sábado, 7 de marzo de 2015

Cometas en el cielo.






COMETAS EN EL CIELO


            El Tigris. El Éufrates. Dos ríos que bañan unas tierras milenarias. Recorren Irak de norte a sur. Entre sus aguas se extienden tierras fértiles, tierras donde surgió la agricultura; y la historia. “Entre ríos” se dice en griego “Mesopotamia”: el Tigris y el Éufrates dibujan, con el Nilo, esa tierra hermosa que conocemos hoy como creciente fértil. Dicen que sus campos fueron jardín hermoso, y que en ellos estuvo lo que en un remoto pasado fuera el paraíso. Allí surgió la agricultura. La ganadería. La metalurgia. Surgió la alfarería. La escritura. Los primeros pensamientos, los primeros libros, las primeras ciudades, las primeras manifestaciones artísticas. Las antiguas culturas, los antiguos cultos. Antes de que unos pastores que emigraron de allí tuvieran la primera Biblia. Antes de que unos descendientes de aquellos pastores escribieran el Corán.
            El recuerdo del tiempo pasado está en las esculturas. Las esculturas ya no forman parte de la vida, ya nadie le rinde culto a Dumuzil, a Astarté, a Amón Ra, a Innanna. Aquellos dioses se manifestaron antes de que se manifestaran Alá y Jehová, pero hoy ya nadie los adora; su presencia nada tiene que ver con el presente, y más que presencias son representaciones: por eso están en los museos. Los museos son cementerios donde reposan los restos de los dioses antiguos; para los antiguos fueron dioses, para nosotros ya no; esas estatuas nada tienen que ver con el culto: son cultura. Están en las ciudades, pero no viven. Como en los cementerios recordamos a aquellos que han dejado de existir, así también en los museos recordamos a los dioses que han dejado de ser. Para nosotros no son dioses, son arte. Nadie va a elevar templos para rendir culto a escribas, toros alados y esfinges. Pero hay una clase de ignorantes que no distinguen entre el culto y la cultura. Entre los dioses y los pueblos que los crearon. Entre los ídolos y el arte. Entre la trascendencia y su representación.
            Esos ignorantes son hoy los nuevos bárbaros. Representan un estadio infantil de la humanidad. Como esos niños asustados que ven hombres donde hay cadáveres, los bárbaros siguen viendo dioses donde sólo hay estatuas. Son como esos antifascistas que llenan las ciudades de cruces gamadas; como esas mentes primitivas que, en su empeño por tachar lo que no les gusta, cubren las paredes de símbolos que ya están muertos; y son ellos los que los resucitan. Los ignorantes del Estado Islámico, al romper con sus martillos las viejas estatuas, resucitan a los dioses que todo el mundo consideraba muertos. No sería raro que, reaccionando contra este salvajismo, aparecieran otros chalados que se empeñaran en rendirles culto a los toros alados. 

 
            Han tomado la ciudad de Mosul. Han penetrado en los museos, llenos de obras de un valor incalculable, y los han destrozado. Iban armados con mazas, motosierras y martillos. Han tirado las estatuas, que se han roto; luego ellos, con sus armas, las han pulverizado. Los mismos que piden respeto para Mahoma. Los que no toleran las bromas, porque para ellos reír es malo. Los que confunden el humor con las ofensas. Sólo nosotros sabemos reír; prohibir la risa es volver a ser prehumanos. Los animales aprecian la música, que los amansa, pero sólo los humanos sabemos producirla; y sin embargo en Kabul se prohibió la música, se prohibieron los bailes, y allí, entre montañas, se dinamitaron las estatuas. El humor, la música, el baile, son las órbitas donde gira la cultura. También el culto es una realidad humana: ningún animal, salvo nosotros, es capaz de pensar más allá, de evocar la trascendencia. Pero el culto es humano sólo cuando convive con la cultura. Un culto que rompe estatuas se deshumaniza, se vuelve salvaje, nos acerca a las fieras. Un hombre que trata a las estatuas con un martillo es como un elefante que entra en una cacharrería: todo lo destroza, porque no entiende nada.
            Dicen que Mahoma ha ordenado la destrucción de los antiguos cultos. Puede ser. Pero habría que precisar: de los antiguos cultos, no de las antiguas culturas. Destruir la estatua de un dios al que nadie adora es como destruir la reja de un arado que nadie usa; como romper la tabla de lavar que ya no sirve; utilizar el tractor y la cosechadora no nos da derecho a destruir el arado con vertedera; ni el arado romano; que hoy usemos relojes de cuarzo no nos autoriza a romper los relojes solares; y que hoy se adore a unos dioses no nos autoriza tampoco a destrozar los vestigios de otros dioses que se adoraron en un tiempo.
            ¿Qué respeto para Mahoma pueden reclamar quienes no respetan las cosas de los otros? Quienes destruyen budas gigantes, figuras de piedra y toros alados. Si llegaran a Egipto serían capaces de destruir la esfinge, las pirámides, el templo de Karnak y Abú Simbel. ¿Tienen autoridad para reclamar que en la tierra de Jerusalén les dejen ir a las mezquitas? No, no la tienen. Pero esos bárbaros que destruyen el patrimonio ajeno pueden estar tranquilos; que hay gentes que no dejarán de respetarlos a ellos aunque ellos no las respeten; porque más allá del amor a los amigos, que ellos dicen profesar, está el amor más noble y grande: el amor a los enemigos; aunque ellos, que reconocen a Jesucristo, se han olvidado hace tiempo de estas palabras.
            Donde arden libros arderán personas. La quema de libros fue una constante en el mundo de los nazis. Pero en Irak parece que ha sido al revés: donde arden las personas enjauladas después se romperán estatuas. ¿Dónde está el amor, dónde el respeto, dónde esa yijhad que debe ser lucha personal por construirse, no por destruir? El nazismo ha sido para Occidente la encarnación del mal. Sin embargo todos recordamos el amor de muchos nazis por el arte, insensibles al dolor ajeno. En Irak encontramos gentes que degüellan gentes pero que también destrozan estatuas; y parecen retroceder a un estadio de barbarie anterior al del nazismo. 
 

Siempre se ha querido destruir a los pueblos destruyendo sus culturas. El genocidio cultural ha sido un instrumento en manos de todos los genocidas. Las tropas serbobosnias estaban obsesionadas por destrozar la biblioteca de Sarajevo. También la inquisición quemaba libros en las plazas. Cuando morían los incas, sus historiadores borraban la historia de los incas anteriores y la reescribían atribuyéndole al último todas las glorias de los otros. En el mundo de Orwell había un edificio de historiadores encargados de reescribir los libros y periódicos para que lo que había ocurrido después coincidiera con lo que había predicho el gran hermano: se llamaba ministerio de la verdad. Por cierto, que el talento de los censores brillaba por su ausencia. En el antiguo régimen dejó escrito un censor de Francia: “he leído un libro titulado el Corán, de un tal Mahomet, y no encuentro en él nada que sea contrario a la doctrina católica”; y los censores de Pinochet, empeñados en borrar cualquier rastro que sonara a rojo (pues así era como se llamaba a los comunistas), acabaron prohibiendo Caperucita roja. Vamos, que los gestores del culto no han destacado precisamente por su cultura. Podemos entender que los jerarcas soviéticos quisieran destruir el principal libro de Vasili Grossman, porque se metía con ellos; pero no se entiende que haya otros jerarcas que se empeñen en destruir otras culturas simplemente porque sean distintas a la de ellos. Este califato podría recordar que ha habido en el mundo otro califato que defendía la cultura: el de Córdoba. Y que el mundo musulmán protegió las artes, las ciencias y las letras en los tiempos de Averroes. Pero prefiere fijarse en que Almanzor mandó destruir los libros que no tuvieran nada que ver con el Corán; y que los almohades arremetieran contra la cultura en un tiempo en que el Magreb ardió en las llamas incendiadas de los fanáticos.
Amad a vuestros enemigos: y porque ellos quieran destruirnos nosotros no tenemos por qué destruirlos a ellos; porque ellos destruyan nuestras estatuas nosotros no vamos a tener que destruir las suyas; ésa es nuestra superioridad frente a los locos: el respeto. Lo dijo Kant: trata a los demás como personas, no como cosas; dios, que nos ha creado, no querría que fuéramos objetos, ni siquiera objetos suyos, como pretenden algunos; si nos ha creado es para que seamos libres. Lo que nos distingue de los animales es que podemos reír, pensar, escribir, amar, crear belleza; eso que podríamos resumir con la palabra “alegría”. Los animales luchan por sobrevivir, son seres tristes. Si existe dios, él no disfrutaría quitándonos la alegría, sino dándola. Nunca nos va a prohibir reír, ni siquiera con él, porque la risa no es una falta de respeto; no si es una risa alegre: que disfrutar torturando a los demás sólo es propio de la risa triste.
Hay un autor afgano que ha escrito una hermosa novela: se llama Cometas en el cielo. En ella hay religiosos empeñados en que amar a dios sea lo mismo que llevar una existencia triste. Sin música por la radio. Sin sentido del humor. Sin alegría por las calles. Sin cometas en el cielo. Donde el amor a dios se confunda con el sufrimiento de las personas. Hay un personaje que disfruta partiendo cabezas a pedradas en las lapidaciones públicas. Su risa se alimenta del dolor ajeno: la risa del sádico, sumergida en la pasión muerta, sin piedad, sin vibraciones, sin alegría. Su mente se ha alimentado siempre de leer el mismo libro. Un libro que le ha marcado el camino, que le ha cerrado horizontes, que le ha alimentado el fanatismo. Tenía devoción por su autor, decía que deberían leerlo todos los afganos. Pero su autor no creía en dios. ¿Su nombre? Adolf Hitler.





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