EL ESPACIO Y EL
TIEMPO EN KANT
Estaba
explicando a Kant. Quería que entendiesen aquellas cosas extrañas que son el
espacio y el tiempo, tan difíciles de percibir para quienes están acostumbrados
a ver las cosas. El espacio, desde luego, lo vemos; lo vemos en los lugares que
ocupan las cosas, lo vemos en los recintos donde se junta la gente, lo vemos en
los cercados donde están las ovejas, y en otros rediles, en otros apriscos, en
otros espacios. Pero el tiempo no lo vemos. No lo sentimos. Pasa y no lo vemos
pasar, tan sólo sabemos que nuestra cara no es la misma que en la foto que nos
sacaron hace años. El tiempo sirve para medir, pero no sabemos lo que medimos
con él.
El tiempo
y el espacio son formas a priori de nuestra sensibilidad. ¿Qué es eso? Como
gafas que llevamos puestas al nacer, que nos hacen ver el paisaje en tres
dimensiones y sentir que siempre vamos hacia el futuro.
-Mirad-
dijo Juan Luis-. Creo que sabéis, por lo que habéis visto en biología, que en
el oído interno tenemos los canales semicirculares. Son tres. Uno está colocado
a lo largo, otro a lo ancho y otro a lo alto; por eso vemos el mundo en tres
dimensiones. La geometría de Euclides es la geometría de nuestro aparato
sensorial. Si tuviéramos sólo dos canales veríamos las cosas planas. Y si
tuviéramos cuatro percibiríamos el espacio de Riemann.
Vaciló un momento, y le pasó
por la mente un pensamiento fugaz. Consideró que si tuviéramos cuatro uno de
ellos estaría entre los otros, porque los canales semicirculares ocupan en el
oído un espacio euclídeo, tridimensional; por lo tanto no son ellos los que
determinan cómo debemos percibir el espacio, sino que hacen perceptibles para
nosotros las dimensiones del espacio en el que existen; no más, pero sí menos.
Apartó esa duda de su mente
porque hablar de ella sería meterse en un nivel avanzado de filosofía; y él,
ahora, tenía que explicar las cosas para sus alumnos; sus alumnos estaban en el
último curso de bachillerato.
-Para Kant las cosas que percibimos las percibimos en un
espacio de tres dimensiones y un tiempo unidireccional orientado hacia el
futuro. Si no tuviéramos órganos sensoriales capaces de captar el espacio y el
tiempo; si no tuviéramos, por ejemplo, canales semicirculares, seríamos
incapaces de captar los fenómenos de la naturaleza. Sólo percibiríamos un caos
de sensaciones; un maremagnum de estímulos que nuestra sensibilidad sería
incapaz de interpretar.
Ahora se sentía lanzado en un terreno que compartía con
los alumnos. Algunos lo escuchaban con la boca abierta.
-Intentad recordar situaciones en las que habéis perdido
el control de las cosas. Por ejemplo cuando, no sabiendo nadar, habéis creído
que podíais ahogaros. El agua estaba profunda y perdíais pie. Gesticulabais
desesperados bajo la superficie, y allí, sumergidos, obsesionados por salir a
flote, ya no sabíais si nadabais hacia arriba o hacia abajo. Porque no sabíais
nadar. Sólo movíais las piernas, los brazos, sin saber hacia adónde. Vuestros
ojos miraban sin ver, sólo colores grises caóticos distorsionados por el agua,
y no podíais oír. Las únicas sensaciones las teníais en la nariz, en la boca,
que se llenaban de agua; olores y sabores que se iban confundiendo a medida que
aumentaba vuestra desesperación.
Para hacer explícita la conclusión creyó útil hacer una
pausa:
-Pues bien- concluyó-, en esa situación límite estáis
sintiendo las cosas fuera del espacio y del tiempo. Ésa sería una buena
aproximación del caos de sensaciones en el que pensaba Kant.
-¡Yo tengo un ejemplo mejor!- intervino rápidamente
Helga.
-Tú dirás, Helga.
-El vértigo. Hay en la feria carruseles con cápsulas que
giran como una peonza. Tú te metes en uno y el carrusel empieza a girar, y al
mismo tiempo la cápsula gira sobre sí misma; al cabo de un rato todas las cosas
te dan vueltas y acabas mareado; a veces hasta devuelves. Lo mismo me pasaba
cuando era pequeña: mi madre me agarraba de las manos y empezaba a girar sobre
sí misma, y mis pies se levantaban del suelo y giraban como una prolongación de
sus manos. Aunque después he comprobado que más marea el dar vueltas; cuando se
lo he hecho a un sobrino mío he acabado atontada.
-Hum, bien. Me parece que es un buen ejemplo.
-Verás. Cuando giraba se borraban las cosas, y se
convertían en círculos de colores rotando en torno a mí. No veía nada, ni
sentía nada, y a mis oídos llegaba una confusión de sonidos, el tiempo se
detenía, no podía darme cuenta de las cosas.
Juan Luis creyó necesario puntualizar:
-El tiempo desaparecía de tu horizonte, pero el espacio
estaba: veías círculos de colores. ¡Qué curioso! En el momento en que el
espacio desaparece, y, con él, desaparecen tus percepciones, tú te conviertes
en espacio. O quizá el espacio no desaparezca del todo. Desaparece el de tu
percepción externa, pero quizá surja en su lugar otro espacio donde tú sientes
dentro de ti.
-No sé... quizá. Sólo sé que cuanto más rápidas son los
giros y más vertiginosos, mayor es la sensación que tienes de perder la
conciencia. Hay un momento en que ya dejas de sentir hasta los círculos de
colores.
Juan Luis reflexionó nuevamente, otra vez apenado por el
alcance de sus cavilaciones. Temía verse arrastrado por su pensamiento a
profundidades difíciles de captar por los alumnos.
-El espacio y el tiempo son
necesarios para que esté despierta nuestra conciencia. No hay tiempo ni hay
espacio cuando dormimos; son sustituidos por espacios interiores en los que los
planos pueden confundirse; y el tiempo puede volver hacia atrás.
Pensó en María Zambrano.
-Cuando estamos inconscientes (quién sabe si en coma) ni
siquiera tenemos sueños. Simplemente no estamos. Perdemos el conocimiento,
tanto objetivo como subjetivo. No nos enteramos de nada. ¿Y qué pasa cuando
estamos muertos
Concluyó, después de una breve pausa.
-Bueno, tampoco hay que sacarle tanta punta al asunto.
Baste con saber que sin tiempo ni espacio no sólo no conocemos nada, sino que
tampoco sabemos que sabemos. No tenemos conciencia de las cosas ni conciencia
de nosotros. Por eso el espacio y el tiempo son previos a toda experiencia; sin
ellos no podemos sentir nada; son necesarios para vivir. Diremos, con Kant, que
son formas a priori; el escenario indispensable de nuestra sensibilidad.