sábado, 14 de marzo de 2015

Jekyll.



JEKYLL

 
            -Voy a hablaros de una obra de Robert Louis Stevenson. Stevenson es un escritor inglés del siglo XIX, más conocido por otra novela que ha tenido multitud de impresiones: “La isla del tesoro”; no es ésa la que aquí nos interesa. La obra de la que voy a hablar ha sido relacionada con las novelas de terror, pero yo creo más bien que es una obra de filosofía. Se titula: “El extraño caso del doctor Jekyll y Mister Hyde”.
            -¡Yo la conozco! –dijo Carlos.
            -¿La has leído?
            Carlos titubeó, un poco avergonzado.
            -No. Pero he visto la película.
            -También de ella se han hecho algunas versiones cinematográficas. ¿Conocéis la historia?
            -Un hombre que se convierte en otro –se apresuró a decir Olga.
            -Algo así como si tuviera doble personalidad. Eso se llama esquizofrenia.
            Todos callaron. Hasta ahí no llegaban sus conocimientos. Juan, satisfecho de haberles hecho ver que creían conocer la historia, pero en realidad no sabían de lo que hablaban, empezó a presentar la novela.
            -El doctor Jekyll era un médico extraño. Tenía un amigo (el doctor Lanion) que criticaba su ciencia y sus métodos. Lanion era un científico apegado a los datos, atento sólo a los hechos; como Santo Tomás, necesitaba ver (y tocar) para creer. Jekyll, por el contrario, era un poco místico en sus experimentos; más apegado a sus conjeturas, no le importaba si no iban apoyadas por los hechos.
            -¿Y qué pasó? –le apremió Felipe, con impaciencia.
            Juan agachó la cabeza en ademán meditativo. Se limpió con dos dedos la comisura de los labios y preparó sus ideas, decidido a empezar.
            -Verás. Jekyll creía que había dos seres viviendo en cada uno de nosotros. Dos gemelos: uno justo y otro injusto; dos mitades que luchan denodadamente en el seno de una misma conciencia. Pensaba, incluso, que un día se descubriría que cada hombre es una multitud de sujetos que viven juntos. Pues bien: él había forjado el proyecto de separarlos. El doctor Jekyll estaba convencido de que se podían separar esas dos mitades.
            -¿Cómo? –Más que decirlo, a Maia se le había escapado esta pregunta. Y Juan, con cierto aire de misterio, le contestó:
            -Creía Jekyll haber penetrado en los misterios de la materialidad del cuerpo. Creía que la naturaleza física era la emanación de las facultades del espíritu; y quería sacudir esa envoltura de carne. Quería liberar esas facultades, esos instintos, y había descubierto una fórmula para hacerlo. Cada ser humano es una mezcla de dos principios: uno bueno y otro malo. ¿Y si consiguiese separarlos? Tomó aquella droga que había descubierto con la esperanza de hacerlo, y se convirtió en Mister Hyde. Edward Hyde estaba hecho sólo de mal; nosotros somos mezcla. Y así, pudo hacer que su naturaleza oscilase entre dos personas: una, Jekyll, que era al mismo tiempo buena y mala, y otra, Hyde, que era solamente mala; pero no consiguió sacar de él a la persona totalmente buena que había en su interior. 

 
            -¿Quieres decir –inquirió Jimena- que quería convertirse en ángel y demonio según le apeteciera, y nunca pudo convertirse en ángel? ¿Qué sólo podía elegir entre ser humano o ser demonio?
            Juan contestó, transportando su concentración en la mirada; y su mirada se había vuelto serena, dulce, y sin embargo penetrante.
            -Exactamente. No pudo aislar su naturaleza buena; sólo la mala.
            -¿Se transformó sólo para saberlo? –preguntó Jaime.
            -No: a partir de ese momento se transformaba cuando quería; todas las veces que le apetecía.
            -¿Y por qué, si sabía que no podría ser ángel? ¿Qué ganaba con transformarse continuamente en demonio?
            Juan lo miró atentamente, tratando de desentrañar los misterios insondables.
            -Porque Jekyll buscaba en Hyde algo que le interesaba. En Hyde encontraba audacia, desprecio del peligro, libertad interior; en Hyde podía quitarse el freno de la obligación, y dar rienda suelta a sus impulsos; Hyde era la limitación de su interés por las circunstancias inmediatas, un cuerpo tan lleno de energías vitales que eran imposibles de contener.
            -No he entendido lo de las circunstancias inmediatas –dijo Cristal-. ¿Podrías explicármelo?
            -Sí, por supuesto. El ser noble vive preocupado por grandes ideales, por metas que se viven a largo plazo; y lo que llamamos falta de grandeza es la preocupación sólo por los placeres del momento, por los intereses inmediatos. Jekyll, como ciudadano respetable, vivía de su amor por la ciencia, empeñado en lograr descubrimientos que trajesen el bien a la humanidad; pero también era hombre de carne y hueso, y sentía, con la llamada del placer, inclinaciones que lo avergonzaban. De modo que su descubrimiento le permitiría tener una doble vida, una doble moral. Seguiría siendo el doctor Jekyll para recibir el respeto y el aplauso de la sociedad de su tiempo, pero cuando sintiese la llamada de la carne se transformaría en mister Hyde; nadie vería a Jekyll borracho ni sumergido en la sordidez de los prostíbulos; su doble personalidad le permitiría camuflar esos bajos instintos que le avergonzaban.
            -¿Pero es malo el placer? Si el placer es lo inmediato ¿por qué tiene que ser sórdido? ¿Por qué el  instinto sexual tiene que desahogarse en los prostíbulos, y no con una persona a quien deseas sin dejar de respetarla? 
            Juan le dirigió su mirada profunda, humanizada con una sonrisa.
            -Eso mismo es lo que pienso. Seguramente la sociedad victoriana había condenado el placer como vergonzoso. Y como de todas formas sentimos la llamada del placer en nuestros deseos, la única solución era ocultarlo.
            Cristal replicó, pensativa:
            -O sea que todo viene del rechazo. Si hubieran aceptado los impulsos naturales como algo sano no habría habido nunca ningún problema. Pero al avergonzarse de ellos tenían que concluir que la naturaleza es mala.
            -Una parte de la naturaleza: la que tiene que ver con el vientre. Los impulsos que vienen de la cabeza o del corazón, como la ciencia o la amistad, seguían siendo nobles a los ojos de todos. Sólo los impulsos del vientre eran innobles.
            -¿Por qué? –insistía cristal.
            -No lo sé –acabó contestando Juan con impotencia, después de pensarlo un poco-. Lo cierto es que Jekyll reconocía que sus placeres eran poco decorosos: por eso los ponía en manos de Mister Hyde; y así, para Jekyll era el placer y para Hyde la culpa;
si Inglaterra concebía que había algo culpable en disfrutar, la única solución posible era disociar las dos cosas; disfrutar de la vida pero echarle la culpa a otro. Jekyll pensaba que la droga en sí no era buena ni mala: lo único malo eran sus inclinaciones; la droga, pues, no hacía más que liberarlas; abrir las puertas que las encarcelaban. Hyde era una enloquecida predisposición al mal; al placer; y un pecador clandestino que cede ante los asaltos de la tentación. Su amor a la vida era extraordinario. 


            -Un momento –dijo Maia-. ¿Quieres decir que es malo amar la vida?
            -Eso es lo que se pensaba en Inglaterra en el siglo XIX. Las personas buenas cumplían con sus obligaciones. Las que no lo eran faltaban al deber. Por eso dice Jekyll que fuera de toda norma se debilita la conciencia; y por eso eran los placeres poco decorosos: porque disfrutar es liberarse de las obligaciones, sacudirse las cargas que nos impiden volar, soltar lastre, en su mente el mal es un quitar el freno de la obligación, una liberación de la naturaleza, una libertad interior. Para Jekyll la energía vital era infernal; podría pensarse que la energía vital podía ser infernal o buena, y que Hyde sólo poseía la primera; pero si se lee la novela en toda su extensión, la conclusión que se impone es que la energía vital, por el mero hecho de serlo, es mala; no hay en el concepto de Jekyll energías vitales que sean buenas; su visión del mundo es profundamente pesimista.
            -¿Entonces –prosiguió Cristal- si quieres ser buena persona tienes que vivir frustrado? Porque si disfrutas ya eres persona mala.
            Juan contestó, accediendo.
            -Algo así. La mente decimonónica es algo turbia y tortuosa; a imagen de las calles de Londres, hundidas en la pobreza del inframundo. Diríase que la naturaleza humana es como una ciudad: tiene su parte noble, que son los barrios respetables, ricos; y su parte innoble, que son las calles de la pobreza: el Soho. Por eso la imagen del mal es la suciedad; la fealdad, lo horrible; la mano de Hyde era nudosa, cubierta de pelos, de una palidez grisácea… La mano de Jekyll es fina, como un señorito. El prejuicio platónico de asociar lo malo con lo feo impregna las páginas de Stevenson, hasta la médula.
            Hubo un silencio pesado. Era un silencio incómodo. Lo rompió Juan.
            -En la primera página de la novela ya está expresada esta idea; que es, más que una idea, un sentimiento. Dice Stevenson que “la fuerte presión de los espíritus vitalistas los llevaba a alejarse del recto camino”. Con lo que la disyuntiva es clara: o vives, o eres bueno, pero no las dos cosas a la vez. Ser bueno significa ante todo no vivir; ser desgraciado.
            De nuevo el silencio planeó sobre los presentes. De nuevo lo rompió Cristal con una pregunta.
            -Pero entonces ¿qué es la conciencia?
            -¿La conciencia moral, dices?
            -Sí.
            -Una recompensa. Se viven las satisfacciones de tener una conciencia tranquila.
            -Por lo tanto –repuso ella- la conciencia moral nos da la felicidad.
            -Yo no me atrevería a llamarlo así. Si vivir es alejarse del recto camino, entonces la conciencia moral no es vida: no puede hacernos felices; a lo sumo nos da tranquilidad, pero quizá sea la tranquilidad que vive Utherson, el notario, uno de los personajes de la película: era bueno y tolerante, pero aburrido; tremendamente aburrido; podía pasear con su mejor amigo sin decir una sola palabra; y, gustándole el teatro, no pisaba uno desde hacía más de veinte años. ¿Qué clase de vida es ésa?
            Ella calló. Y callaron todos. Se extendió por la clase una profunda meditación: era la atmósfera con que Juan los había contagiado.
            -Además –prosiguió- un edificio se asienta sobre sus cimientos. ¿Cómo puede sostenerse la nobleza de corazón, si los placeres, que moran en el vientre, no pueden ser sus cimientos? Porque los placeres han sido condenados.
            Y calló nuevamente, para sentir sobre sus cabezas el aleteo del silencio. 


            -Jekyll nos dice que acabó escogiendo el mejor camino, pero sin tener luego la fuerza de quedarse en él. El buen camino no es placentero; el propio Aristóteles aseguraba que la virtud está casi siempre en hacer lo contrario de lo que nos apetece. Pero Aristóteles defiende una ética de la felicidad. Yo pienso –sugirió- que la felicidad no es lo mismo que el placer, pero lo contiene. El placer del momento (el de las circunstancias inmediatas, que decía Jekyll) no es malo en sí; lo es sólo cuando te impide disfrutar de otros placeres superiores, en otras circunstancias menos inmediatas. Pero para Jekyll esto es hilar demasiado fino. Jekyll piensa que todos los placeres del momento, por el mero hecho de serlo, son malos.
            Los chicos seguían callados. Había una mezcla de interés y perplejidad en sus miradas.
            -Además –prosiguió- ¿qué es la conciencia moral? La conciencia moral es miedo. “Mi recompensa eran las satisfacciones de una conciencia tranquila”, decía Jekyll; “pero mis miedos con el tiempo se debilitaron”. De modo que estar tranquilo es estar asustado. ¿Os parece justo?
            -No lo comparto –sentenció Cristal lacónicamente.
            -¿No se puede ser bueno sin sentir  temor? ¿Amar a dios es vivir en el temor de dios? No lo creo. El pantocrátor es un dios terrible; el dios del antiguo testamento; pero en el evangelio el miedo se transforma en amor. Es como si el pueblo pudiera escuchar otras palabras que no entendía antes; y el temor funcionaba como sustituto, como metáfora de lo que en verdad quería decirse. Los tiempos duros fueron transformados en tiempos más amables.
            -¿Y cuando no se tiene conciencia moral?
            -Para Stevenson eso es un encallecimiento del alma. “Un encallecimiento del alma atenúa mis sufrimientos”, dice; o sea, que cuando el alma pierde sensibilidad dejamos de tener miedo: y hacemos el mal. Esto es lo que le pasa a Mister Hyde.
            -¿Y Jekyll?
            -Jekyll, cuando toma la droga, sufre una metamorfosis. Se transforma en Mister Hyde. Hyde, al principio, es débil. El lado malo era menos robusto que el lado bueno. Pero “también aquél era yo”, concluye el doctor Jekyll; “me parecía natural y humano”. Aunque las sucesivas metamorfosis a las que se sometía Jekyll, para vivir de noche lo que no se atrevía a vivir de día, fueron un ir y venir de su otro yo; y esa otra parte de él, ejercitándose, se había fortalecido. “Yo iba perdiendo el control de la parte originaria de mí mismo, y cayendo bajo la parte secundaria”; Jekyll, en suma, perdía la voluntad.
            -¿En qué consistiría la voluntad? –preguntó Ilse.
            -Serían las energías vitales filtradas por la razón, que aconseja prescindir de las que, por disfrutar de un momento en el presente, nos quita las posibilidades de placeres futuros; y digo placeres en sentido amplio: los de la carne, por supuesto, pero también los del corazón; de todos esos placeres que nos hacen naturales y humanos. La voluntad sería la capacidad racional de tomar decisiones vitales; de decir cuándo nos conviene divertirnos y cuándo tenemos que aplazar nuestros deseos porque hay que trabajar. 


            -¿Lo habéis entendido? –dijo Carlos encogiéndose de hombros.
            -Yo a medias –dijeron varios a la vez.
            -¿Y tú, Jaime? –preguntó Juan.
            -Sí –respondió Jaime.
            -¿Y Cristal?
            -También.
            -Bueno. Para los que no lo hayan entendido, hablaremos tranquilamente de la voluntad otro día. Ahora sigamos el hilo de nuestros pensamientos. Jekyll se empezaba a transformar espontáneamente en Mister Hyde, y cada vez necesitaba mayores dosis de droga para hacerle volver en sí. El momento más delicado era el sueño; bastaba con que se durmiese para que al despertarse se encontrara convertido en Hyde. Y empezó a dejar de dormir. Este atormentado insomnio se convirtió en su agonía. Hyde había matado a varias personas, y vivía huyendo de la policía. Jekyll se sentía acosado por Hyde, y no quería sucumbir a manos de él. Las fuerzas de Hyde invadían su cuerpo y las de Jekyll se resistían: Hyde quería escapar a la muerte, pues “su amor a la vida era extraordinario”, pero Jekyll quería acabar con él para que no volviera a matar. La novela termina con una pregunta: ¿morirá Hyde en el patíbulo?
            La clase se quedó callada. No sabía qué decir, aumentaba su perplejidad.
            -Os voy a ayudar un poco –prosiguió Juan Luis-. Las fuerzas de Hyde presionaban sobre Jekyll, y Jekyll ya no tenía más droga para volver en sí. En esa última lucha, Jekyll tenía que tomar una decisión: si denunciaba a Hyde, moriría; si no lo denunciaba, dejaría que se extendiese el mal.
            -Yo pienso que no lo denunciaría –intervino Pedro-. Porque Jekyll es mezcla, mientras que Hyde está hecho sólo de mal; creo que la parte buena de Jekyll salvaría a Hyde.
            -Al contrario –dijo Maia-. La parte buena pensaría en toda la gente que podría matar Hyde, y por eso pienso que Jekyll lo denunciaría.
            -Y acabaría en el patíbulo.
            -¿De quién se apiadaría Jekyll? ¿De un ser que tiene delante o de seres futuros a los que ahora no ve?
            -Ojos que no ven, corazón que no siente –dijo Juan.
            -¿Qué pensaría Jekyll mientras desaparece?
            -¡Vete a saber!


1 comentario:

  1. Clarísimamente explicado, como siempre. Me recuerdas a los filósofos griegos covenrsando en el ágora.
    Desgraciadamente... tu explicación le quita misterio y romanticismo a mis recuerdos infantiles. Me encantaba el Dr, jekyl y me aterraba Mr. Hide (el sr. oculto). La dualidad de las novelas góticas.
    Besos.
    Elvira

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