CARNAVAL
Un
abigarrado mundo de gentes multicolores. Hombres vendiéndoles globos a los
niños: globos de múltiples formas –aros, gorros, rosquillas, espadas-; globos
alargados como tripas de chorizo; globos de todos los tamaños, pero siempre con
el mismo grosor; globos estrangulados por múltiples partes, doblados mil veces
sobre sí mismos, haciendo volúmenes de la línea, porque eran líneas que tenían
grosor. Manos anónimas se las daban a los niños, como miles de apéndices que
surcaban aire; y cuando los niños los cogían, crédulos en su pura candidez, se
veía una figura que se pegaba a los padres y una voz sin timbre que decía:
-Son
cien pesetas.
Y
los padres se volvían y se volvía el niño, que no entendía nada, aprendiendo la
diferencia que había entre un regalo y una
tentación que terminaba en venta; y en un momento su inocencia recibía
una sacudida; y debía recibir muchas sacudidas más para que se rompiera la
inocencia y emergiera, tras su caparazón de huevo roto, el nuevo niño cerrado a
la fe, abriendo los ojos a las imágenes de la realidad.
Había
hombres pintados de negro inmóviles como estatuas; y estatuas centenarias en la
plaza que tampoco parecían hombres. Había una almeja, toda de colores, que se
abría cuando alguien arrojaba una moneda; y entre sus valvas emergía, como un
sueño, una chinita de ojos rasgados y labios pintados de rojo, surgiendo como
un arco iris en su pequeñez.
Había
un cuerpo tapado con una capa que parecía de esparto. Y sobre la capa, en un
lugar que podía ser el pecho, una cabeza pequeñita, de un esparto anómalo que
daba miedo –miedo y curiosidad, porque era fantasía-; y entre sus hombros, que
parecían sin cabeza, costaba ahora adivinar la cabeza mezquina disimulada bajo
la capa.
Había
una fauna de seres variopintos, disfrazados para atraer al público, camuflados
para encantar a la gente, utilizando, allí, telas negras; acá, caras blancas;
acullá, tules de colores; telas variadas, pieles de retales, superficies toscas
y finas y oscuras y brillantes. Manos que surcaban el aire en todos los
sentidos, caras que se ocultaban en la sombra disimulando ser caras, cuerpos
que querían ser la silueta de otros cuerpos. Y cintas de colores surcando el
espacio sobre la cabeza de todos, diábolos que escapaban desde la atmósfera impulsados
por sus cuerdas, bastones en forma de botella que siempre caían sobre manos
malabaristas; la fe de niños y mayores, el hechizo, el sortilegio, el rápido
accionar de los prestidigitadores.
Así
era la plaza en los días de fiesta. Así se vestían las tiendas, se encendían
las paredes, se engalanaban las calles. La azotea de Santa Columba sostenía
estoicamente la mirada del acueducto. Y corría por sus arcos, hilvanando aromas
y leyendas, el desfile abigarrado de alegrías y tristezas: invisible y tangible
a la vez, respirable y milenario, atropellado y sereno; el curso lento pero
nunca detenido, el torrente de primavera, el arroyuelo de verano, el río de
invierno; el curso: el inevitable curso de los tiempos.
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