HABLEMOS DE ESTRATEGIA
AITOR
Juan llevaba un rato hablando.
La clase, envuelta en el aroma de la hora de comer, esperaba con impaciencia
que sonara el timbre. Y esa impaciencia eran mentes desconectadas, chicos
distraídos, jóvenes adolescentes cansados en cuerpo y alma: en cuerpo, porque
el culo no aguantaba más la enésima hora de estar pegado a la silla; en alma,
porque la fatiga anulaba el entendimiento y vencía a la voluntad, seguramente
porque las neuronas, acurrucadas en el cerebro, perdían fuerza, elasticidad y
lozanía.
Aitor
estaba sentado al final de la clase, junto a la ventana. No paraba de mirar
afuera y perseguía a las hojas, a los árboles y a los pájaros con la vista. Sus
pupilas destilaban un tedio neblinoso; sus manos, certeras, enredaban en las
carteras y sus brazos revolvían todo lo que podían revolver. Acertó a pasar por
allí el jefe de estudios. Aitor se acercó al cristal, gesticulando
hiperbólicamente, para revolverlo todo sin interesarse por nada. En el fondo
era sólo una pose; la pose del guerrero que, desencantado y cretino, provocaba
a la gente y la distraía de su aburrimiento.
-¡Aitor!
–exclamó Juan-. ¡Estate atento!
Aitor se
removió en su asiento. Su mirada, de cejas levantadas, tenía en su insolencia
una cierta dulzura; algo había en él que parecía tierno como si buscara abrigo.
Aitor, simulando un interés que no tenía, se removía con insolencia y miraba
por la ventada, lleno de hastío.
-¡Aitor!
¡Que te estoy hablando!
Desprecio en su mirada; la
misma mirada que, expresando ternura, destilaba odio; indiferencia.
-¡Aitor!
¿Me oyes?
El
desprecio grabado en su cara se estiraba; su cara desdeñosa provocaba ira; sus
facciones, sin embargo, rezumaban tranquilidad aunque su mirada arisca, apagada
en las mejillas, estaban enrojecidas por el sentimiento; y aparentaba no
sentir: desbordando provocación absurda, deliberada y necia. Juan lo sentía,
pero no se daba cuenta. Su exaltación, contenida como un volcán, rezumaba lava
y las lágrimas de fuego anunciaban explosión entre fumarolas. Quizá el propio Juan
tuviera el rostro rojo como el de su alumno. Quizá sus mejillas, excedidas por
la impaciencia, tuvieran también ardientes tonos que encendieron un color
rosado anunciador de la pasión, la desesperación y la ruina.
-Si
sigues así te voy a poner un cero.
Aitor
levantó las cejas y lanzó chispas; y puso también asco en la mirada. Su voz
exhumaba rabia al contestar.
-Sí, pon
un cero, y otro, los que quieras…
Juan
acusó el golpe y eso lo paralizó; se repuso en seguida, consciente de que ganar
o perder dependía de la rapidez con que reaccionara. Su mente volvió a estar
lúcida.
-No tengo
interés en suspenderte, pero créeme que no me temblará la mano si me obligas a
hacerlo. Mira –levantó la vista mientras escribía-: ya te he puesto un cero.
-Tú sigue
–contestó Aitor con insolencia, sin abandonar su expresión desdeñosa.
-¿Perdón?
Juan
estaba desarmado; lo último que esperaba era que a Aitor le importara un pito
suspender.
-Suma,
suma y sigue –persistió en su desafío-. Pon un cero y otro, colecciónalos; haz
lo que quieras con ellos.
El
nihilismo de sus palabras concordaba con sus ojos vacíos, su ademán irredento y
su indiferencia aparente; había una falta de ilusión en aquella mirada; una
ausencia de horizontes que se escondía tras de su agresividad.
-Suma,
suma y suma –insistía vengativo-: pon todos los ceros que quieras; haz una
colección y luego enséñalos en la sala de profesores: así serás feliz.
Aquello
era más de lo que Juan podía tolerar. De repente se cuadró ante él, puso los
brazos en jarras y lo retó con la mirada. Aitor acusó el golpe; se sintió
desarmado y esperó el contraataque.
-¡Oye,
guapo! –exclamó; y sus ojos lanzaban ira-. ¿Acaso te he faltado yo al respeto?
Entonces ¿por qué me faltas tú? Por más que me ataques no encontrarás odio, por
más que me insultas no te insultaré nunca; lamento decirte que, si lo que
buscas es que sea injusto, no lo seré; querrás que te derrumben porque en el
fondo sientes que eres un desecho, y quieres ocultarlo haciéndonos desechos a
los demás: no lo conseguirás; cuanto peor me trates menos conseguirás que te
trate mal, y te respetaré mientras tú te hundes en el cieno; serás incapaz de
respetar y te sentirás perdido; impotente y atado a la rabia, mascullando tu
odio y aguantándote la ira.
Juan dijo
aquellas palabras con determinación, con toda su razón y su energía; y el
corazón que puso en ellas acabó desarmándolo por completo. Enmudeció
repentinamente, tuvo que envainársela y lo miró con recelo; en su mirada,
ahora, las chispas ya no eran de odio; eran de desesperación, de cólera; le
hubiera clavado las uñas pero no podía; no se odia a quien, por más que lo
retes, está resuelto a no faltarte aunque tú le faltes al respeto.
Juan supo
que había vencido. Y el pobre Aitor, cuando se desvaneció de su rostro la
insolencia, se sintió desnudo; su corazón salvaje, atrapado en su propia
trampa, se le encogió y se hizo un nudo; pareció de repente un vagabundo roto,
sin comida y sin abrigo: sin verdaderos amigos; se sintió solo y tuvo frío.
Juan sintió algo en su telepática mirada. Y los dos supieron que los había
unido un lazo invisible, aunque Juan tuviera que castigar y el joven siguiera
mereciéndose el castigo.
GUERRA Y PAZ
Apenas
sabía quién era Aitor. Lo había tenido en clase cuando no sabía quiénes eran
todos. Pero, mientras se familiarizaba con los rostros, Aitor desaparecía.
Hasta que fue sancionado por absentismo; y se dio la paradoja de que lo
expulsaron de clase precisamente por faltar a clase. Y luego siguió faltando.
Le enviaron notas a su padre, que nunca hizo caso de ellas. Aitor, como quien
va a un lugar que no le va a servir de nada, huía del instituto.
Luego se
encaraba con los profesores que le reñían. Corría la voz de que se había
enfrentado con Paredes; también se decía que había insultado a Elisa, y a León,
y a Ángel. A Elisa le había dicho que era una desgraciada, que estaba histérica
y llena de frustraciones; a Ángel le había llamado inútil; a Paredes, amargada;
y que se fuera con su fulano, el ratón de Roma; lo volvieron a sancionar.
Primero fueron amonestaciones, después faltas leves y después faltas graves:
por acumulación de faltas leves. Eurico habría querido empapelarlo por la vía
directa, pero no se atrevía; Radón no tenía más arrestos que los de su propia
pusilanimidad; pero al final, las faenas de Aitor eran tantas y tan gordas, que
no tuvieron más remedio que actuar con contundencia.
Entre
faltas y sanciones, en el mes de noviembre apenas le habían visto el pelo. Que
era lo que él quería. Para Juan, prácticamente era un desconocido. Y cuando se
lo encontró en clase, ya con aura de conflictivo, lo descubrió su mirada y ya
no se le olvidó nunca. Tenía un ojo caído, como Rambo; su mirada triste no
parecía violenta: como la de Rambo. Sin embargo, apenas empezaba a hablar, su
rencor se derramaba en tristeza. Parecía un chico bueno y era el alma de
Satanás. Cuando tocaba el timbre, que se levantaba para ir al pasillo, se veía
su hombro caído; y su silueta, como Gary Cooper, era inconfundible.
Se lo
encontró en clase con su mirada desvalida. Con la apariencia sumisa. Con el
ademán pacífico. Sin embargo no se podía estar quieto. Algo en su interior lo
impulsaba a mirar por la ventana, a increpar a quien pasaba, a empujar al de al
lado con el codo, a doblarle el cuaderno, a cerrarle el libro, a pintar en la
mesa, a tirarle de la manga…
-Saca el
libro, Aitor –había dicho Juan.
-No
tengo.
-¿No lo
has comprado?
-Sí, pero
lo tengo en casa.
Y lo
decía con una tranquilidad pasmosa. Y de cuando le dijo que los libros no se
compran para tenerlos en casa, Aitor le miraba sin ni siquiera encogerse de
hombros. Juan, entonces, lo ignoraba. Ignorancia era lo que quería Aitor. Y que
le dejasen campar a sus anchas. En los recreos, por el pasillo, tenía fama de
amedrentar a sus compañeros. Ilse había sufrido sus burlas. Pedro sus
empujones, además de sus insultos. Y con los pequeños de la ESO las voces que
corrían eran peores.
Juan
estaba resuelto a no dejarle cruzar las líneas rojas. No lo hostigaría, pero
tampoco le permitiría romper el orden necesario para la convivencia. En su
corazón sensato, Juan sabía que la paz no puede cimentarse sin anular las
amenazas de guerra: eso implicaba problemas; porque la paz, por desgracia, es
una lucha contra los tiempos difíciles; no se puede vivir siempre en un idilio
porque a veces, simplemente, los otros no te dejan. Pero Juan sabía que
resistir pacíficamente es lo contrario de fomentar la guerra. A lo mejor esto
no lo tenía claro su padre.
Ni Radón.
Ni Ángel. Ni león. Ni Elisa. Ni Eurico. Ni Paredes.
EL
ARTE DE LA GUERRA
Se acercaba la hora de salir;
Juan miró en su reloj y faltaban cinco minutos. La clase era ruidosa, la hora
era la última y era, más que el hambre, el cansancio. Acababa de hacer una
pausa y los alumnos estaban revueltos; sabía que no podía parar en una clase, y
menos cuando acababa la hora, y mucho menos aún cuando era la última hora de la
mañana: Juan falló, por descuido, en empezar inmediatamente otra actividad
después de la pausa, y aquel día dejó correr medio minuto antes de buscar en
sus papeles; aquel descuido le resultó fatal.
Porque empezaron todos a
ponerse las chaquetas y Juan, haciéndose el ofendido, puso una cara muy seria.
-¿Qué pasa? –dijo.
Nadie dijo nada. Juan esperó un
rato, y al ver la callada por respuesta sin que por ello se hiciera el silencio
los retó de nuevo.
-¿Que qué pasa, digo? ¿Por qué
os estáis poniendo las chaquetas?
Juan, evidentemente, ya conocía
la respuesta; pero los miraba de hito en hito y tuvo que salir el más inocente
para sacar de apuros a los sobreros.
-Es que va a sonar el timbre.
Juan lo miró, volcando en aquel
reto la ironía del que muestra que está agotándosele la paciencia.
-Ya, ya lo sé. ¿Y qué?
Silencio. Se oirían las moscas
y no habrían sentido respirar si hubiera sido verano; pero ahora, en otoño, se
le oía echar el aire por la nariz.
-¿Cuánto falta para que suene
el timbre?
Miró a Maia, que se incomodaba
con su insistencia.
-Cinco minutos -contestó.
-Muy bien. Si no me falla la
memoria, en cinco minutos hay trescientos segundos; hay que contar hasta
trescientos para que suene el timbre; y en trescientos segundos se pueden hacer
todavía cosas.
Los miró con exasperación.
Permaneció algunos segundos clavándoles las pupilas y luego, cansado de
desafiarlos, aparentó rendirse.
-Está bien; quitaos las
chaquetas.
De momento hacían oídos sordos;
nadie se las quitaba.
-¡Que os las quitéis! –gritó; y
entonces todos los chicos se las quitaron.
Todos menos uno. Aitor
permaneció con la chaqueta puesta, sin ira pero sin ganas, dispuesto al reto.
-¿Aitor?
-Qué –se hizo el desentendido.
A Juan le exasperaba aquel
cinismo.
-¡Que te quites la chaqueta!
Aitor lo miraba, impasible.
Seguía sin enfadarse pero estaba dispuesto a tocarle las pelotas. Juan, ahora
sí, le clavó la mirada. De aquel reto saldría ganando o perdería plumas; y no
le quedaba otra que recoger el guante, so pena de perder su autoridad y su
prestigio.
La suerte estaba echada: Aitor
lo había puesto entre las cuerdas. Si Juan no luchaba, quedaría por cobarde: si
peleaba sin medir sus fuerzas, quedaría por bruto; y si peleaba con nobleza,
ganaría: entonces importaba menos quién se llevara el gato al agua; pero tenía
que ser el profesor. Un profesor cobarde no se impone; un profesor bruto pierde
el respeto; y un profesor noble no sólo es respetado, sino querido; si un
profesor noble, delicado y decidido gana la batalla, es un profesor aceptado
por sus alumnos; si gana el alumno, en la misma victoria tendría su fracaso,
porque un alumno innoble y bruto no pesa nada con su valentía ante un profesor
noble, delicado y valiente. Aunque haya perdido. La victoria es importante,
pero lo más importante no es haber llegado: lo más importante es el camino.
Juan oyó entre brumas la voz
insolente del alumno.
-¿Dónde está escrito que me la
tenga que quitar?
Y Juan, con sus cinco sentidos
puestos, consciente de que ante los chulos no perder la cara no significa sólo
no perder la razón sino no parecerlo, se resignó a aceptar que aquella lucha se
había convertido en espectáculo. La clase no era una clase, era la arena de un
circo; una cancha de juego, un cine, era el recinto de un teatro. Y en ese
circo empezó a jugar su papel, poniendo en juego su persona, haciendo de la
labor callada un grito. No tenía que actuar para el alumno, sino para el
público. Y eso enrarecía el ambiente; ser profesor no es exhibirse sino hacer
una labor callada, aunque todo profesor sea, aunque no lo quiera, un actor
expuesto a las miradas del público.
Así que Aitor no quería
quitarse la chaqueta. La pelota estaba en su tejado: tenía un segundo,
dos como
mucho, para darle la vuelta a la situación y recuperar la voz cantante. Con su
pregunta Aitor lo había tumbado, inmovilizándolo en el suelo; con su respuesta
Juan tenía que recuperar la iniciativa: el arte de la guerra se cifra en
sorprender,
conservar la libertad de acción y ser el más fuerte en el punto
decisivo.
Sorpresa. En una fracción de segundo le vino a la mente una idea
para crear un golpe de efecto.
-De modo que no está escrito en
ningún sitio que tengas que quitarte la chaqueta.
Un silencio expectante.
Entonces le lanzó la granada.
–Cuando vas al váter tú usas
papel higiénico, ¿no?
-Sí.
¿Y ahora, por dónde me va a
salir éste? Aitor estaba desconcertado. Había perdido la libertad de acción.
-¿Y dónde dice que tengas que
usarlo?
Zas. En la boca. Había sido el más fuerte en el punto
decisivo. Había perdido una batalla cuando Aitor lo puso en ridículo, pero
acababa de ganar la guerra.
Se quedó mirándolo
intensamente. Al cabo de un rato empezó a quitarse la chaqueta.
Había vencido. Aquel quitarse
la chaqueta con parsimonia le parecía eterno. Juan, después de aprovechar los
minutos, respiraba, aliviado internamente; y, mientras guardaba los libros en
la cartera, se dijo a sí mismo que aquella mañana se había ganado el respeto. Y
había ganado un amigo.