LAS FUERZAS DE LA VIDA
La lectura de Jack London le había
producido un auténtico shock. La llamada del bosque. La voz de la naturaleza.
Esa naturaleza que es más profunda que nosotros mismos, “regresando hasta las
entrañas del tiempo”[1].
Los instintos: “recuerdos de los antepasados convertidos en costumbres”[2];
adormecidos durante siglos; de repente se despertaban.
Era la historia de un perro. Un
perro que había vivido en casa del hombre, “marcado por generaciones de vida
doméstica”[3];
pero no dejaba de ser “una criatura bravía, que llegaba de la naturaleza”[4];
debajo de la lealtad, que nace “junto al fuego y bajo techo”, estaba la astucia
y la fiereza; debajo de “la influencia civilizadora” estaba “la fuerza de lo
primitivo”; era “más viejo que los días que había vivido”[5];
“no era más que un perro”, pero tras él vivían las sombras de otros perros,
“medio lobos y lobos salvajes”: ellos “le imponían sus costumbres, dirigían sus
acciones”.
Y de repente sintió la llamada, una
auténtica vocación. “Del bosque le llegaba la llamada”[6],
una llamada que no lograba comprender; eran “impulsos irresistibles”[7].
Fue un aullido prolongado… “y le resultó conocido y familiar: como un sonido ya
escuchado”[8];
“murmullos del bosque, leyendo signos y sonidos igual que un hombre puede leer
un libro; y vio al lobo gris”.
“Lo llamaban estas sombras”…
“Resonaba imperiosamente desde lo más profundo del bosque”[9].
Al fin respondió a la llamada; “los recuerdos de antaño acudían en tropel y lo
conmovían como en otros tiempos lo habían conmovido de las realidades de los
que en estos eran una sombra”[10].
Pero lo que más le inquietó fue que nosotros también estamos atados a “antiguos
instintos”[11];
ellos también llaman a los seres humanos “a salir de las ruidosas ciudades y
dirigirse a bosques y llanuras”; por debajo de la humanidad vive también la
bestia.
Se acordó de lo que había enseñado
años atrás en Fresneda. Educar era someter lo brutal a lo entrañable, aunque si
reprimimos el sentir visceral para dedicarnos al sentir cordial algo en
nosotros estará muriendo; es lo que le había pasado al perro de London. Sin
embargo no aceptaba que por debajo de la humanidad palpitara la bestia; tenía
que haber otros impulsos, otros sentimientos, otros instintos. Durante muchos
días estuvo preocupado por este asunto; hasta que un día, hundido en el mundo e
Herman Melville, la lectura de Moby Dick le dio la respuesta.
El ser humano tiene también su
propio instinto. Podremos ser necios, sórdidos, truhanes, asesinos, podremos
“ser detestables colectivamente”[12]
cuando nos disolvemos en nacionalidades; pero el ser humano “en cuando ideal,
es algo tan noble y resplandeciente, una criatura tan elevada y luminosa”, que
orienta como un faro la esencia crucial de cada individuo; “esta enmascarada
humanidad la sentimos en nuestro interior” y le confiere una dignidad que es
igual en todos, por encima de los reyes y vestiduras; es, para Herman Melville,
“esa democrática dignidad que, presente en todas las personas”, es la
“sustancia y centro de la democracia”[13];
él achaca su origen a dios, pero la depositaria de dios es inevitablemente la
naturaleza.
Así pues, la humanidad, la dignidad,
son la sustancia misma de la naturaleza humana. Con ella se nace y la sentimos en
nosotros, aunque nos olvidemos de ella y tengamos que volver a aprenderla. Por
eso piensa Melville que hasta “los más sórdidos marineros, los renegados y los
malhechores”, tienen “altas cualidades, aunque sombrías”; por eso ve posible
tener con ellos unas “trágicas indulgencias”; porque “incluso los más sombríos,
los más degradados quizá, se elevan a veces por sí mismos a las exaltadas
cumbres”; don Juan se salvó a pesar de su depravación, Fausto se salvó con su
soberbia, y hasta el temido bandolero se salva por su humanidad en “El
condenado por desconfiado”. A pesar de todos los errores siempre hay “un manto
de humanidad sobre todos” los de nuestra especie. Podremos degradarnos al
existir, pero hay un tesoro inagotable en nuestra esencia.
*
Aquello desató la imaginación de
Juan. Y le dio sentido a todo lo que había dicho en Fresneda. Todos tenemos una
doble naturaleza, un doble instinto. Como animales experimentamos un sentir
visceral, y como humanos, ese instinto se llena de cordialidad; el sentir visceral
brota del deseo y nos lleva a hacer lo que nos apetece, y el sentir cordial
brota de la conciencia moral y nos induce a hacer lo que sentimos que está
bien; el primero es la fuerza de lo primitivo, de London; el segundo es el
sentimiento de humanidad, de Melville. Ambos son instintos: recuerdos de los
antepasados convertidos en costumbres. Lo primitivo es míster Hyde en estado
puro; lo segundo es el doctor Jekyll, mezcla de primitivismo y humanidad. Pero
lo primitivo no es malo si no se rebela contra la humanidad que contiene
(aunque Stevenson se confundiese con la supuesta maldad de mister Hyde). Por
eso la ética, que es el control de la parte visceral por la parte entrañable,
no debe alimentar al corazón a costa de las tripas: ni viceversa; por eso
estaba Nietzsche tan acertado cuando lanzaba sus críticas contra esa
inmoralidad de la moral; que ésa y no otra cosa es la humanidad cuando se
brutaliza. El espíritu animal es amor a la prole, si me apuras a la tribu; el
espíritu humano es amor a todas las tribus sin distinciones ni barreras.
Es bueno que el instinto viva libre,
tanto si es animal como si es humano. Porque si se le encadena pierde su
naturalidad, y una naturaleza encadenada ya no es naturaleza. La educación,
fruto y fuente de la cultura, tiene que respetar las sanas fuerzas naturales;
el deporte sirve para hacernos mejores, no para reprimir nuestro impulso (por
ejemplo sexual); de lo contrario la educación no desarrollará nuestras fuerzas
sino que las desvirtuará. Se produce entonces la rebelión de la naturaleza. Que
es, aparte de una desnaturalización de nuestras fuerzas, un hundimiento en la
enfermedad.
c) La fuerza de Cela. La fuerza
de Heathcliff.
Tenía ante sí otro libro que había
leído hacía poco: “Cumbres borrascosas”. Lo tenía subrayado como todos los
libros: en el bolsillo de la camisa, una exposición de lápices; en la página
319, una cita de las de antes: “si a usted la hubieran criado en las
condiciones en que él lo ha sido, no sería menos torpe. Él era un niño
inteligente y despierto, y me duele que se le desprecie sólo porque el malvado
Heathcliff le haya rebajado de tal manera”[14].
La cosa estaba clara: todos somos iguales al nacer, y en la vida somos lo que
hace de nosotros la educación; en alguna ocasión había oído decir que las
larvas de las abejas son todas iguales, pero que se convierten en reinas,
zánganos u obreras dependiendo de la comida que les dan; si queremos reinas,
habrá que darles jalea real.
La educación es el alimento del
espíritu. Como la jalea de las abejas, se puede educar a la gente de distintas
maneras para obtener resultados diferentes; como decía Pascual Duarte[15],
unos van “por el camino de los cardos y las chumberas” y se vuelven brutos; a
otros se les hace “marchar por el camino de las flores”, y son delicados; unos
“arrugan el ceño como las alimañas para defenderse”; otros “sonríen con la cara
del inocente”. La educación nos hace distintos; sin embargo, “los mismos cueros
tenemos todos los mortales al nacer”; y el que ha tenido que vivir como una alimaña
reconoce en el fondo de su ser: “yo, señor, no soy malo”, y añade acto seguido:
“aunque no me faltarían motivos para serlo”. Somos como dijo Rousseau: la
naturaleza nos hace buenos, y es la sociedad la que nos pervierte. Vivir es
educarse, y a veces la escuela nos saca de la vida para alejarnos del peligro
mientras aprendemos; para que no nos pisen cuando aprendemos a volar, como los
pájaros.
Juan, en Fresneda, todavía pensaba
que somos lo que hacen de nosotros con la educación. Las gentes no son malas ni
buenas: aprenden a obrar bien o a comportarse mal, a diferencia de Pascual
Duarte, que piensa que todos somos buenos al nacer; o de Herman Melville, que
cree que ese fondo de humanidad late en todos nosotros, hasta en los más
villanos. Pero Juan, en San Rafael, pensaba que no hay nada innato en la
educación. Lo pensaba todavía en Chañe. En los días de Baba empezó a pensar, en
vista de lo que sufrían los perezosos por su propia pereza, que quizá la pereza
formara parte de la dotación genética; o de las circunstancias que nos rodearon
al nacer; sea como fuere, empezaba a sospechar que algunos seres nacen con
energía y otros carecen de ella; el haragán no tiene ni entusiasmo ni espíritu
de sacrificio, que son dos cosas que se alimentan una a otra.
En un principio rechazaba el
determinismo de la naturaleza; la educación para él era producto de las
circunstancias. Pero cuando, primero en Fresneda y luego en Baba, reflexionó
sobre los tigres de Arkan (esa banda paramilitar que asesinaba a seres
inocentes con inaudita crueldad), llegó a preguntarse un día: ¿por qué se
convirtieron en asesinos? ¿Porque Arkan os empujó al asesinato? ¿O porque ya
había instintos crueles en su naturaleza? ¿Sería que su humanidad estuviera
atrofiada por un fallo en el código genético? ¿Sería cuestión de química, por
casualidad?
En su concepción, al nacer seríamos
como una pizarra en blanco; la educación, la experiencia, dejaría en ella
“tatuajes que nadie ha de borrar ya”; así pensaba Pascual Duarte. Esa
concepción ya no se sostenía; había observado que por muchas matemáticas que le
enseñáramos a un perro jamás las aprendería; y menos aún si le enseñáramos a
una piedra. Había, pues, algo en la naturaleza que podía ser educado. Algo que
podía ser desarrollado mediante la experiencia; alguna semilla que se
desarrollara o no dependiendo del terreno en el que fuera plantada. Descartes
pensaba que era la inteligencia; Pascual Duarte, que la bondad; para Herman
Melville era la humanidad; para Jack London, el instinto primitivo. El recién
nacido no podía ser una pizarra en blanco; debía venir al mundo con algo
escrito en ella; un embrión que se pudiera desarrollar: alimentándolo con la
misma jalea, para que en todos se desarrollara en su máxima potencia, no
estableciendo niveles de desarrollo como las abejas.
“El destino se complace en variarnos
como si fuéramos de cera y en destinarnos por sendas diferentes”, dice Pascual
Duarte: pero no somos de cera, aunque parece como si lo fuéramos; la cera no es
más que una pizarra vacía, y en la pizarra humana, como dice Pascual Duarte, ya
hay algo escrito antes de que el maestro se ponga a escribir cosas en ella. En
Fresneda ya descubrió que, si bien la naturaleza no determina lo que vamos a
ser, delimita los caminos que podemos recorrer, aunque no nos fije uno entre
todo el repertorio; ya entonces veía a la naturaleza como un repertorio de
potencias, y esas potencias se desarrollaban con el medio; con la educación; y
si no existen esas potencias la educación no las puede desarrollar; como no
podemos enseñar matemáticas a una piedra o a un perro.
Esas potencias son las capacidades
que constituyen nuestra esencia; las posibilidades que traemos al mundo; son
como figuras precortadas que una buena educación se encargará de recortar; y
una mala educación, en lugar de cortar por ahí, cortará por otro sitio. Una
existencia plena debe conseguir el desarrollo de nuestra esencia. Un instinto
primitivo no debe desarrollarse a costa de otro más elaborado, o de lo
contrario la fuerza se convertirá en violencia; lo mismo ocurre cuando nos
empeñamos en desarrollar instintos complejos sacrificando a los más primitivos.
Todos estos pensamientos le venían
mientras hojeaba “Cumbres borrascosas”. Y en una de sus páginas descubrió una
anotación que había hecho a lápiz. El texto señalado ponía en boca de
Heathcliff la siguiente reflexión[16]:
“le he hecho todavía más vil de lo que su miserable padre quiso hacerme a mí”;
hablaba de Hareton, hijo de Himley, de quien decía después: “le he acostumbrado
a despreciar cuanto no es brutal, y llega al extremo de vanagloriarse de su
rudeza”. En otras palabras: había alimentado en él el instinto de London
matando de hambre al de Melville.
Pero lo más sorprendente era lo que
decía después. Heathcliff comparaba a Hareton con su propio hijo. Hareton, en
quien se cebaba su venganza, “es oro en bruto que hace el papel de loza, y este
otro es latón que hace menesteres de vajilla de plata”. Aseguraba sin ningún
rubor: “el mío no vale nada, y sin embargo le haré que prospere todo cuanto se
lo permitan sus cualidades. El otro tiene excelentes cualidades, que le he
hecho desperdiciar”. Hay una educación que desarrolla al máximo lo poco que se
tiene, y otra que atrofia lo mucho que se puede desarrollar. No es lo mismo
educar que amaestrar.
Pero este texto planteaba una nueva
duda: las cualidades esenciales que nos hacen iguales a todos al nacer vienen
vestidas con distintos trajes; unos son más capaces que otros, aunque todos
tengamos capacidades idénticas; es como si cada persona las trajera al mundo
recortadas en distintos niveles, como si el tope de unos se pudiera quedar más
corto que el tope de otros. Esto hacía reaparecer el determinismo de la
naturaleza, y Juan lo rechazaba. Su postura estaba más próxima a Descartes: que
todos tenemos la misma inteligencia al nacer, pero unos nos volvemos más
inteligentes que otros porque nos entrenamos más, y porque lo hacemos buscando
distintos caminos (que llamamos métodos) en el laberinto del minotauro; y así,
para él, quien tenía razón era Aristóteles: que veía en la virtud el grado de
desarrollo de nuestras potencias, según fuera el grado de esfuerzo que
estuviéramos dispuestos a desarrollar.
Juan leyó en Heathcliff en qué
consistía aquella falsa educación.
“Me parece que Heathcilff no le
había maltratado físicamente, a lo cual era opuesto por regla general. Parecía
haber aplicado su malignidad a hacer de Hareton un bruto. No le había enseñado
a leer ni a escribir, ni le reprendía por ninguna de sus costumbres
censurables, salvo las que molestaban al propio Heathcliff. Nunca le ayudó a
dar un paso hacia el bien ni a separarle un poco del mal[17].
[1] Jack London, La llamada de lo salvaje, Madrid, el
país, 2004; p. 50.
[2] Ibídem, p. 60.
[3] Ibídem, p. 88.
[4] Ibídem, p. 38.
[5] Ibídem, p. 89.
[6] Ibídem, p. 106.
[7] Ibídem, p. 105.
[8] Ibídem, p. 106.
[9] Ibídem, p. 89.
[10] Ibídem, pp. 107-108.
[11] Ibídem, p. 50.
[12] Herman Melville, Moby Dick (I). Madrid, El País, 2004; p. 167.
[13] Ibídem, p. 168.
[14] Emily Brontë, Cubres borrascosas, p. 319.
[15] Camilo José Cela, La familia de Pascual Duarte, p. 1.
[16] Emily Brontë, ibídem, pp. 181-183.
[17] Emily Brontë, ibídem, p. 155.
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