sábado, 28 de marzo de 2015

EINSTEIN






EINSTEIN

 
            Abrió los ojos. Y cuando vio el reloj saltó movido por un resorte, lanzado a la velocidad del rayo, despedido como una flecha. Fue a lavarse y el reloj de la pared lo miraba: eran las ocho. Había quedado a las ocho y el tiempo había corrido o el reloj se había comido el tiempo. Sólo podía darse un chapuzón, aclararse la cara, limpiarse las legañas. Se lavó los dientes de un modo vertiginoso y, de la misma manera, cogió una manzana y la lavó también, llenándose la boca de frescor en cada mordisco, bajando los peldaños de tres en tres, como si el corazón le saltara. Era una respiración vertiginosa, un motor apretado a fondo, era un corazón acelerado; y mientras veía a la gente deambular por la calle (demasiada poca para ir a trabajar, demasiado lenta para un sonámbulo) tuvo la sensación de que él vivía más de prisa, consumiendo los minutos a pasos agigantados: agigolado, precipitado, ansioso, como si el ser se le fuera disparado como el rayo; y su paso parecía un relámpago que centelleaba en la calle, consumiendo su vida como los coches consumen gasolina, en el acto mismo de volverse velocidad y desparramarse en luz, iluminando la calle.
            No podía pensar. La prisa le robaba las fuerzas en el acto en que lo consumía, y pensó fugazmente en la estación de Harry Potter donde los trenes se cambiaban de mundo cuando los cogías en el andén uno y tres cuartos. Se tranquilizó. Tuvo la sensación de que se paraba el mundo mientras él se seguía moviendo, pero ahora en realidad no era él el que se movía, sino el coche: y el mundo desfilaba por el autobús, exhibiéndose con lentitud por sus ventanas, como un espectáculo ajeno, fantasmagórico y extraño, detenido en medio de la velocidad que lo proyectaba como un relámpago; así también el tren de alta velocidad, lanzado a trescientos kilómetros por hora, parecía detenido mientras avanzaba con tranquilidad por la lentitud del paisaje; y también el avión, sin más paisaje que las nubes, parecía inmóvil en el cielo con sus mil kilómetros por hora en una realidad extraña.
            Aquella sensación lo calmó. Tenía prisa, pero ya no se sentía acelerado. El mundo lento desfilaba por aquellos enormes ventanales, y el autobús le hizo sentir un ritmo parsimonioso como el de las calles, nada vertiginoso, para nada fundido en la velocidad del rayo. Se acordó de las crónicas de Narnia. Allí, en el espacio tan estrecho que mediaba entre las paredes de un armario, pasaban los niños de un mundo a otro como si fuera un agujero de gusano. Y el tiempo se hundía en el misterio, porque cuando volvían a la realidad habían pasado minutos mientras en Narnia vivían años. “¡Qué raro!”, pensaba. “Como los viajeros de Langevin. Como si Einstein se hiciera cuento y la realidad estuviera hecha de mundos lentos que se entreveran con tiempos acelerados.  Como si el ritmo de los tiempos no fuese psicológico, sino real: como si en dos habitaciones tocaran dos orquestas, cada una envuelta en el aliento de su propio ritmo, viviendo en tiempos diferentes el mismo tiempo del observador que está fuera de los dos auditorios, en otra sala”.
            El autobús pasaba por las paradas sin detenerse, porque no había gente esperándolo; y en aquella ausencia de seres la mañana se hiciera más irreal, fantasmagórica y extraña. Sin saber por qué se acordó de la bella durmiente. La pobre chica condenada a permanecer dormida durante cien años. Para que sus padres no se hiciesen viejos el hada buena hizo que el tiempo se detuviese, y quedaron todos dormidos, detenidos con un metabolismo frenado, tan frenado como lo puede estar una vida inmóvil, y para ellos transcurrió un segundo mientras fuera del castillo transcurrían cien años; y el castillo se llenó por fuera de hierbas, malezas, espinos, mientras sobre el suelo de las escaleras no había crecido ni una brizna de hierba, ni una mata. Se le ocurrió pensar que los encantamientos de los cuentos eran tiempos de Einstein; y que, con su varita mágica, el hada madrina aceleraba el castillo acercándolo a la velocidad de la luz, mientras el tiempo de fuera manaba de un mundo que se movía a velocidades lentas, la velocidad de un tiempo newtoniano.
            Sintió una sacudida y despertó a la realidad con un frenazo. Por la ventana vio la fachada del trabajo y supo que allí mismo, detrás de sus paredes, estaba la oficina; y que su jefe lo estaba esperando. Bajó con parsimonia. Miró a ambos lados de la acera cuando tuvo los pies en el suelo, y la plataforma que los movía fluyó tras de sí como una exhalación, como un suspiro. Pronto desapareció el autobús perdiéndose en la esquina, doblando por la calle; y tuvo una sensación extraña. Como si su cuerpo se volviese blando como los relojes de Dalí. Cruzó la acera mientras el reloj del trabajo, asomándose hacia él con semblante severo, lo estuviera regañando: las siete. ¡Cómo! ¿Había estado viviendo hacia atrás, desplazándose al revés en el autobús que se movía hacia adelante, en un tiempo que retrocedía? ¿Había estado en Narnia, en Howard’s, en el castillo de la bella durmiente? Miró en el reloj de su muñeca y no había duda: eran las siete. Y se quiso insultar por tonto, por atolondrado, por distraído: por haberse equivocado. Desazonado, obligado a pasar el aburrimiento, se resignó a esperar una hora; pero los bares estaban cerrados.
            Mientras tanto, en su casa, el reloj marcaba las ocho. Nunca supo si se movía a la par de la luz o si solamente se había parado.
 


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