domingo, 22 de febrero de 2015

Carnaval.








CARNAVAL


            Un abigarrado mundo de gentes multicolores. Hombres vendiéndoles globos a los niños: globos de múltiples formas –aros, gorros, rosquillas, espadas-; globos alargados como tripas de chorizo; globos de todos los tamaños, pero siempre con el mismo grosor; globos estrangulados por múltiples partes, doblados mil veces sobre sí mismos, haciendo volúmenes de la línea, porque eran líneas que tenían grosor. Manos anónimas se las daban a los niños, como miles de apéndices que surcaban aire; y cuando los niños los cogían, crédulos en su pura candidez, se veía una figura que se pegaba a los padres y una voz sin timbre que decía:
         -Son cien pesetas.
         Y los padres se volvían y se volvía el niño, que no entendía nada, aprendiendo la diferencia que había entre un regalo y una  tentación que terminaba en venta; y en un momento su inocencia recibía una sacudida; y debía recibir muchas sacudidas más para que se rompiera la inocencia y emergiera, tras su caparazón de huevo roto, el nuevo niño cerrado a la fe, abriendo los ojos a las imágenes de la realidad.
         Había hombres pintados de negro inmóviles como estatuas; y estatuas centenarias en la plaza que tampoco parecían hombres. Había una almeja, toda de colores, que se abría cuando alguien arrojaba una moneda; y entre sus valvas emergía, como un sueño, una chinita de ojos rasgados y labios pintados de rojo, surgiendo como un arco iris en su pequeñez.
         Había un cuerpo tapado con una capa que parecía de esparto. Y sobre la capa, en un lugar que podía ser el pecho, una cabeza pequeñita, de un esparto anómalo que daba miedo –miedo y curiosidad, porque era fantasía-; y entre sus hombros, que parecían sin cabeza, costaba ahora adivinar la cabeza mezquina disimulada bajo la capa.
         Había una fauna de seres variopintos, disfrazados para atraer al público, camuflados para encantar a la gente, utilizando, allí, telas negras; acá, caras blancas; acullá, tules de colores; telas variadas, pieles de retales, superficies toscas y finas y oscuras y brillantes. Manos que surcaban el aire en todos los sentidos, caras que se ocultaban en la sombra disimulando ser caras, cuerpos que querían ser la silueta de otros cuerpos. Y cintas de colores surcando el espacio sobre la cabeza de todos, diábolos que escapaban desde la atmósfera impulsados por sus cuerdas, bastones en forma de botella que siempre caían sobre manos malabaristas; la fe de niños y mayores, el hechizo, el sortilegio, el rápido accionar de los prestidigitadores.
         Así era la plaza en los días de fiesta. Así se vestían las tiendas, se encendían las paredes, se engalanaban las calles. La azotea de Santa Columba sostenía estoicamente la mirada del acueducto. Y corría por sus arcos, hilvanando aromas y leyendas, el desfile abigarrado de alegrías y tristezas: invisible y tangible a la vez, respirable y milenario, atropellado y sereno; el curso lento pero nunca detenido, el torrente de primavera, el arroyuelo de verano, el río de invierno; el curso: el inevitable curso de los tiempos.



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