sábado, 20 de junio de 2015

La Francisca.








LA FRANCISCA


            Muchas veces me acuerdo de la Francisca. Yo iba mucho a Orejana, casi siempre a pie, algún día en borriquilla. La Francisca era mucho más que mi prima: era mi amiga. Juntas andábamos por el campo y hablábamos siempre; ella me contaba sus cosas sentada en la casa, mientras yo cosía, y las calles sembradas de tejados, amarillos como granos de trigo, con sus tejas rotas, se esparcían por las calles. Había un pilón donde los mozos se tiraban los días de fiesta. Me llamaba mi tía Segunda y yo pasaba allí muchas temporadas, cosiendo para la gente, y me pagaban con la cama, con la comida, con alguna hogaza de pan, con alguna cosilla. Orejana es un pueblo humilde sembrado en la tierra. Los vaqueros iban por el prado, entre los árboles, los hombres araban el campo, por allí pasaban los pastores, con sus pellizas, con sus zamarras, bajo un cielo de esquilas, como humildes estrellas sonoras, con sus ovejas.
            Yo me sentaba en la casa. Allí cosía para todos, dejándome los ojos, y en mi casa me esperaban, celebrándome como una fiesta, cuando iba con mi hogaza, y comían. Los días que no iba a coser no había hogaza. O la cambiábamos, cuando iba con mi madre, andando por los campos, a Orejana, a Nieva, a la Nava, a Muñoveros; íbamos a cambiar el aceite por pan, y recorríamos sendas interminables, y llegábamos cansadas después de haber andado todo el día; salíamos de madrugada y volvíamos cuando había anochecido; y cuando veíamos a los guardias teníamos que tirar las bolsas por los terraplenes para que no nos las quitaran; luego desandábamos lo andado y las recogíamos; teníamos que llegar a casa con hogazas para que comieran, en Segovia no había; o había muy pocas, o no podíamos comprarlas con la cartilla de racionamiento. Los días eran lentos, pesados, aburridos.
            Orejana se levantaba en fiesta con dulzaina y tamboril. Las calles se volvían cantarinas cuando llegaban los pastores. Yo bailaba y reía, y los mozos se esparcían como un rosario, y al que se dejaba coger, agarrándolo entre todos, lo tiraban al pilón. La iglesia se llenaba para celebrar a San Roque. Afuera los mozos y mozas, poniéndose frente a frente, bailaban el paloteo. El sol se solazaba en el cielo los días de fiesta. Pero cuando se iban los pastores, y los vaqueros volvían al campo, yo me quedaba cosiendo. Entonces pasaba largas veladas con mi prima Francisca. ¡Cuántas veces hemos hablado de nuestras cosas! 


            Mi prima Francisca tuvo un hijo. Su madre se lo llevó, una mañana de aquellas, y lo metió en la inclusa. ¡Cuántas veces he visto llorar a la Francisca! Su novio quería casarse, pero en aquellos tiempos a las madres solteras no se las miraba con buenos ojos; ni siquiera cuando se casaban; el mozo tuvo que marcharse y ya no volvieron a verlo, nadie supo cómo buscó trabajo ni dónde se había ido. Mi madre se fue al hospicio preguntando por su sobrino. “¿Cómo te lo quieres llevar”, le dijeron, “si tienes tantos hijos?” “Eso me da igual”, contestó ella; “él es mi sobrino y yo lo quiero”.
            Pero no se lo dieron: le dijeron que el niño había muerto. Mi madre no pudo criarlo y la Francisca se quedó sin hijo. ¡Cuántos días la he visto llorar, reclamándolo impotente, clamando al cielo porque en la tierra no la escuchaban! La Francisca se consumió en su pena y un día, antes de que pasara un año, se murió. Yo me quedé sin mi amiga; sin las largas tardes hablando, cuando me contaba alegrías y penas, entre aquellos muros. Su madre lo sintió, sin duda; pero sintió más lo que hablaba la gente, sintió más las murmuraciones, que endurecieron su corazón, y sus ojos se secaron; su cara se arrugó como una piedra, su rostro enjuto; y no volvió a hablar de la Francisca; no volvió a hablar del niño, ni del novio que se marchó del pueblo, el silencio lo enterró todo, y fue como si no la quisieran, como si entre todos la hubieran matado, como si no la pudieran perdonar, como si nunca hubiera existido; la honra era una fuerza más grande que el amor; la honra endurece los corazones, seca el alma, convierte las carnes en piedra, y se secan los pueblos al sol, congelando los cuerpos en las calles, como caparazones de insectos vacíos, incapaces de sentir, maldita sangre de Caín, como bosques petrificados, terribles estatuas de sal, cuerpos sin alma, arcilla sin soplo, corazón sin espíritu, gentes sin entraña.
            Yo me acuerdo mucho de la Francisca. Ahora que soy vieja, que mis piernas apenas andan, que mis ojos no ven y mis manos ya no cosen, que no hay dulzaina ni tamboril, ni los mozos se tiran al pilón, ni tampoco le bailan a San Roque, ni se alegra el pueblo de pastores, ni tampoco se elevan al cielo, como campanas humildes, las esquilas. Muchas veces me acuerdo de la Francisca. En la penumbra cuando estoy sola, cuando apago la luz o me meto en la cama por las noches, cuando mis ojos se encienden en la oscuridad, acurrucada en la negrura, con mis dos piernas dobladas, abrazada a la bolsa que me calienta, y se cierran mis párpados al mundo, y sólo se abren a su mundo; en él se llenan de colores y me llevan a Orejana, donde pasean los vaqueros; y los árboles tachonan los prados, y me vuelvo joven de nuevo, y mis piernas vuelven a bailar, y mis dedos de nuevo cosen, cuánto me acuerdo de mi juventud: de la Francisca.
            La Francisca se apagó lentamente cuando le quitaron a su hijo. Las manos endurecidas del campo endurecieron también su corazón, le salieron callos en el alma y se olvidaron de sentir, y se volvieron de piedra. Sobre mis años arrugados se ha extendido el silencio. Pero a veces oigo sonar las espadañas, en el pueblo nos habla el campanario, siento las ovejas en el campo, las siento sin verlas porque se oyen, lejanas, las esquilas. Y oigo una voz que me habla. Una voz me susurra sin hablar, y yo la entiendo sin palabras (cuando todavía teníamos corazón, y el pueblo no se había petrificado, antes de que todo fuese duro, la ternura); abro mis oídos y quiero escuchar, pero siento las campanas sin oírlas (los misterios que tiene el corazón), se me hunden en las entrañas, que de pronto se ponen a vivir, volviendo al cariño cuando cosía en su casa; y le hablaba de mis cosas y ella me hablaba de las suyas, cuando el mundo servía para sobrevivir, y el hambre te sacaba el sentimiento, y no vivías. De pronto revive mi corazón, por momentos lo siento que siente. Esa alegría me hace oír a las ovejas cuando mis oídos se han vuelto sordos. Me hacen ver los campos cuando mis ojos se han vuelto ciegos. Me hacen sentir la música cuando mis piernas no pueden bailar. La vida se llena de pastores, porque mis sueños se llenan de su voz: es la Francisca.




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