubría sus interioridades; y a fuerza de hablar de cualquier cosa menos de lo que importa, el interior de la gente se iba haciendo estrecho, porque cada vez se juntaban más sus paredes; o se quedaba vacío, con sus paredes abiertamente separadas. Y entre lo estrecho y lo vacío la angustia se adueñaba de sus almas.
            Volvió a la realidad. Miró las paredes de su casa. Se vio a sí misma cogida entre ellas. Tenía mucho tiempo por delante, pero le faltaban cosas en qué emplearlo. Además, el tiempo estaba roto; roto por tareas intermitentes que reclamaban su servidumbre. No había un tiempo continuo capaz de ser creador. El tiempo entrecortado no permite centrarse en las cosas, es estéril. Comprar el pan. Hacer la comida. Salir a comprar unos puerros, que se te habían olvidado. Poner la radio, escuchar música mientras trabajas. Mirar el reloj. No poder salir a la calle porque se te quema la olla. Esperar a que pongan la calefacción.
            Y cuando se acercan las dos, volver al colegio. Dentro de poco Doris se haría mayor y podría volver sola a casa. Mientras tanto Ingrid tenía que soportar las conversaciones vacuas a la salida de clase. Que si tu hija le ha pegado a mi hijo. Que si aquél es un demonio, que pega a todos. Que si la maestra no enseña. Que si todavía van por la resta llevando, y ya debían estar por las tablas de multiplicar. Que si el colegio es un desastre. Que si entran después del timbre y salen antes de la hora. Que si aquí no hay nivel. Que si me he dejado la sopa calentando. Que si Adán vivía mejor que nosotros en el paraíso...
            Tedio. Hastío. A Ingrid le pesaba el mundo y acababa pensando que le dolía su propio ser. La vacuidad del tiempo entrecortado. La vacuidad de sus vecinos, rellenos de cuerpos sin alma. La vacuidad de sus trajes, vistosos hacia afuera y por dentro llenos de sudor y grasa. Deseaba que llegase Juan: ya faltaba sólo una hora. Doris, amorosa, le llenaba el corazón, pero no la cabeza. Juan era cabeza no desprendida de corazón, y ella misma, que sentía bullir las ideas, las tenía que acallar porque no había quien las escuchara; y a fuerza de sacrificarlas en aras de un corazón que no hablaba, a veces temía quedarse sin corazón. Porque ni el corazón que palpita encuentra eco en el de los vecinos, ni las ideas con vida podía sintonizar con la vida abortada; que era, a la postre, una vida vacía de ideas; una vida triste y gris; una vida frustrada.

 

2.

            Un día más en el tiempo entrecortado. En el bosque de las cosas inacabadas. Se levantó de su asiento. Fue al armario, cogió a Schubert y se puso la sinfonía incompleta. Los lúgubres desacordes resonaban en la casa desierta. La casa sin alma. Fuera, el motor de un coche pintaba de ruido el color del asfalto: la carretera. Dos vecinas hablaban de la compra. Schubert. Su vida también era una obra inacabada. Un tiempo interrumpido. Una sinfonía incompleta. Sus veinte años truncados, a mitad de recorrido, por la sífilis. Una enfermedad del amor, del amor que da la vida, pero a veces se contagia con la muerte. Las notas se elevaban a un ritmo patético, dibujando volutas en los sonidos del alma, en un ambiente sombrío. Schubert. Su vida era una obra prematuramente truncada, un camino roto antes de tiempo, una sinfonía incompleta. Es triste que la gente muera tan pronto. Se mueren los viejos y da pena, la vejez nos acerca al final de la vida; pero morir joven... Mueren los ríos diluyéndose en la paz cuando llegan al mar. Pero morir lejos del mar... Río seco. Que se mueran los jóvenes es la cara más triste de la vida. Las aguas que lo tienen todo por delante. Los ríos que no llegan a la mar.
            Sí, a veces un río parece que se seca pero no se seca, sino que se hunde. Parece que se hunde y luego vuelve a salir a la superficie: como los ojos del Guadiana. Los ojos del Guadiana no son un cauce interrumpido y varias veces renovado, sino caudal continuo; caudal que fluye a veces por fuera y a veces por dentro, sin dejar de correr; y para nosotros parece un caudal oculto.
            Pero un río seco... Una vida truncada antes de tiempo. Schubert. Una sinfonía inacabada. Una obra que se interrumpe. Una vida que se seca antes de llegar al mar. Ingrid, con la cabeza apoyada en la ventana, escuchaba. Se había parado a escuchar y estaba de pie con los brazos cruzados. El peso de su cuerpo estaba apoyado en una cadera. Sus ojos divagaban por las paredes, perdidos en el techo, y en el aire flotaban los objetos como temblando en una bruma, pero ella no los veía. Pensaba en el tiempo entrecortado. En la vida que empieza y se interrumpe, para luego volver a empezar, y así renovadas veces. No era un río seco. El drama de las obras truncadas es que todo el mundo las llora, y les rinden homenaje. Ni eran los ojos del Guadiana. Las obras que parecen interrumpirse pero sólo dejan de verse sin que su flujo pierda un ápice de su juventud. Juan publicaba artículos y era como un río que corre atropellándose en sus aguas. Pero a veces dejaba de publicar y no es que estuviera inactivo, sino que escribía secretamente, sin publicar, hasta que maduraba la obra entre sus manos y entonces la publicaba; como el músico que compone en silencio y para el público no hace nada, hasta que se representa la obra y el público tiene la impresión de que, después de un año, el músico ha vuelto a componer; pero el músico no había dejado de componer nunca; sólo que lo hacía de manera subterránea, como los ojos del Guadiana.

 

            Pero el tiempo entrecortado es otra cosa. No es una ruptura llorada ni un compás de espera, sino tiempo que se rompe a cada hora y ni lo llorará nadie ni estará madurándose antes del parto. El tiempo del ama de casa no se echa de menos aunque sea necesario, ni resulta productivo aunque nunca deje de trabajar. Es un trabajo estéril. El tiempo de Sísifo. El tiempo del ama de casa es una piedra empujada hasta la cima que luego volverá a rodar. No sirve para nada. Para todos es necesario, pero nadie se da cuenta. Para los demás es productivo, para ti estéril. El tiempo del ama de casa da de comer, viste a los suyos, los hace dormir, es el reposo del guerrero; pero ella no reposa y cuando duerme no descansa, porque su alma no tiene alimento: el tiempo entrecortado es un alma hambrienta. Nadie llorará por él, para nadie vale; cuando se vaya no dejará huella como el río seco; y su silencio no produce, como los ojos del Guadiana.
            Once años hacía que ella y Juan se habían casado. Y eran felices. Ellos dos se querían y Doris había venido a colmar de alegría su corazón tierno. Pero cuando no estaba con ellos su vida no tenía sentido. Ella había dejado a su familia por seguirlo a él; y él, en guisa de familia, tenía un campo de cardos. Gente árida, de corazones duros como la piedra, manos agrietadas y alma encallecida. Ella había aprendido a conocer la soberbia de los humildes. De quien trabaja para hacerte cosas que no has pedido, y como no te gusta te lo echan a la cara. Te llaman desagradecida. Cuando te casaste quisiste hacer tu casa, pero te la hicieron ellas; te la llenaron de muebles que no eran tuyos, te pintaron las paredes con sus colores y todo te lo querían hacer a su gusto..., nunca al tuyo. O bien tenían el alma yerma del amor que no habían conocido, o bien habían confundido el tener una familia con ser la esclava del hogar, la fregona de la casa. Y tú tuviste que aguantar y como no lo aguantabas al final te criticaron. Ingrid, Ingrid...
            Cuando Juan empezaba a ir a la escuela tú ibas con él; estabas con los niños, te encantaban sus gritos y ellos te querían. Y cuando no ibas los niños siempre preguntaban por ti: “¿cuándo viene la otra señorita?” Pero la gente gris te llamaba dama de compañía. Se creía que ibas con Juan porque tenías celos de las maestras con las que viajaba. Tú sufrías en silencio. Ibas a la escuela porque querías estar con él, porque le querías, y descubriste el alboroto de unos niños que te llenaban el alma con sus chispas. Eso no lo comprendió nadie. Menos Juan, que te quería. El amor era entre vosotros un caudal de comprensión. Y de ternura.
            Un día Juan se llevó la guitarra a San Rafael. Tú quisiste acompañarlo y te subiste al tren, pero él no te veía y se bajó a buscarte. El jefe de estación, que dio la salida, os separó sin saberlo y vosotros al final os perdisteis. Y aquel día maravilloso que ibais a pasar juntos, tocando y cantando en las clases, se trocó en frustración y desencuentro.
            Tu cuerpo está abatido, Ingrid. Tus ánimos se salen. Tu mente entristecida flota por una neblina de recuerdos, pensando en cómo se puede ser feliz y desgraciada al mismo tiempo. Al principio ibas al gimnasio. El movimiento generador de sudores llenaba de bríos tu bonito cuerpo. Juan y tú os amabais. Os amáis ahora, pero la vida no se nutre únicamente de amor. Tiene que estar satisfecha. Quiero decir que necesita otras satisfacciones que no te da el amor, tu compañero, tu amante. Hacen falta satisfacciones personales. Juan las tiene: él es feliz con sus cosas, con la filosofía, con la escuela, con el instituto, con las clases. Él siempre ha dicho que necesita dos cosas para ser feliz: su literatura y su familia. Tú, Ingrid, sólo tienes a tu familia; te falta la literatura, y ahora tienes que buscarla. Has de partir en busca de tu tiempo perdido, de la obra que le dé sentido a tu vida, a la lucha contra el tiempo entrecortado.