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viernes, 15 de marzo de 2019

LA OTRA CARA DE LA LUNA




LA OTRA CARA DE LA LUNA


 Por mi lado pasa un marciano. Más allá un romano, y una familia de trogloditas, y una muchacha con tutú; al lado están los vácceos, luego los egipcios, un futbolista sin balón, un político en desgracia: Goya embozado, Cristóbal Colón, un desfile de máscaras. Es carnaval. La calle se llena de formas, de luces, de colores, la noche nos envuelve con sus sombras, y brillan, sobre ella, las luces de la ciudad: como estrellas que no vienen del cielo, sino de la tierra.
Es el tiempo de la risa, del vino, del baile, del impulso que viene del cuerpo sin ganas de pensar. Es el tiempo de la broma, del tiempo que discurre fuera del tiempo, la máscara, la chirigota, el disfraz; tiempo de vivir la vida de otros, de ser egipcio, pirata, político o marciano, pero sin creérselo: es un ser sin ser, no tener esencia y sólo aparentarla. Vivir como si no viviéramos, mimando la vida, fingiendo existencias, viviendo sin riesgo, todo es lo que queremos y nada lo que parece, el mundo convertido en una ficción.
Mañana quemarán la fiesta y nos volveremos de pronto serios; arderá la risa, la burla, volverá la cuaresma, y será todo serio y triste, sin canciones, a fe de aburrido, mortificado, envuelto en los rigores de la vida, y será también la vida de otros, seguiremos viviendo en una ficción: serán las privaciones, el ayuno, la rigidez cadavérica con cara de estreñimiento, y hasta tendremos, en viernes santo, que abstenernos de reír y de cantar. Será la ficción del asceta, del espíritu sin cuerpo y el ánimo mortificado, la vida convertida en valle de lágrimas, será el momento de penar, toser y sufrir. Y entonces nos vestiremos con otros ropajes, seremos romanos, cristos o nazarenos, seremos dolorosas y máscaras sufrientes, tendremos los hábitos con las caras tapadas, agujeros en los ojos para ver: y seremos azotes y clavos y coronas de espinas, letreros sangrantes y todos los inris, seremos flagelos penitentes de los pies descalzos, brazos abiertos sosteniendo rosarios, cruces que nos sangran en las espaldas, seremos sufrimiento bendito, adorado, dolor elevado a la oración en los altares, seremos renuncia a la vida, nos sentiremos esclavos, seremos el margen del río de la vida; y la calle, con los cirios y carrozas que nos vuelven estatuas, será, con el flujo de seres travestidos y enmascarados, la corriente que nos lleva hasta el océano, serán la vida unos disfraces que nos llevan la ficción. 


Encajonados entre dos carnavales. La orilla de la fiesta, la orilla del dolor. Ninguna de las dos orillas es auténtica, cada una tiene sus máscaras, la única orilla desenmascarada es la vida que pasa entre ellas, la corriente que fluye corriendo hacia el mar, y que no es ni triste ni alegre, ni luces de colores ni sotanas sombrías, carne de máscara y espíritu enmascarado, la vida es carne y espíritu y ropas que nos cubren para abrigarnos, no para fingir, imaginar y figurar.
La vida no es figura, sino flujo; no es figura sin flujo en todo caso. No está en los márgenes, sino en el río. No es risa ni mueca pero es risa y mueca en un mismo pasar. La vida no es estampa, la estampa de un tiempo pasado, estampa antigua, de los sirios, de los vácceos, los piratas, los egipcios, no son estatuas de marcianos, son olas de agua que pasan sin mirar. La vida no es contemplación sino movimiento; no es un cuadro, una orquesta, un teatro, la vida no es música que se glosa a sí misma, no es ropa donde fluyen las apariencias, sino agua que no finge ser lo que aparenta, sino imagen que emana como el agua que empapa el suelo convirtiéndose en niebla, autentica apariencia de lo que es en realidad.
Polvo eres. Ceniza pobre y seca, tierra disuelta en la nada que se escurre entre los dedos, no eres nada y en nada te convertirás. Pero también eres el otro polvo, el que viene antes de cuaresma, el ansia de la carne y el instinto ciego que arroja a los cuerpos sobre los cuerpos, los acerca, los abraza, se aprieta entre las carnes y se tensan en el éxtasis, ese éxtasis sublime que nos saca de este mundo con sus descargas, el ansia, el goce, el río de eros y en torno corre el vino y cantan las voces y fluye el tiempo, en lo hondo y la irreverencia, y la ironía y la risa que sale del mundo que no es: donde el ser se desgarra juntándose las carnes, allí, en esta riada esencial rodeada de apariencias, está la vida; reducida a su ímpetu, el éxtasis del vino y el éxtasis del sexo, y el éxtasis de la música y el éxtasis de los disfraces y un estar fuera del sitio donde se está: disfrutando; polvo eres y en polvo copularás; y luego el polvo, convertido en ceniza, te llevará a la otra mentira donde campa la verdad. 


La vida es una orilla limitada por dos orillas; un margen entre dos márgenes, una apariencia entre apariencias, una masa hecha de tiempo que nos coloca, como páginas en el calendario, en el sitio exacto donde estamos pero no queremos estar. Las dos márgenes como dos instintos, el del espíritu y el de la carne, la ebriedad del corazón y la del cuerpo, la de la mente y la del tacto, la que piensa sin caricias y la que no para de acariciar: las dos realidades envueltas que nos limitan y, conteniéndonos, le dan fuerza al agua que baja de la sierra y se impregna, como se empapa el agua del monde de sales que hay en el suelo, de espíritu y de materialidad. Somos un suspiro entre dos polvos, cada orilla tiene sus disfraces, cada disfraz esconde una esencia, y entre la esencia, absorbiéndola hasta los pulmones, somos tiempo, suspiros, aires, ráfagas y huracanes, somos el eco de la brisa, el sol que nos calienta y el invierno el que nos hiela, somos sus rayos abrasadores, somos, entre carnavales, un pálpito de humanidad.
La calle fluye en una marea humana. La corriente, atascada por el ruido silencioso de los disfraces, tropieza, se detiene, espera hasta que corran los que hay delante, la vida es una espera que no acaba de pasar. Y vienen los marcianos, los piratas y los vácceos, los políticos y cantantes, futbolistas y toreros, las mujeres reclamando trato de igualdad; somos el belén y la manada, los cernícalos y los cuerdos, somos cuervos y palomas, y murciélagos y mosquitos, somos alondras y aves rapaces, los disfraces y las máscaras se arrastran con el espíritu: lo van a enterrar. El espíritu yace en una caja y es una sardina, le prenden fuego, se alzan las llamas, sus lenguas lo envuelven, lo devoran, las tablas se deshacen convertidas en pavesas, de las ascuas estallan chispas rojas, amarillas, suspiros incandescentes enterrados en el humo, y del humo surge, como una lona, otro mundo que es el mundo de la cuaresma, con sus disfraces nuevos, con sus máscaras distintas, con la ceniza de sus polvos y el instinto detenido en otra escena, otro cuadro, otra ropa diferente, otro espíritu de la noche y otra forma de ser. La vida se transfigura y es el tiempo de cuaresma, tiempo de las torrijas, del corazón oscuro, pero no de la oscuridad que se  ríe sino de la que llora: es la vida que ha cruzado hacia la otra orilla; porque ahora toca y todos los años, como si fuéramos el lado oculto de la luna, vivir en la otra cara del carnaval.






domingo, 22 de febrero de 2015

Carnaval.








CARNAVAL


            Un abigarrado mundo de gentes multicolores. Hombres vendiéndoles globos a los niños: globos de múltiples formas –aros, gorros, rosquillas, espadas-; globos alargados como tripas de chorizo; globos de todos los tamaños, pero siempre con el mismo grosor; globos estrangulados por múltiples partes, doblados mil veces sobre sí mismos, haciendo volúmenes de la línea, porque eran líneas que tenían grosor. Manos anónimas se las daban a los niños, como miles de apéndices que surcaban aire; y cuando los niños los cogían, crédulos en su pura candidez, se veía una figura que se pegaba a los padres y una voz sin timbre que decía:
         -Son cien pesetas.
         Y los padres se volvían y se volvía el niño, que no entendía nada, aprendiendo la diferencia que había entre un regalo y una  tentación que terminaba en venta; y en un momento su inocencia recibía una sacudida; y debía recibir muchas sacudidas más para que se rompiera la inocencia y emergiera, tras su caparazón de huevo roto, el nuevo niño cerrado a la fe, abriendo los ojos a las imágenes de la realidad.
         Había hombres pintados de negro inmóviles como estatuas; y estatuas centenarias en la plaza que tampoco parecían hombres. Había una almeja, toda de colores, que se abría cuando alguien arrojaba una moneda; y entre sus valvas emergía, como un sueño, una chinita de ojos rasgados y labios pintados de rojo, surgiendo como un arco iris en su pequeñez.
         Había un cuerpo tapado con una capa que parecía de esparto. Y sobre la capa, en un lugar que podía ser el pecho, una cabeza pequeñita, de un esparto anómalo que daba miedo –miedo y curiosidad, porque era fantasía-; y entre sus hombros, que parecían sin cabeza, costaba ahora adivinar la cabeza mezquina disimulada bajo la capa.
         Había una fauna de seres variopintos, disfrazados para atraer al público, camuflados para encantar a la gente, utilizando, allí, telas negras; acá, caras blancas; acullá, tules de colores; telas variadas, pieles de retales, superficies toscas y finas y oscuras y brillantes. Manos que surcaban el aire en todos los sentidos, caras que se ocultaban en la sombra disimulando ser caras, cuerpos que querían ser la silueta de otros cuerpos. Y cintas de colores surcando el espacio sobre la cabeza de todos, diábolos que escapaban desde la atmósfera impulsados por sus cuerdas, bastones en forma de botella que siempre caían sobre manos malabaristas; la fe de niños y mayores, el hechizo, el sortilegio, el rápido accionar de los prestidigitadores.
         Así era la plaza en los días de fiesta. Así se vestían las tiendas, se encendían las paredes, se engalanaban las calles. La azotea de Santa Columba sostenía estoicamente la mirada del acueducto. Y corría por sus arcos, hilvanando aromas y leyendas, el desfile abigarrado de alegrías y tristezas: invisible y tangible a la vez, respirable y milenario, atropellado y sereno; el curso lento pero nunca detenido, el torrente de primavera, el arroyuelo de verano, el río de invierno; el curso: el inevitable curso de los tiempos.