ATAPUERCA
1
Benjamín
quiere decir “querido de Yaveh”. Aquel cráneo pertenecía a una niña y la
llamaron Benjamina. Lo encontraron en Atapuerca: pertenecía a un grupo de
preneandertales; hace medio millón de años. Benjamina nació enferma. Su madre
se cayó, o la golpearon en la barriga cuando estaba embarazada, y su cara se
deformó por el abultamiento del cráneo a causa del golpe. Cuando nació, tenía
problemas motores; le faltaba el conocimiento y no podía aprender como aprenden
los niños de su edad.
La
naturaleza es dura. Los animales matan o rechazan casi siempre a los deformes.
En Esparta los arrojaban al abismo, y hasta el mismísimo Platón aprobaba el
infanticidio. Pero hace medio millón de años Benjamina no murió. Vivió hasta
los diez años gracias a los cuidados de su familia. El grupo la mimaba, la
protegía, de aquellos individuos había brotado la humanidad; y la humanidad se
rebelaba resueltamente contra la naturaleza. Algo cálido había nacido en ellos.
Algo entrañable que despertaba el amor por los débiles, y los movía a ocuparse
de las personas que no valían ni se podían valer.
Todavía
en el siglo XX, cuando los campesinos pasaban hambre, recibían a los recién
nacidos diciendo: ¡otra boca que alimentar! Y cuando tenían pocos años los
arrojaban al campo: otro brazo más para el trabajo. Pero Benjamina, hace la
friolera de medio millón de años, no servía para nada y sin embargo la
cuidaban. La querían, la protegían, porque no era un brazo más que no estuviera
lista para el trabajo: era Benjamina. Y Benjamina, acurrucada en el calor de la
tribu, era un ser único: no sólo uno más entre ellos. Si moría, no moriría uno
entre tantos; moriría ella. Ella: Benjamina; y sus padres llorarían por esa
niña a la que nadie en el mundo podría ya sustituir. Kant descubrió el respeto,
pero aquello era mucho más que respeto; los seres preneandertales de hace medio
millón de años habían descubierto el amor.
2
Miguelón
era un preneandertal: un hombre heildelbergensis. Lo llamaron Miguelón en
recuerdo de Miguel Induráin, que ganó su segunda vuelta a Francia cuando los
paleontólogos lo descubrieron. Tenía unas veinte heridas en el lado izquierdo
de la cara y uno de aquellos golpes le había destrozado una muela. La muela se
le infectó y le salió un flemón enorme, pero la gente lo cuidaba: porque no
podía valerse por sí mismo y estaba indefenso. No podía masticar y sin embargo
sobrevivió: porque alguien le masticaba la comida para que él, que no podía
comer, la comiese. Y así, entre cuidados, la infección subió por la cara y le
llegó al ojo; allí se extendería por el torrente sanguíneo hasta pasar a todo
el cuerpo: el pobre Miguelón murió de septicemia.
3
Lo
enterraron en un hoyo, con los pies doblados, acurrucado en posición fetal,
como pidiendo perdón por molestarlos. Sus familiares dejaban semillas para que
pudiera emprender un largo viaje, el viaje hacia el más allá. Se han hallado
granos de polen en su tumba, porque le pusieron flores. A Miguelón lo lloraron
sus seres queridos. A Miguelón lo echaron de menos. Ya imaginaban que los
muertos emprendían un largo viaje y se preocuparon de que en la travesía
sobreviviera. El culto a los muertos, tanto o más que la inteligencia, era un
rasgo de humanidad que los diferenciaba. Una visión casi mística donde el amor
se fundía con la esperanza. Y se quedaban con la tristeza, con la soledad
callada, porque el muerto ya no podría volver a verlos.
4
La
piedra no era piedra. No eran las paredes de la cueva, era una membrana que
separaba este mundo del de los espíritus. A los espíritus había que tenerlos
contentos. Y pintaban animales, para que les fuesen propicios en la caza. Y
pintaban manos, para dejar constancia de que pasaron por el mundo. Pintaban con
aerosoles. Era pintura naranja (óxido de hierro), amarilla (hidróxido de
hierro) o negra (carbón). Se rascaba polvo de las piedras y se mezclaba con
agua, formando una pasta líquida que se conservaba en unos cuencos. Luego, con
dos cañitas, soplaban y la pintura se extendía sobre la piedra, exactamente
como los aerosoles de hoy. Ponían las manos (normalmente con los dedos
abiertos), se pulverizaban, y su silueta quedaba recortada como un negativo
sobre la pared de la cueva.
Una
relación íntima y extraña se entablaba entonces con los espíritus. Un
estremecimiento les recorría el cuerpo. La sensación de ser tocados por el
destino, el sentimiento de la creencia: y se transportaban los cuerpos al otro
lado de la membrana, porque la visita de los seres de aire era un anticipo de
aquella otra visita, seguramente maravillosa, que haremos cuando estemos
muertos.
5
El
hombre cogió una lasca de sílex que había cortado cuando estaba haciendo
herramientas. Chocando dos trozos salían chispas de luz, pero él quería chispas
de calor. Apoyó el sílex sobre un poco de yesca, con una mano, y con la otra lo
golpeó con un pedernal. Saltaron chispas que iluminaron la sala. Una de ellas
prendió en la yesca, pero no se formó un fuego: salió una brasa. Entonces hizo
un nido de paja y puso dentro una espadaña: sobre ella depositó la motita de
brasa. Sopló repetidas veces y la espadaña aceleró el proceso, hasta que salió
la llama.
La
llama prendió en el interior de una cabaña. En la mitad había tocones colocados
en círculo, y en los tocones estaban sentados los neandertales. Sus ojos se abrieron,
inspirados por el asombro, y aspiraron el resplandor de sus caras.
Había
nacido el fuego. Con el fuego se podían proteger del frío, calentar la comida
para que no estuviera dura, ahuyentar a los animales. Pero también se podían
reunir alrededor de la lumbre. Prolongar las luces del día cuando llegaba el
umbral de la noche. Hablar, contar historias, trenzar fantasías, desarrollar la
inteligencia, enriquecer el lenguaje. El fuego le puso humanidad a la vida,
estrechó los lazos, reforzó los vínculos. El fuego era el calor humano de las
gentes que amaron a Benjamina, que cuidaron de Miguelón, que los enterraron
cuando murieron. El fuego nació de una chispa guardada en los corazones y salió
del pecho, ardió en la cueva, la hizo entrañable. Iluminaba sus rostros y era
una luz de penumbra que latía en el hogar: desde entonces el hogar fue el
corazón de la casa y la propia casa vivía en torno al fuego, como el corazón en
el pecho; una fuente de alegría, una fuente de calor. Todo fue entrañable
cuando la casa se convirtió en hogar, porque ahora todos se sentaban alrededor
del fuego.
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