viernes, 10 de diciembre de 2021

LA ACHIRANA DEL INCA

 

LA ACHIRANA DEL INCA 

 


            Quienes se creen superiores quieren ser diferentes; o al menos conseguir que los demás se lo crean. Se inventan una naturaleza especial, la meten en un pasado mítico y meten esas creencias en la gente a fuerza de mazo y violencia; al final ellos mismos acaban creyéndoselas; se acaban creyendo sus propias mentiras.

            Hubo un tiempo en que el Perú era el Tahuantinsuyo. El Tahuantinsuyo era el reino de los cuatro suyos,  las cuatro regiones del espacio, las cuatro esquinas de la tierra; que no era toda la tierra, sino solamente el vasto territorio que crece en los alrededores de los Andes. Y como su ignorancia les hace creerse el centro del mundo, la ciudad que fundan pasa por ser para todos el ombligo universal; y se lo tienen que creer todos; eso no es nada raro, pues también esas cosas les pasaban a los griegos.

            Las cuatro regiones de las que estaba hecho el mundo eran los cuatro puntos cardinales. Si nos ponemos farrucos, mi casa puede ser el Tahuantinsuyo pues sus cuatro lados dan, respectivamente, al norte, al sur, al este y al oeste. Pero eso no vale: pues para los antiguos habitantes del Perú los cuatro suyos eran los cuatro puntos cardinales de la tierra y como ellos no conocían ni Europa ni Asia ni áfrica, ni conocían Oceanía hasta que llegó Túpac Yupanqui, las cuatro partes del mundo eran las cuatro partes de los Andes; que eran montaña al norte y al sur y por el este eran selva; por el oeste, el suelo marino.

            El Tahuantinsuyo fue al término de la Edad Media un gran imperio. Los emperadores, que se creían superiores, hicieron creer que pertenecían a una raza diferente; los demás eran runas, es decir simples hombres, pero ellos eran incas u hombres superiores; las mujeres estaban de adorno. Los runas nacieron de pequeñas pacarinas, ríos, lagos, fuentes y cuevas superiores. Pero los incas nacieron en la gran pacarina de Tiahuanaco, que era el lago Titicaca; pretendieron emparentarse con los antiguos señores como los romanos pretendían venir de los antiguos griegos, los que invadieron Troya. Los hermanos Ayar salieron de sus aguas. Hubo un camino subterráneo entre Puno y el Cuzco y dice la creencia popular que hubo de aparecer la tierra con sus tres grutas o ventanas. De los hermanos Ayar, que venían de un pueblo de Tiahuanaco, hubo uno, que se llamaba Ayar Manco o Manco Cápac, que capitanearía, como un auténtico caudillo, el renacimiento y la regeneración del antiguo imperio.

            Pero para eso había que ocultar que venían de aquel pueblo. Quisieron creer y sobre todo que creyeran que venían del centro de la tierra y salieron de sus grutas interiores por el lago Titicaca; que su único padre era el sol; y que Ayar Manco murió convirtiéndose en altar, pues su cuerpo se volvió piedra. Sus hijos y descendientes reinaron sobre los runas pero ellos mismos no eran runas, sino incas. Y para no mezclarse con los runas los incas se casaban con sus hermanas. Los runas no eran nadie para ellos, pero ellos lo eran todo porque eran los hijos del Sol.

            El inca Pachacútec fue en Cuzco, como Octavio lo había sido en Roma, el gran ordenador del imperio. Pero Roma vivió después cientos de años y al Tahuantinsuyo sólo le quedaba un siglo. Cuando Pachacútec unificó el imperio España todavía no existía; existía Castilla, y Aragón, y Granada, y la suma de naciones no había hecho una gran nación todavía. El León fiero y libre y las cadenas de Navarra. Pachacútec aniquiló a los chancas, conquistó Chinchaysuyo y sofocó la rebelión de los collas; se afanó en volver a construir el Cuzco sin destruir el viejo, como Nerón, y levantó palacios y templos y fue el impulsor der la escuela y dotó al mundo de leyes y eso le hizo parecerse, en suma, a Carlomagno; impulsó una reforma agraria y separó las tierras del Sol, del Inca y de los runas, que conformaban el pueblo; y mandó cobrar impuestos porque si los sacerdotes necesitaban tributos para las tierras del Sol, y si los necesitaba el inca para alimentar sus palacios, también los necesitaba, para alimentarse, el pueblo; porque nunca olvidó que sólo se pueden cosechar bendiciones cuando se han sembrado beneficios; y si su hijo Túpac Yupanqui había de ser el gran explorador, sólo él, Pachacútec, había sido el gran legislador de Cuzco. 



            ¿Para qué cuentas las estrellas si no sabes contar los nudos de los quipus, que están atados a las cuerdas?

            Cuando los súbditos obedecen, deben los reyes ser clementes.

            ¿Dónde se encuentra la paciencia, dónde el ánimo? No, desde luego, en la ira, porque la impaciencia es señal de ánimo vil y la ira camina entre la embriaguez y la locura, aunque a veces también hunde sus raíces en la envidia (que es una forma de locura).

            La envidia es una carcoma que roe y consume las entrañas.

            No mientas. No robes. No holgazanees.

            El inca Pachacútec había conquistado el valle de Ica. Podía Ica ser un pueblo guerrero pero aceptó someterse de buen grado, hurtándoles a las armas la inevitable fusión entre los dos pueblos; el avance era imparable porque sabían que la voluntad del  inca, que presumía de sabio pero lo guiaba la ambición, sólo les iba a llevar a la hecatombe; y, puestos a depender de otros, buscaron en la paz que la libertad perdida no les llevara la ruina que habría supuesto resistir inútilmente con violencia y guerra.

            El inca era más señor; Ica era menos libre. Ica mantenía su esplendor; el inca, paternalmente, se aumentaría su brillo. El inca fomentaría su desarrollo; Ica, perdida la libertad, buscaba en la paciencia fragmentos de libertades que aún podrían disfrutar bajo el yugo de los incas.

            Pachacútec visitaba sus nuevas tierras. El ayllu es, más que una aldea, una tierra (marka) protegida por un dios (huaca) y gobernada por un rey (curaca). En uno de los ayllus había una joven hermosa; Pachacútec, en cuanto la vio, quedó prendado de ella. Y ella, poniendo en sus labios las palabras más dulces, le dijo al inca que con gusto se habría rendido como se rindió, abriéndole los brazos, el valle de Ica; mas su corazón tenía dueño y por eso no pudo ceder a la conquista del inca; amaba a un joven que había corrido, de niño, por las tierras del ayllu donde brillaba el sol, y el día, los cerros y la tierra.

            Pachacútec comprendió. En otro tiempo habría cedido a la ira impulsado por el ardor guerrero, mas donde no hay ira deben los corazones hacer gala de paciencia.

            ¿Podría entregarse a la bebida? ¿Podría ahogar su pena haciéndose esclavo del alcohol, sucumbiendo a los vapores de la chicha? No, que la embriaguez nos quita la libertad y un corazón que no es libre transforma la embriaguez en locura y la locura es puerta que conduce a la impaciencia: y ya sabía Pachacútec que la impaciencia es señal de ánimo vil y él no era villano sino noble, él no era runa: sino inca.

            Podría privar de libertad al amado y eso liberaría a la hermosa joven: mas no su corazón, que seguiría estando cautivo del joven preso. Además, él se convertiría en ladrón y ningún inca roba lo que no le pertenece, si no lo conquista.

            Entonces tendría envidia de aquel joven; y del aire que respiraba la joven bella, del vestido que acariciaba su cuerpo, de la luz que se metía en su mirada, y de las voces que sosegaban sus oídos; y de la música. Pero la envidia es una carcoma y él no deseaba que se le consumieran las entrañas como si estuvieran en fuego. 



            Y tuvo que aceptar la realidad el inca Pachacútec. Aceptó que él, que era señor del mundo, no podía ser señor de la doncella; que ella tenía otro señor, aunque también su señor fuera el inca, pero lo era del ayllu donde vivía, no del corazón de ella. Todas estas cosas no las habría comprendido si hubiera conquistado el valle a sangre y fuego, si en Ica hubiera retumbado la guerra; entonces la ira se habría desbocado, su corazón, ebrio de amor, habría estado loco de furia, loco en la violencia; y la envidia le habría roído las entrañas y se habría consumido y habría perdido su nobleza, su majestad, mostrándose como salvaje y no habría sido el inca. La paz, sin embargo, despertó la concordia y silenció las voces salvajes que a veces nos arrebatan porque todos las tenemos dentro.

            Y aceptó la realidad y pudo, por un día, alimentar la majestad del ser magnánimo y no despertar al salvaje que dormía en su altivo altar mayestático, despreciativo, orgulloso y ciego. Quien siembra vientos recoge tempestades. Él había preferido, por una vez, sembrar abono para tener buena cosecha. Se resignó. Pero antes de marcharse quiso dejar huella de su amor. Quiso que se recordara siempre lo que ella le había inspirado, un palacio, un Taj Mahal que dijera al mundo que el corazón del inca había amado; que había vibrado intensamente por aquellas tierras.

            -No, señor, no quiero palacios que me hagan creer que soy más que las otras gentes que pueblan la tierra. Nada te pido porque quien dones recibe obligada queda, y yo no puedo entregarte el corazón que me pides: pues los corazones son del cielo y la obligación del inca doblega sólo las fuerzas de la tierra. Sólo te pido un don por el que llegarás a ser recordado por mi pueblo. Y por mí, porque sembrarás mi gratitud, te lo aseguro: muchas tierras están sin agua en el valle de Ica y la necesitan, ¿por qué no se la das, señor, y salvas con ella la vida de muchos runas?

            El inca alzó la mirada, altivo, y se perdió en sus ojos la humildad de la tierra. Altivo para mandar en la tierra hostil cuando el inca es su dueño; humilde para obedecer al corazón, que manda en el inca. Quien siembra dones tendrá cosecha.

            -No pasarán diez días y todos los campos tendrán su acequia.

            Cuarenta mil hombres se pusieron a abrir la tierra. Los cuarenta mil soldados del inca. Y antes de que pasaran diez días el agua del río regaba el valle. Y el inca, trabajando para el corazón de la joven, trabajó para su pueblo; y trabajando para su pueblo trabajó, también, para sí mismo, pues los pueblos que producen mies también pueden pagar tributo. Así fue como, por causa del amor, Pachacútec construyó una achirana; que en quechua quiere decir “lo que corre limpiamente hacia lo que es hermoso”. Y fue la huella de su amor plantada en aquellas tierras, ayudándolas a vivir pues que la memoria sólo recuerda lo que día tras día les recuerda que viven. Ya fue para siempre la achirana del inca. El regalo del amor, el palacio del valle, que por una vez no sucedió que quien siembra vientos recoge tempestades. Esto lo debía recordar el inca Pachacútec. Lo tendría que recordar también Túpac Yupanqui. Que lo podría haber tomado del ejemplo de su padre.

 


1 comentario:

  1. Hermoso recordar nuestro pasado de una manera franca y comparativa con Europa y con sus líderes. El amor hermoso corre de forma cristalina por los ojos de quien ama.

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