sábado, 23 de mayo de 2015

Kant




            Newton pensaba que el tiempo estaba ahí, jugando, corriendo delante de nosotros; nosotros podíamos verlo; pero Kant intuyó que el tiempo no se ve sino que se siente, porque no lo tenemos ahí delante sino que juega continuamente dentro de nuestra cabeza.

 

 KANT


            Miró al cielo, entregado en la mirada. El cielo cuajado de estrellas, el brillo de algodón en la vía láctea, la profunda negrura de la noche. El espacio inmenso: tan inmenso que el vacío de la mente comparado con él es polvo. Miró al firmamento y le pareció un agujero; un enorme pozo sin paredes, sima sin fondo donde hundirse, sin grietas donde agarrarse, sin nada: una enorme nada. Una masa de vacío en el horizonte, profundidades abisales, universo, eco del alma, eternidad. Espacio sin horizonte, vista, sentimiento, lugar sin asidero, espacio sin tiempo, preludio sin fin.
             Quiso volver en sí, pero la huella de la eternidad lo anonadaba. Sintió los vientos del destino agarrarse al vacío, las fuerzas más salvajes regresar del infinito: de los bordes donde está todo, de los bordes donde no hay nada. Quiso pensar y su mente se aturdió; la arrastraron los espacios siderales envueltos en silencio, penetrados de silencio, ahogados en silencio, desterrados de la luz: profundísimas tinieblas.
            La luz. Un fogonazo que lo ciega todo. Un resplandor convertido en sima, desplomarse el reverso de las sombras, tinieblas de tinieblas, eco. Sentía el vértigo de lo que no tenía límites, él, que necesitaba agarrarse a las cosas, la inmensidad donde no poder agarrarse. La luz, presencia del infinito. Las tinieblas, hundimiento en el instante.
            Volvió en sí. En torno suyo giraban los rostros, los cuerpos, las ropas, las manos, los besos, los vinos, los vasos: los vapores del tiempo, fundidos en abismos sin fondo, en una misma borrachera. La ebriedad les borra las paredes a las cosas y te agarras a ellas pero no las encuentras, por eso te hundes en sus entrañas; nadas en su humedad y por eso flotas; te sientes ingrávido, sin cuerpo, sin peso, sin masa: todo es sinfonía de cuerpos mezclados, caos de sensaciones, amasijos del alma, amasijos de cuerpos, amasijos de ser: sintiendo, cantando, gimiendo, llorando.
            Carlos se divirtió hasta perder la noción del tiempo. Se derramó todo en el mundo que se derramaba, y él, que se alimentaba de mundo, sintió diez minutos desaparecer en un instante. Pero Alba se aburrió y el tiempo se le hizo eterno; los minutos, elásticos, se estiraban. Kant, desde una silla, pareció elevarse sobre la fiesta fundiendo el tedio del ser con los vapores del vino: y el tiempo, que era sensación y sentimiento, se estiraba en la vida hueca y era profundidad concentrada en el instante, si era vida llena.
            ¿Qué es felicidad? Tiempos extensos de densidad instantánea, sustancia infinita que tensa la vida, mil años en uno: sentir el abismo hincharte el corazón, dejarse penetrar por el tiempo; mil sensaciones en una. El enamorado vive una emoción que le traspasa, una vida en un segundo, calzando un trozo de tiempo en los pies del infinito: ésa es la plenitud, goce que ensordece los sentidos, sentir expansivo en que se pierde la razón.
            Sentir mil cosas en una es lo sagrado, plenitud que ciega, instante divino. La alegría del deportista cuando gana, estallido que se rompe en el ser que se desborda, las fuerzas reunidas que disparan nuestros brazos, la voz del vino, el rapto del cuerpo, brutal entusiasmo, reír por llorar.
            Mas no, que el rapto del alma es emotivo y el del cuerpo emocional. Fuerza desbordada en sentimiento, fuerza desplegada en acción. Amar es sentimiento que estalla concentrando el tiempo, que mete una canción en un verso, una vida en un instante, vivir mil años en uno. Pero el éxtasis del cuerpo, la euforia del triunfo, es soltar en relámpago la tensión de los partidos, uno a uno, minuto a minuto, tragarla cuando pierdes y soltarla en orgasmo cuando puedes ganar: liberación de fuerzas que te aplastan, instante divino, explosión de alegría, pérdida de la razón, un entusiasmo que sube sin prisiones, sin límites, impulso infinito en un tiempo mortal.
            Es el tiempo kantiano que se estira si te aburres, que se encoge al divertirte y huye. Al ser que se ríe le gustaría detener el tiempo, al que llora le gustaría dejarlo correr.     Y él, que ora soñaba, ora pensaba y ora dejaba soñar sus pensamientos, sintió el fulgor del tiempo. Mucho espacio y poco tiempo es velocidad, mucho tiempo en poco espacio es lentitud; pero cuando lo llenamos todo de espacio sobreviene el vértigo, cuando lo llenamos todo de tiempo sobreviene la eternidad: la lenta e interminable respiración de la lentitud.
            Ése es el tiempo de Einstein. Y él, que ora soñaba, ora pensaba, ora hacía soñar el pensamiento, lo pobló con el tiempo de Kant. Fue un humo que se expandía ante sus ojos, envolvía sus sentidos y los aturdía. Pensó en llenar la eternidad de Einstein con la fugacidad del tiempo kantiano: sería el paraíso; y si lo llenáramos con tiempo dilatado de Kant, sería el infierno: Dios, que miraba desde el cielo, sonreía. El pobre mortal que soñaba, asustado de sus propios pensamientos, estaba temblando: ¿habría descubierto el infierno, enredado entre sus sueños, cuando caminaba en pos de la felicidad?



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