COMETAS EN EL CIELO
El
Tigris. El Éufrates. Dos ríos que bañan unas tierras milenarias. Recorren Irak
de norte a sur. Entre sus aguas se extienden tierras fértiles, tierras donde
surgió la agricultura; y la historia. “Entre ríos” se dice en griego “Mesopotamia”:
el Tigris y el Éufrates dibujan, con el Nilo, esa tierra hermosa que conocemos hoy
como creciente fértil. Dicen que sus campos fueron jardín hermoso, y que en
ellos estuvo lo que en un remoto pasado fuera el paraíso. Allí surgió la
agricultura. La ganadería. La metalurgia. Surgió la alfarería. La escritura.
Los primeros pensamientos, los primeros libros, las primeras ciudades, las
primeras manifestaciones artísticas. Las antiguas culturas, los antiguos
cultos. Antes de que unos pastores que emigraron de allí tuvieran la primera
Biblia. Antes de que unos descendientes de aquellos pastores escribieran el
Corán.
El
recuerdo del tiempo pasado está en las esculturas. Las esculturas ya no forman
parte de la vida, ya nadie le rinde culto a Dumuzil, a Astarté, a Amón Ra, a
Innanna. Aquellos dioses se manifestaron antes de que se manifestaran Alá y
Jehová, pero hoy ya nadie los adora; su presencia nada tiene que ver con el
presente, y más que presencias son representaciones: por eso están en los
museos. Los museos son cementerios donde reposan los restos de los dioses
antiguos; para los antiguos fueron dioses, para nosotros ya no; esas estatuas
nada tienen que ver con el culto: son cultura. Están en las ciudades, pero no viven.
Como en los cementerios recordamos a aquellos que han dejado de existir, así
también en los museos recordamos a los dioses que han dejado de ser. Para nosotros
no son dioses, son arte. Nadie va a elevar templos para rendir culto a
escribas, toros alados y esfinges. Pero hay una clase de ignorantes que no
distinguen entre el culto y la cultura. Entre los dioses y los pueblos que los crearon.
Entre los ídolos y el arte. Entre la trascendencia y su representación.
Esos
ignorantes son hoy los nuevos bárbaros. Representan un estadio infantil de la
humanidad. Como esos niños asustados que ven hombres donde hay cadáveres, los
bárbaros siguen viendo dioses donde sólo hay estatuas. Son como esos
antifascistas que llenan las ciudades de cruces gamadas; como esas mentes
primitivas que, en su empeño por tachar lo que no les gusta, cubren las paredes
de símbolos que ya están muertos; y son ellos los que los resucitan. Los
ignorantes del Estado Islámico, al romper con sus martillos las viejas
estatuas, resucitan a los dioses que todo el mundo consideraba muertos. No
sería raro que, reaccionando contra este salvajismo, aparecieran otros chalados
que se empeñaran en rendirles culto a los toros alados.
Han
tomado la ciudad de Mosul. Han penetrado en los museos, llenos de obras de un
valor incalculable, y los han destrozado. Iban armados con mazas, motosierras y
martillos. Han tirado las estatuas, que se han roto; luego ellos, con sus
armas, las han pulverizado. Los mismos que piden respeto para Mahoma. Los que
no toleran las bromas, porque para ellos reír es malo. Los que confunden el
humor con las ofensas. Sólo nosotros sabemos reír; prohibir la risa es volver a
ser prehumanos. Los animales aprecian la música, que los amansa, pero sólo los
humanos sabemos producirla; y sin embargo en Kabul se prohibió la música, se
prohibieron los bailes, y allí, entre montañas, se dinamitaron las estatuas. El
humor, la música, el baile, son las órbitas donde gira la cultura. También el
culto es una realidad humana: ningún animal, salvo nosotros, es capaz de pensar
más allá, de evocar la trascendencia. Pero el culto es humano sólo cuando
convive con la cultura. Un culto que rompe estatuas se deshumaniza, se vuelve
salvaje, nos acerca a las fieras. Un hombre que trata a las estatuas con un
martillo es como un elefante que entra en una cacharrería: todo lo destroza,
porque no entiende nada.
Dicen
que Mahoma ha ordenado la destrucción de los antiguos cultos. Puede ser. Pero
habría que precisar: de los antiguos cultos, no de las antiguas culturas.
Destruir la estatua de un dios al que nadie adora es como destruir la reja de
un arado que nadie usa; como romper la tabla de lavar que ya no sirve; utilizar
el tractor y la cosechadora no nos da derecho a destruir el arado con
vertedera; ni el arado romano; que hoy usemos relojes de cuarzo no nos autoriza
a romper los relojes solares; y que hoy se adore a unos dioses no nos autoriza
tampoco a destrozar los vestigios de otros dioses que se adoraron en un tiempo.
¿Qué
respeto para Mahoma pueden reclamar quienes no respetan las cosas de los otros?
Quienes destruyen budas gigantes, figuras de piedra y toros alados. Si llegaran
a Egipto serían capaces de destruir la esfinge, las pirámides, el templo de
Karnak y Abú Simbel. ¿Tienen autoridad para reclamar que en la tierra de
Jerusalén les dejen ir a las mezquitas? No, no la tienen. Pero esos bárbaros
que destruyen el patrimonio ajeno pueden estar tranquilos; que hay gentes que
no dejarán de respetarlos a ellos aunque ellos no las respeten; porque más allá
del amor a los amigos, que ellos dicen profesar, está el amor más noble y
grande: el amor a los enemigos; aunque ellos, que reconocen a Jesucristo, se
han olvidado hace tiempo de estas palabras.
Donde
arden libros arderán personas. La quema de libros fue una constante en el mundo
de los nazis. Pero en Irak parece que ha sido al revés: donde arden las
personas enjauladas después se romperán estatuas. ¿Dónde está el amor, dónde el
respeto, dónde esa yijhad que debe ser lucha personal por construirse, no por
destruir? El nazismo ha sido para Occidente la encarnación del mal. Sin embargo
todos recordamos el amor de muchos nazis por el arte, insensibles al dolor
ajeno. En Irak encontramos gentes que degüellan gentes pero que también
destrozan estatuas; y parecen retroceder a un estadio de barbarie anterior al
del nazismo.
Siempre se ha
querido destruir a los pueblos destruyendo sus culturas. El genocidio cultural
ha sido un instrumento en manos de todos los genocidas. Las tropas serbobosnias
estaban obsesionadas por destrozar la biblioteca de Sarajevo. También la
inquisición quemaba libros en las plazas. Cuando morían los incas, sus
historiadores borraban la historia de los incas anteriores y la reescribían
atribuyéndole al último todas las glorias de los otros. En el mundo de Orwell
había un edificio de historiadores encargados de reescribir los libros y
periódicos para que lo que había ocurrido después coincidiera con lo que había
predicho el gran hermano: se llamaba ministerio de la verdad. Por cierto, que
el talento de los censores brillaba por su ausencia. En el antiguo régimen dejó
escrito un censor de Francia: “he leído un libro titulado el Corán, de un tal
Mahomet, y no encuentro en él nada que sea contrario a la doctrina católica”; y
los censores de Pinochet, empeñados en borrar cualquier rastro que sonara a
rojo (pues así era como se llamaba a los comunistas), acabaron prohibiendo
Caperucita roja. Vamos, que los gestores del culto no han destacado
precisamente por su cultura. Podemos entender que los jerarcas soviéticos
quisieran destruir el principal libro de Vasili Grossman, porque se metía con
ellos; pero no se entiende que haya otros jerarcas que se empeñen en destruir
otras culturas simplemente porque sean distintas a la de ellos. Este califato
podría recordar que ha habido en el mundo otro califato que defendía la
cultura: el de Córdoba. Y que el mundo musulmán protegió las artes, las
ciencias y las letras en los tiempos de Averroes. Pero prefiere fijarse en que
Almanzor mandó destruir los libros que no tuvieran nada que ver con el Corán; y
que los almohades arremetieran contra la cultura en un tiempo en que el Magreb
ardió en las llamas incendiadas de los fanáticos.
Amad a
vuestros enemigos: y porque ellos quieran destruirnos nosotros no tenemos por
qué destruirlos a ellos; porque ellos destruyan nuestras estatuas nosotros no
vamos a tener que destruir las suyas; ésa es nuestra superioridad frente a los
locos: el respeto. Lo dijo Kant: trata a los demás como personas, no como
cosas; dios, que nos ha creado, no querría que fuéramos objetos, ni siquiera
objetos suyos, como pretenden algunos; si nos ha creado es para que seamos
libres. Lo que nos distingue de los animales es que podemos reír, pensar, escribir,
amar, crear belleza; eso que podríamos resumir con la palabra “alegría”. Los
animales luchan por sobrevivir, son seres tristes. Si existe dios, él no
disfrutaría quitándonos la alegría, sino dándola. Nunca nos va a prohibir reír,
ni siquiera con él, porque la risa no es una falta de respeto; no si es una
risa alegre: que disfrutar torturando a los demás sólo es propio de la risa
triste.
Hay un autor
afgano que ha escrito una hermosa novela: se llama Cometas en el cielo. En ella hay religiosos empeñados en que amar a
dios sea lo mismo que llevar una existencia triste. Sin música por la radio.
Sin sentido del humor. Sin alegría por las calles. Sin cometas en el cielo. Donde
el amor a dios se confunda con el sufrimiento de las personas. Hay un personaje
que disfruta partiendo cabezas a pedradas en las lapidaciones públicas. Su risa
se alimenta del dolor ajeno: la risa del sádico, sumergida en la pasión muerta,
sin piedad, sin vibraciones, sin alegría. Su mente se ha alimentado siempre de
leer el mismo libro. Un libro que le ha marcado el camino, que le ha cerrado
horizontes, que le ha alimentado el fanatismo. Tenía devoción por su autor,
decía que deberían leerlo todos los afganos. Pero su autor no creía en dios.
¿Su nombre? Adolf Hitler.
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