JEKYLL
-Voy a
hablaros de una obra de Robert Louis Stevenson. Stevenson es un escritor inglés
del siglo XIX, más conocido por otra novela que ha tenido multitud de
impresiones: “La isla del tesoro”; no es ésa la que aquí nos interesa. La obra
de la que voy a hablar ha sido relacionada con las novelas de terror, pero yo
creo más bien que es una obra de filosofía. Se titula: “El extraño caso del
doctor Jekyll y Mister Hyde”.
-¡Yo la
conozco! –dijo Carlos.
-¿La has
leído?
Carlos
titubeó, un poco avergonzado.
-No. Pero
he visto la película.
-También
de ella se han hecho algunas versiones cinematográficas. ¿Conocéis la historia?
-Un
hombre que se convierte en otro –se apresuró a decir Olga.
-Algo así
como si tuviera doble personalidad. Eso se llama esquizofrenia.
Todos
callaron. Hasta ahí no llegaban sus conocimientos. Juan, satisfecho de haberles
hecho ver que creían conocer la historia, pero en realidad no sabían de lo que
hablaban, empezó a presentar la novela.
-El
doctor Jekyll era un médico extraño. Tenía un amigo (el doctor Lanion) que
criticaba su ciencia y sus métodos. Lanion era un científico apegado a los
datos, atento sólo a los hechos; como Santo Tomás, necesitaba ver (y tocar)
para creer. Jekyll, por el contrario, era un poco místico en sus experimentos;
más apegado a sus conjeturas, no le importaba si no iban apoyadas por los
hechos.
-¿Y qué
pasó? –le apremió Felipe, con impaciencia.
Juan
agachó la cabeza en ademán meditativo. Se limpió con dos dedos la comisura de
los labios y preparó sus ideas, decidido a empezar.
-Verás.
Jekyll creía que había dos seres viviendo en cada uno de nosotros. Dos gemelos:
uno justo y otro injusto; dos mitades que luchan denodadamente en el seno de
una misma conciencia. Pensaba, incluso, que un día se descubriría que cada
hombre es una multitud de sujetos que viven juntos. Pues bien: él había forjado
el proyecto de separarlos. El doctor Jekyll estaba convencido de que se podían
separar esas dos mitades.
-¿Cómo?
–Más que decirlo, a Maia se le había escapado esta pregunta. Y Juan, con cierto
aire de misterio, le contestó:
-Creía
Jekyll haber penetrado en los misterios de la materialidad del cuerpo. Creía
que la naturaleza física era la emanación de las facultades del espíritu; y
quería sacudir esa envoltura de carne. Quería liberar esas facultades, esos
instintos, y había descubierto una fórmula para hacerlo. Cada ser humano es una
mezcla de dos principios: uno bueno y otro malo. ¿Y si consiguiese separarlos?
Tomó aquella droga que había descubierto con la esperanza de hacerlo, y se
convirtió en Mister Hyde. Edward Hyde estaba hecho sólo de mal; nosotros somos
mezcla. Y así, pudo hacer que su naturaleza oscilase entre dos personas: una,
Jekyll, que era al mismo tiempo buena y mala, y otra, Hyde, que era solamente
mala; pero no consiguió sacar de él a la persona totalmente buena que había en
su interior.
-¿Quieres
decir –inquirió Jimena- que quería convertirse en ángel y demonio según le
apeteciera, y nunca pudo convertirse en ángel? ¿Qué sólo podía elegir entre ser
humano o ser demonio?
Juan
contestó, transportando su concentración en la mirada; y su mirada se había
vuelto serena, dulce, y sin embargo penetrante.
-Exactamente.
No pudo aislar su naturaleza buena; sólo la mala.
-¿Se
transformó sólo para saberlo? –preguntó Jaime.
-No: a
partir de ese momento se transformaba cuando quería; todas las veces que le
apetecía.
-¿Y por
qué, si sabía que no podría ser ángel? ¿Qué ganaba con transformarse
continuamente en demonio?
Juan lo
miró atentamente, tratando de desentrañar los misterios insondables.
-Porque
Jekyll buscaba en Hyde algo que le interesaba. En Hyde encontraba audacia,
desprecio del peligro, libertad interior; en Hyde podía quitarse el freno de la
obligación, y dar rienda suelta a sus impulsos; Hyde era la limitación de su
interés por las circunstancias inmediatas, un cuerpo tan lleno de energías
vitales que eran imposibles de contener.
-No he
entendido lo de las circunstancias inmediatas –dijo Cristal-. ¿Podrías
explicármelo?
-Sí, por
supuesto. El ser noble vive preocupado por grandes ideales, por metas que se
viven a largo plazo; y lo que llamamos falta de grandeza es la preocupación
sólo por los placeres del momento, por los intereses inmediatos. Jekyll, como
ciudadano respetable, vivía de su amor por la ciencia, empeñado en lograr
descubrimientos que trajesen el bien a la humanidad; pero también era hombre de
carne y hueso, y sentía, con la llamada del placer, inclinaciones que lo
avergonzaban. De modo que su descubrimiento le permitiría tener una doble vida,
una doble moral. Seguiría siendo el doctor Jekyll para recibir el respeto y el
aplauso de la sociedad de su tiempo, pero cuando sintiese la llamada de la
carne se transformaría en mister Hyde; nadie vería a Jekyll borracho ni
sumergido en la sordidez de los prostíbulos; su doble personalidad le
permitiría camuflar esos bajos instintos que le avergonzaban.
-¿Pero es
malo el placer? Si el placer es lo inmediato ¿por qué tiene que ser sórdido?
¿Por qué el instinto sexual tiene que
desahogarse en los prostíbulos, y no con una persona a quien deseas sin dejar
de respetarla?
Juan le
dirigió su mirada profunda, humanizada con una sonrisa.
-Eso
mismo es lo que pienso. Seguramente la sociedad victoriana había condenado el
placer como vergonzoso. Y como de todas formas sentimos la llamada del placer
en nuestros deseos, la única solución era ocultarlo.
Cristal
replicó, pensativa:
-O sea
que todo viene del rechazo. Si hubieran aceptado los impulsos naturales como
algo sano no habría habido nunca ningún problema. Pero al avergonzarse de ellos
tenían que concluir que la naturaleza es mala.
-Una
parte de la naturaleza: la que tiene que ver con el vientre. Los impulsos que
vienen de la cabeza o del corazón, como la ciencia o la amistad, seguían siendo
nobles a los ojos de todos. Sólo los impulsos del vientre eran innobles.
-¿Por
qué? –insistía cristal.
-No lo sé
–acabó contestando Juan con impotencia, después de pensarlo un poco-. Lo cierto
es que Jekyll reconocía que sus placeres eran poco decorosos: por eso los ponía
en manos de Mister Hyde; y así, para Jekyll era el placer y para Hyde la culpa;
si Inglaterra concebía que había algo culpable en
disfrutar, la única solución posible era disociar las dos cosas; disfrutar de la
vida pero echarle la culpa a otro. Jekyll pensaba que la droga en sí no era
buena ni mala: lo único malo eran sus inclinaciones; la droga, pues, no hacía
más que liberarlas; abrir las puertas que las encarcelaban. Hyde era una
enloquecida predisposición al mal; al placer; y un pecador clandestino que cede
ante los asaltos de la tentación. Su amor a la vida era extraordinario.
-Un
momento –dijo Maia-. ¿Quieres decir que es malo amar la vida?
-Eso es
lo que se pensaba en Inglaterra en el siglo XIX. Las personas buenas cumplían
con sus obligaciones. Las que no lo eran faltaban al deber. Por eso dice Jekyll
que fuera de toda norma se debilita la conciencia; y por eso eran los placeres
poco decorosos: porque disfrutar es liberarse de las obligaciones, sacudirse
las cargas que nos impiden volar, soltar lastre, en su mente el mal es un
quitar el freno de la obligación, una liberación de la naturaleza, una libertad
interior. Para Jekyll la energía vital era infernal; podría pensarse que la
energía vital podía ser infernal o buena, y que Hyde sólo poseía la primera;
pero si se lee la novela en toda su extensión, la conclusión que se impone es
que la energía vital, por el mero hecho de serlo, es mala; no hay en el
concepto de Jekyll energías vitales que sean buenas; su visión del mundo es
profundamente pesimista.
-¿Entonces
–prosiguió Cristal- si quieres ser buena persona tienes que vivir frustrado?
Porque si disfrutas ya eres persona mala.
Juan
contestó, accediendo.
-Algo
así. La mente decimonónica es algo turbia y tortuosa; a imagen de las calles de
Londres, hundidas en la pobreza del inframundo. Diríase que la naturaleza
humana es como una ciudad: tiene su parte noble, que son los barrios
respetables, ricos; y su parte innoble, que son las calles de la pobreza: el
Soho. Por eso la imagen del mal es la suciedad; la fealdad, lo horrible; la
mano de Hyde era nudosa, cubierta de pelos, de una palidez grisácea… La mano de
Jekyll es fina, como un señorito. El prejuicio platónico de asociar lo malo con
lo feo impregna las páginas de Stevenson, hasta la médula.
Hubo un
silencio pesado. Era un silencio incómodo. Lo rompió Juan.
-En la
primera página de la novela ya está expresada esta idea; que es, más que una
idea, un sentimiento. Dice Stevenson que “la fuerte presión de los espíritus
vitalistas los llevaba a alejarse del recto camino”. Con lo que la disyuntiva
es clara: o vives, o eres bueno, pero no las dos cosas a la vez. Ser bueno
significa ante todo no vivir; ser desgraciado.
De nuevo
el silencio planeó sobre los presentes. De nuevo lo rompió Cristal con una
pregunta.
-Pero
entonces ¿qué es la conciencia?
-¿La
conciencia moral, dices?
-Sí.
-Una
recompensa. Se viven las satisfacciones de tener una conciencia tranquila.
-Por lo
tanto –repuso ella- la conciencia moral nos da la felicidad.
-Yo no me
atrevería a llamarlo así. Si vivir es alejarse del recto camino, entonces la
conciencia moral no es vida: no puede hacernos felices; a lo sumo nos da
tranquilidad, pero quizá sea la tranquilidad que vive Utherson, el notario, uno
de los personajes de la película: era bueno y tolerante, pero aburrido;
tremendamente aburrido; podía pasear con su mejor amigo sin decir una sola
palabra; y, gustándole el teatro, no pisaba uno desde hacía más de veinte años.
¿Qué clase de vida es ésa?
Ella
calló. Y callaron todos. Se extendió por la clase una profunda meditación: era
la atmósfera con que Juan los había contagiado.
-Además
–prosiguió- un edificio se asienta sobre sus cimientos. ¿Cómo puede sostenerse
la nobleza de corazón, si los placeres, que moran en el vientre, no pueden ser
sus cimientos? Porque los placeres han sido condenados.
Y calló
nuevamente, para sentir sobre sus cabezas el aleteo del silencio.
-Jekyll
nos dice que acabó escogiendo el mejor camino, pero sin tener luego la fuerza
de quedarse en él. El buen camino no es placentero; el propio Aristóteles
aseguraba que la virtud está casi siempre en hacer lo contrario de lo que nos
apetece. Pero Aristóteles defiende una ética de la felicidad. Yo pienso
–sugirió- que la felicidad no es lo mismo que el placer, pero lo contiene. El
placer del momento (el de las circunstancias inmediatas, que decía Jekyll) no
es malo en sí; lo es sólo cuando te impide disfrutar de otros placeres
superiores, en otras circunstancias menos inmediatas. Pero para Jekyll esto es
hilar demasiado fino. Jekyll piensa que todos los placeres del momento, por el
mero hecho de serlo, son malos.
Los
chicos seguían callados. Había una mezcla de interés y perplejidad en sus
miradas.
-Además
–prosiguió- ¿qué es la conciencia moral? La conciencia moral es miedo. “Mi
recompensa eran las satisfacciones de una conciencia tranquila”, decía Jekyll;
“pero mis miedos con el tiempo se debilitaron”. De modo que estar tranquilo es
estar asustado. ¿Os parece justo?
-No lo
comparto –sentenció Cristal lacónicamente.
-¿No se
puede ser bueno sin sentir temor? ¿Amar
a dios es vivir en el temor de dios? No lo creo. El pantocrátor es un dios
terrible; el dios del antiguo testamento; pero en el evangelio el miedo se
transforma en amor. Es como si el pueblo pudiera escuchar otras palabras que no
entendía antes; y el temor funcionaba como sustituto, como metáfora de lo que
en verdad quería decirse. Los tiempos duros fueron transformados en tiempos más
amables.
-¿Y
cuando no se tiene conciencia moral?
-Para
Stevenson eso es un encallecimiento del alma. “Un encallecimiento del alma
atenúa mis sufrimientos”, dice; o sea, que cuando el alma pierde sensibilidad
dejamos de tener miedo: y hacemos el mal. Esto es lo que le pasa a Mister Hyde.
-¿Y
Jekyll?
-Jekyll,
cuando toma la droga, sufre una metamorfosis. Se transforma en Mister Hyde.
Hyde, al principio, es débil. El lado malo era menos robusto que el lado bueno.
Pero “también aquél era yo”, concluye el doctor Jekyll; “me parecía natural y
humano”. Aunque las sucesivas metamorfosis a las que se sometía Jekyll, para
vivir de noche lo que no se atrevía a vivir de día, fueron un ir y venir de su
otro yo; y esa otra parte de él, ejercitándose, se había fortalecido. “Yo iba
perdiendo el control de la parte originaria de mí mismo, y cayendo bajo la
parte secundaria”; Jekyll, en suma, perdía la voluntad.
-¿En qué
consistiría la voluntad? –preguntó Ilse.
-Serían
las energías vitales filtradas por la razón, que aconseja prescindir de las
que, por disfrutar de un momento en el presente, nos quita las posibilidades de
placeres futuros; y digo placeres en sentido amplio: los de la carne, por
supuesto, pero también los del corazón; de todos esos placeres que nos hacen
naturales y humanos. La voluntad sería la capacidad racional de tomar
decisiones vitales; de decir cuándo nos conviene divertirnos y cuándo tenemos
que aplazar nuestros deseos porque hay que trabajar.
-¿Lo
habéis entendido? –dijo Carlos encogiéndose de hombros.
-Yo a
medias –dijeron varios a la vez.
-¿Y tú,
Jaime? –preguntó Juan.
-Sí
–respondió Jaime.
-¿Y
Cristal?
-También.
-Bueno.
Para los que no lo hayan entendido, hablaremos tranquilamente de la voluntad
otro día. Ahora sigamos el hilo de nuestros pensamientos. Jekyll se empezaba a
transformar espontáneamente en Mister Hyde, y cada vez necesitaba mayores dosis
de droga para hacerle volver en sí. El momento más delicado era el sueño;
bastaba con que se durmiese para que al despertarse se encontrara convertido en
Hyde. Y empezó a dejar de dormir. Este atormentado insomnio se convirtió en su
agonía. Hyde había matado a varias personas, y vivía huyendo de la policía.
Jekyll se sentía acosado por Hyde, y no quería sucumbir a manos de él. Las fuerzas
de Hyde invadían su cuerpo y las de Jekyll se resistían: Hyde quería escapar a
la muerte, pues “su amor a la vida era extraordinario”, pero Jekyll quería
acabar con él para que no volviera a matar. La novela termina con una pregunta:
¿morirá Hyde en el patíbulo?
La clase
se quedó callada. No sabía qué decir, aumentaba su perplejidad.
-Os voy a
ayudar un poco –prosiguió Juan Luis-. Las fuerzas de Hyde presionaban sobre
Jekyll, y Jekyll ya no tenía más droga para volver en sí. En esa última lucha,
Jekyll tenía que tomar una decisión: si denunciaba a Hyde, moriría; si no lo
denunciaba, dejaría que se extendiese el mal.
-Yo
pienso que no lo denunciaría –intervino Pedro-. Porque Jekyll es mezcla,
mientras que Hyde está hecho sólo de mal; creo que la parte buena de Jekyll
salvaría a Hyde.
-Al
contrario –dijo Maia-. La parte buena pensaría en toda la gente que podría
matar Hyde, y por eso pienso que Jekyll lo denunciaría.
-Y
acabaría en el patíbulo.
-¿De
quién se apiadaría Jekyll? ¿De un ser que tiene delante o de seres futuros a
los que ahora no ve?
-Ojos que
no ven, corazón que no siente –dijo Juan.
-¿Qué
pensaría Jekyll mientras desaparece?
-¡Vete a
saber!
Clarísimamente explicado, como siempre. Me recuerdas a los filósofos griegos covenrsando en el ágora.
ResponderEliminarDesgraciadamente... tu explicación le quita misterio y romanticismo a mis recuerdos infantiles. Me encantaba el Dr, jekyl y me aterraba Mr. Hide (el sr. oculto). La dualidad de las novelas góticas.
Besos.
Elvira