sábado, 6 de junio de 2015

Atapuerca





ATAPUERCA
1


            Benjamín quiere decir “querido de Yaveh”. Aquel cráneo pertenecía a una niña y la llamaron Benjamina. Lo encontraron en Atapuerca: pertenecía a un grupo de preneandertales; hace medio millón de años. Benjamina nació enferma. Su madre se cayó, o la golpearon en la barriga cuando estaba embarazada, y su cara se deformó por el abultamiento del cráneo a causa del golpe. Cuando nació, tenía problemas motores; le faltaba el conocimiento y no podía aprender como aprenden los niños de su edad.
            La naturaleza es dura. Los animales matan o rechazan casi siempre a los deformes. En Esparta los arrojaban al abismo, y hasta el mismísimo Platón aprobaba el infanticidio. Pero hace medio millón de años Benjamina no murió. Vivió hasta los diez años gracias a los cuidados de su familia. El grupo la mimaba, la protegía, de aquellos individuos había brotado la humanidad; y la humanidad se rebelaba resueltamente contra la naturaleza. Algo cálido había nacido en ellos. Algo entrañable que despertaba el amor por los débiles, y los movía a ocuparse de las personas que no valían ni se podían valer.
            Todavía en el siglo XX, cuando los campesinos pasaban hambre, recibían a los recién nacidos diciendo: ¡otra boca que alimentar! Y cuando tenían pocos años los arrojaban al campo: otro brazo más para el trabajo. Pero Benjamina, hace la friolera de medio millón de años, no servía para nada y sin embargo la cuidaban. La querían, la protegían, porque no era un brazo más que no estuviera lista para el trabajo: era Benjamina. Y Benjamina, acurrucada en el calor de la tribu, era un ser único: no sólo uno más entre ellos. Si moría, no moriría uno entre tantos; moriría ella. Ella: Benjamina; y sus padres llorarían por esa niña a la que nadie en el mundo podría ya sustituir. Kant descubrió el respeto, pero aquello era mucho más que respeto; los seres preneandertales de hace medio millón de años habían descubierto el amor.

 
2


            Miguelón era un preneandertal: un hombre heildelbergensis. Lo llamaron Miguelón en recuerdo de Miguel Induráin, que ganó su segunda vuelta a Francia cuando los paleontólogos lo descubrieron. Tenía unas veinte heridas en el lado izquierdo de la cara y uno de aquellos golpes le había destrozado una muela. La muela se le infectó y le salió un flemón enorme, pero la gente lo cuidaba: porque no podía valerse por sí mismo y estaba indefenso. No podía masticar y sin embargo sobrevivió: porque alguien le masticaba la comida para que él, que no podía comer, la comiese. Y así, entre cuidados, la infección subió por la cara y le llegó al ojo; allí se extendería por el torrente sanguíneo hasta pasar a todo el cuerpo: el pobre Miguelón murió de septicemia.

 
3


            Lo enterraron en un hoyo, con los pies doblados, acurrucado en posición fetal, como pidiendo perdón por molestarlos. Sus familiares dejaban semillas para que pudiera emprender un largo viaje, el viaje hacia el más allá. Se han hallado granos de polen en su tumba, porque le pusieron flores. A Miguelón lo lloraron sus seres queridos. A Miguelón lo echaron de menos. Ya imaginaban que los muertos emprendían un largo viaje y se preocuparon de que en la travesía sobreviviera. El culto a los muertos, tanto o más que la inteligencia, era un rasgo de humanidad que los diferenciaba. Una visión casi mística donde el amor se fundía con la esperanza. Y se quedaban con la tristeza, con la soledad callada, porque el muerto ya no podría volver a verlos.
  
4


            La piedra no era piedra. No eran las paredes de la cueva, era una membrana que separaba este mundo del de los espíritus. A los espíritus había que tenerlos contentos. Y pintaban animales, para que les fuesen propicios en la caza. Y pintaban manos, para dejar constancia de que pasaron por el mundo. Pintaban con aerosoles. Era pintura naranja (óxido de hierro), amarilla (hidróxido de hierro) o negra (carbón). Se rascaba polvo de las piedras y se mezclaba con agua, formando una pasta líquida que se conservaba en unos cuencos. Luego, con dos cañitas, soplaban y la pintura se extendía sobre la piedra, exactamente como los aerosoles de hoy. Ponían las manos (normalmente con los dedos abiertos), se pulverizaban, y su silueta quedaba recortada como un negativo sobre la pared de la cueva.
            Una relación íntima y extraña se entablaba entonces con los espíritus. Un estremecimiento les recorría el cuerpo. La sensación de ser tocados por el destino, el sentimiento de la creencia: y se transportaban los cuerpos al otro lado de la membrana, porque la visita de los seres de aire era un anticipo de aquella otra visita, seguramente maravillosa, que haremos cuando estemos muertos.

 
5


            El hombre cogió una lasca de sílex que había cortado cuando estaba haciendo herramientas. Chocando dos trozos salían chispas de luz, pero él quería chispas de calor. Apoyó el sílex sobre un poco de yesca, con una mano, y con la otra lo golpeó con un pedernal. Saltaron chispas que iluminaron la sala. Una de ellas prendió en la yesca, pero no se formó un fuego: salió una brasa. Entonces hizo un nido de paja y puso dentro una espadaña: sobre ella depositó la motita de brasa. Sopló repetidas veces y la espadaña aceleró el proceso, hasta que salió la llama.
            La llama prendió en el interior de una cabaña. En la mitad había tocones colocados en círculo, y en los tocones estaban sentados los neandertales. Sus ojos se abrieron, inspirados por el asombro, y aspiraron el resplandor de sus caras.
            Había nacido el fuego. Con el fuego se podían proteger del frío, calentar la comida para que no estuviera dura, ahuyentar a los animales. Pero también se podían reunir alrededor de la lumbre. Prolongar las luces del día cuando llegaba el umbral de la noche. Hablar, contar historias, trenzar fantasías, desarrollar la inteligencia, enriquecer el lenguaje. El fuego le puso humanidad a la vida, estrechó los lazos, reforzó los vínculos. El fuego era el calor humano de las gentes que amaron a Benjamina, que cuidaron de Miguelón, que los enterraron cuando murieron. El fuego nació de una chispa guardada en los corazones y salió del pecho, ardió en la cueva, la hizo entrañable. Iluminaba sus rostros y era una luz de penumbra que latía en el hogar: desde entonces el hogar fue el corazón de la casa y la propia casa vivía en torno al fuego, como el corazón en el pecho; una fuente de alegría, una fuente de calor. Todo fue entrañable cuando la casa se convirtió en hogar, porque ahora todos se sentaban alrededor del fuego. 






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