viernes, 4 de febrero de 2022

DE LAS VACUNAS

  

DE LAS VACUNAS  

 


            Hubo un tiempo en que las máquinas hicieron el trabajo de la gente y la gente empezó a quedarse en paro. Fue en el siglo XIX. Entonces Jacques Ludd empezó a soliviantar a los obreros en contra de las máquinas. Y se formaron comandos que iban a las fábricas por la noche, cuando todo el mundo dormía, armados con mazos para destrozar todas las máquinas que encontraban: fueron los ludditas. Si a un luddita le hubieran preguntado para qué sirven las máquinas habría respondido: para no usarlas. O quizá hubiera preferido responder: para romperlas a martillazos; para destruirlas.

            Hace mucho que en los libros de historia el siglo XIX queda retratado en las estadísticas; la mortalidad infantil era enorme. Las estadísticas del siglo XX muestran, por el contrario, que ahora se mueren muy pocos niños. La razón hay que buscarla en la mejora de la higiene, en la mejora de las condiciones de trabajo, pero, sobre todo, en las vacunas; desde que hay vacunas ya no se muere la gente; la vacuna fue un gran salto adelante en la mejora de la humanidad.

            Sucede, sin embargo, que la ciencia no suele ser exacta; uno se toma un analgésico y es muy probable que desaparezca el dolor, pero no es seguro; lo que es casi seguro es que si no se lo toma le seguirá doliendo; eso no significa que sea un cobaya en manos del médico, como no es un cobaya quien usa un martillo averiado y se le rompe. La ciencia puede fallar a veces pero acierta casi siempre; pero el rechazo de la ciencia falla  casi siempre aunque a veces acierte; la diferencia es de talla.

            Se ha puesto de moda hacerle caso a cualquiera menos al médico; miles de personas creen con los ojos cerrados a cualquiera que no sea un especialista; le hacemos más caso al vecino que al mecánico, creemos más al peluquero que al maestro, oímos los consejos de un aficionado antes que los del arquitecto; y cómo no, de vacunas sabe más la calle que el hospital; si la calle dice que la vacuna es mala de poco servirá la opinión del médico; aunque en la calle se confunda el ARN con el ADN. Para no hacerle caso al experto nos inventamos la excusa perfecta: la vacuna le interesa a la industria farmacéutica, que se hace rica a costa nuestra; por lo tanto, ya no vamos a oír hablar de vacunas a quien entienda de vacunas, preferimos escuchar al ignorante porque él, claro, no trabaja para la industria farmacéutica.

            “Yo no vacuno a mis hijos bajo mi responsabilidad”, dice el ignorante. “Usted no los vacuna bajo su irresponsabilidad”, dice el médico. Pero, claro, como la ciencia no es perfecta, sólo el ignorante tiene la arrogancia de presumir de informaciones perfectas. Y, como los nuevos ludditas del siglo XXI, saca los martillos para destruir los laboratorios; como destruyen los talibanes las estatuas que no han hecho sus sacerdotes. Cuando les preguntamos para qué sirven las vacunas responderán, ufanos: para no usarlas. Y después de habérselo pensado responderán, más ufanos todavía: para destruirlas. Se cargarán, con la alegría del ignorante, los logros de miles de años de historia de la humanidad. Ya hubiera querido Miguelón, que tuvo la suerte de nacer y morir en el paleolítico lejos de la industria farmacéutica, ya hubiera querido tener, no una triste vacuna, sino una pequeña dosis de antibiótico; porque Miguelón murió de septicemia sólo porque alguien le había dado un golpe en la mandíbula.

 


 

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