EINSTEIN
Abrió los
ojos. Y cuando vio el reloj saltó movido por un resorte, lanzado a la velocidad
del rayo, despedido como una flecha. Fue a lavarse y el reloj de la pared lo
miraba: eran las ocho. Había quedado a las ocho y el tiempo había corrido o el
reloj se había comido el tiempo. Sólo podía darse un chapuzón, aclararse la
cara, limpiarse las legañas. Se lavó los dientes de un modo vertiginoso y, de
la misma manera, cogió una manzana y la lavó también, llenándose la boca de
frescor en cada mordisco, bajando los peldaños de tres en tres, como si el
corazón le saltara. Era una respiración vertiginosa, un motor apretado a fondo,
era un corazón acelerado; y mientras veía a la gente deambular por la calle
(demasiada poca para ir a trabajar, demasiado lenta para un sonámbulo) tuvo la
sensación de que él vivía más de prisa, consumiendo los minutos a pasos
agigantados: agigolado, precipitado, ansioso, como si el ser se le fuera
disparado como el rayo; y su paso parecía un relámpago que centelleaba en la calle,
consumiendo su vida como los coches consumen gasolina, en el acto mismo de
volverse velocidad y desparramarse en luz, iluminando la calle.
No
podía pensar. La prisa le robaba las fuerzas en el acto en que lo consumía, y
pensó fugazmente en la estación de Harry Potter donde los trenes se cambiaban
de mundo cuando los cogías en el andén uno y tres cuartos. Se tranquilizó. Tuvo
la sensación de que se paraba el mundo mientras él se seguía moviendo, pero
ahora en realidad no era él el que se movía, sino el coche: y el mundo
desfilaba por el autobús, exhibiéndose con lentitud por sus ventanas, como un
espectáculo ajeno, fantasmagórico y extraño, detenido en medio de la velocidad
que lo proyectaba como un relámpago; así también el tren de alta velocidad, lanzado
a trescientos kilómetros por hora, parecía detenido mientras avanzaba con
tranquilidad por la lentitud del paisaje; y también el avión, sin más paisaje
que las nubes, parecía inmóvil en el cielo con sus mil kilómetros por hora en
una realidad extraña.
Aquella
sensación lo calmó. Tenía prisa, pero ya no se sentía acelerado. El mundo lento
desfilaba por aquellos enormes ventanales, y el autobús le hizo sentir un ritmo
parsimonioso como el de las calles, nada vertiginoso, para nada fundido en la
velocidad del rayo. Se acordó de las crónicas de Narnia. Allí, en el espacio
tan estrecho que mediaba entre las paredes de un armario, pasaban los niños de
un mundo a otro como si fuera un agujero de gusano. Y el tiempo se hundía en el
misterio, porque cuando volvían a la realidad habían pasado minutos mientras en
Narnia vivían años. “¡Qué raro!”, pensaba. “Como los viajeros de Langevin. Como
si Einstein se hiciera cuento y la realidad estuviera hecha de mundos lentos
que se entreveran con tiempos acelerados.
Como si el ritmo de los tiempos no fuese psicológico, sino real: como si
en dos habitaciones tocaran dos orquestas, cada una envuelta en el aliento de
su propio ritmo, viviendo en tiempos diferentes el mismo tiempo del observador
que está fuera de los dos auditorios, en otra sala”.
El
autobús pasaba por las paradas sin detenerse, porque no había gente
esperándolo; y en aquella ausencia de seres la mañana se hiciera más irreal,
fantasmagórica y extraña. Sin saber por qué se acordó de la bella durmiente. La
pobre chica condenada a permanecer dormida durante cien años. Para que sus
padres no se hiciesen viejos el hada buena hizo que el tiempo se detuviese, y
quedaron todos dormidos, detenidos con un metabolismo frenado, tan frenado como
lo puede estar una vida inmóvil, y para ellos transcurrió un segundo mientras fuera
del castillo transcurrían cien años; y el castillo se llenó por fuera de
hierbas, malezas, espinos, mientras sobre el suelo de las escaleras no había
crecido ni una brizna de hierba, ni una mata. Se le ocurrió pensar que los
encantamientos de los cuentos eran tiempos de Einstein; y que, con su varita
mágica, el hada madrina aceleraba el castillo acercándolo a la velocidad de la
luz, mientras el tiempo de fuera manaba de un mundo que se movía a velocidades
lentas, la velocidad de un tiempo newtoniano.
Sintió
una sacudida y despertó a la realidad con un frenazo. Por la ventana vio la
fachada del trabajo y supo que allí mismo, detrás de sus paredes, estaba la
oficina; y que su jefe lo estaba esperando. Bajó con parsimonia. Miró a ambos
lados de la acera cuando tuvo los pies en el suelo, y la plataforma que los
movía fluyó tras de sí como una exhalación, como un suspiro. Pronto desapareció
el autobús perdiéndose en la esquina, doblando por la calle; y tuvo una
sensación extraña. Como si su cuerpo se volviese blando como los relojes de
Dalí. Cruzó la acera mientras el reloj del trabajo, asomándose hacia él con
semblante severo, lo estuviera regañando: las siete. ¡Cómo! ¿Había estado
viviendo hacia atrás, desplazándose al revés en el autobús que se movía hacia
adelante, en un tiempo que retrocedía? ¿Había estado en Narnia, en Howard’s, en
el castillo de la bella durmiente? Miró en el reloj de su muñeca y no había
duda: eran las siete. Y se quiso insultar por tonto, por atolondrado, por
distraído: por haberse equivocado. Desazonado, obligado a pasar el
aburrimiento, se resignó a esperar una hora; pero los bares estaban cerrados.
Mientras
tanto, en su casa, el reloj marcaba las ocho. Nunca supo si se movía a la par
de la luz o si solamente se había parado.
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