sábado, 17 de octubre de 2015

El perro estoico




EL PERRO ESTOICO


            El perro estoico olfatea en la cuneta. Hay un día claro y nuboso, con el cielo iluminado por un foco radiante que yace difuso entre las nubes. La mañana es fresca, y el perro vagabundo (tal un humilde ejemplar cosmopolita) da suaves bandazos por la cuneta, con la nariz atada al suelo. A veces parece que su lomo, en el vaivén indolente de la mañana, se vaya a descargar por la carretera. Temor imaginario que atisba el accidente, con el corazón hundido en un puño. El perro vagabundo, no sé si cínico o cancerbero, pasea con su indolencia el estoicismo de la mañana. Es la vuelta a clase. Tras el largo puente que sabe a poco, los alumnos aparecerán pronto flanqueando la carretera, a veces invadiéndola también como perros vagabundos, con las mochilas silentes cargadas de aburrimiento. Tras el vaho de las ventanas, profesores mortecinos se acercan disimulados en sus coches. La puerta del instituto es un embudo, un agujero negro que todo lo engulle y se traga la luz; cuando suene el timbre saldrán los estudiantes con el corazón oscurecido y las ideas grises. Y no sabrán lo que habrá sido del perro vagabundo. Nadie sabrá si su andar pausado habrá sido atropellado por la prisa; por una prisa que pasa sin mirar, pero que no sabe tampoco adónde va ni por qué tiene tanta prisa. Es una mañana de otoño. La premura del tiempo, carcelero de la vida que no puede cautivar porque la han llevado al calabozo, apenas si nos deja una imagen borrosa donde se difumina lentamente el perro estoico.



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