EN EL PALACIO DE
CRISTAL
1.
Entraron en el parque del retiro. El autobús flanqueaba
el estanque, en cuyo centro se elevaba un chorro de agua que parecía un géiser.
Había barcas remando y pájaros que iban y venían. El autobús giró por detrás de
la terraza al borde del estanque, y subía hacia la derecha por una carretera
larga. “Escuela de hostelería”, leyó Juan Luis desde la ventanilla. Más
adelante había otros letreros; rocódromo, pabellón de cristal, Madrid Arena. Se
detuvieron al final del camino. Todos se bajaron y empezaron a caminar por una
ancha avenida; al borde de una parecilla rocosa, junto al promontorio de
césped, había una paloma muerta; varios chicos la estaban mirando. Juan Luis
les apremió desde atrás.
Sólo había una puerta abierta en la larga hilera de
cristales que rodeaba el edificio. Había una cola para entrar y, uno por uno,
iban entrando los espectadores mientras mostraban sus bolsas al portero. El
portero mandó tirar a la basura una botella de agua de medio litro. Juan Luis
supuso, en seguida, que harían lo mismo con la de litro y medio que llevaba él,
y se apresuró a sacarla de su mochila; cuando se disponía a tirarla, otro
acomodador, que estaba enfrente del primero, congeló su movimiento con un gesto
de la mano.
-Vayan al bar y pidan vasos de plástico; vacían la
botella en ellos y así podrán pasar.
Así lo hicieron. Ingrid pidió tres vasos y los llenaron
de agua. Eran vasos de medio litro, de modo que la botella quedó casi vacía.
Doris pasó con ellos y se aislaron del resto del grupo. Eran las seis menos
cuarto. Allí se enteraron de que el partido empezaba a las siete y tenían, por
tanto, una larga hora de espera.
Penetraron en el recinto. Una pista rectangular con dos
canastas se extendía abajo, rodeada de asientos; no eran gradas, eran sillas
negras; parecían confortables. Cada dos sillas había doblados sobre el respaldo
dos ejemplares de un periódico deportivo. Las sillas subían por sendos planos inclinados
que se abrían por los cuatro costados, y terminaban abiertos en cruz como el
envoltorio de una magdalena cuadrada. En las cuatro esquinas había sendos
huecos ocupados por cuatro grandes pantallas. Sobre sus cabezas, sobrevolando
las sillas y el terreno de juego, había un dirigible; un dirigible de juguete.
Los planos inclinados estaban cuarteados en sendos compartimentos, que aislaban
porciones regulares de sillas abatibles; entre las hileras, un borde metálico
se alargaba para poder caminar por él, cuando se tenía necesidad de salir, y no
molestar demasiado a la gente que se veía obligada a encoger sus rodillas.
Entraron en un compartimento bajo muy próximo a la
cancha; desde allí se vería el partido perfectamente. Se sentaron en una
hilera, junto con Íñigo y sus padres; los chicos se habían puesto juntos.
Ojearon un rato la revista deportiva, y después pidieron una de aquellas otras
revistas que diversos repartidores ofrecían por todo el estadio: era del
Estudiantes; aquel equipo de baloncesto se promocionaba a todo color, en papel
couché brillante y suave al tacto. En lento goteo fueron saliendo pequeños
grupos al pasillo, donde había servicios a intervalos regulares como un
cinturón de asteroides. Allí estaban las escaleras que conducían a las partes
altas del estadio.
Se comieron el bocadillo, se bebieron el agua y todavía
esperaron para sacar las patatas; como era de esperar, nadie comió fruta. Juan
Luis salió al pasillo por encargo de Ingrid para comprar unas bolsas de
palomitas. Los chicos ya no se movían de sus asientos. Desde hacía un rato
habían salido a entrenar los dos equipos y les encantaba mirarlos. Eran unos
gigantones con unos pantalones que les colgaban como faldillas; encestaban
desde lejos y se encaramaban al aro para hacer los mates; daba gusto verlos. Y
cuando por fin iba a empezar el encuentro, el pasillo se llenó de gente; una
marea humana se quedó de pie obstruyendo la vista de los que allí se habían
sentado. Jun Luis esperó un momento, dando tiempo a que se acomodaran, pero al
ver que no se movían se dirigió a uno de ellos:
-Oye, por favor, ¿os podéis sentar?
-La gente no se sienta. Cuando empiece el partido todo el
mundo se levanta.
-Ya, pero nosotros llevamos ahí una hora esperando, y
ahora resulta que no nos dejáis ver. Haced el favor de sentaros.
-Todo el mundo va a ponerse de pie. Siempre es así.
Juan Luis no entendía. Le tranquilizaba que aquellos
jóvenes no tenían cara de matones, a pesar de que iban ataviados con cruces de
hierro, símbolos de paz, algunos emblemas agresivos... ninguna svástica. Tenían
el pelo perfectamente lavado y la cara limpia; los ropajes parecían recién
comprados, había mucho orden en los atuendos y los cabellos largos, bien
peinados y sedosos, parecían del cartón de las películas. Buscó entre ellos
caras de gamberro pero no las encontró. Había gente morena, de rasgos
orientales o caras andinas, pero lo que predominaban eran chicos rubios, chicas
de ojos azules y pelo claro, y hasta un chico con barba de estudiante que no
encajaba en aquel grupo. Pensó que serían pijos. Gente de economía desahogada,
hijos de papá. Había oído decir a Doris que los pijos van bien aseados y bien
vestidos, con ropa de marca, presumiblemente cara, aunque llevaran pantalones
rotos; los rotos aquellos se pagaban caros en las tiendas.
Y a pesar de que sus respuestas eran corteses, la
determinación de seguir allí le hizo salir al pasillo. Llamó a uno de los dos
vigilantes y vino una chica. Él la llevó hasta el lugar y le explicó
rápidamente la situación. La chica, incómoda, se explicó dando por supuestas
cosas que para él no eran evidentes.
-Ellos se ponen allí todos los
domingos. La gente lo sabe, todo el mundo cuenta con ello, es una costumbre.
-Ya, pero yo no soy de aquí no
tengo por qué saberlo. Llevo una hora esperando y si alguien me hubiera avisado
antes me habría puesto en otro sitio.
-Sí, pero nadie dice nada y todos saben que es así.
-Pero no nos dejan ver. Estoy ahí sentado, con mi mujer y
mi hija, y de repente se han puesto delante y no nos dejan ver. ¿Qué culpa
tenemos? Venimos en un autobús desde Segovia y nadie nos ha dicho nada. Somos
sesenta personas.
Al oír eso la chica abrió los ojos en señal de sorpresa,
dando a entender que lo comprendía; pero la situación era intocable.
-Eso todos los domingos es así, comprenda. Pueden cambiar
de sitio, allí hay muchos asientos libres- dijo, señalando hacia arriba-. Yo no
puedo hacer nada. Sólo llevo dos días trabajando aquí... Habría que llamar a la
seguridad.
Juan Luis sopesó la situación rápidamente. Se trataba de
una costumbre del estadio, y parecía inamovible. Decidió no crear problemas
llamando a la seguridad. El disturbio que se podría haber causado habría sido
grave, pudiéndose llegar a enfrentamientos violentos; era preferible no
calentar el asunto, a pesar de que había un claro conflicto entre la justicia y
la costumbre (la organización era la verdadera responsable, no aquellos chicos
que acudían pacíficamente a su diversión dominical; era responsable, por no
avisar mediante paneles a la gente anónima que venía).
Miró a los asientos de arriba. Había muchos huecos
libres, pero de ningún modo para que se sentara todo el grupo junto. Miró a la
acomodadora con aire resignado.
-Está bien, nos cambiaremos de
sitio. Procuraremos ponernos donde podamos. ¡Qué le vamos a hacer! Muchas
gracias.
La acomodadora recibió aquella despedida con alivio, dijo
un “lo siento” de cortesía y se marchó. Cuando buscaban la tribuna con las
mochilas y las chaquetas dirigió una frase de queja a uno de los segovianos del
autobús. El hombre parecía al corriente de todo.
-¡Claro, es “La Demencia”!- le dijo, y Juan Luis
comprendió que era una peña, que tenía aquel nombre tan extraño, y que prefería
ver el partido de pie a pesar de que había asientos suficientes para todos.
Se colocaron en su nuevo lugar. Desde allí, al estar en
una posición más elevada, la vista abarcaba mejor todo el estadio. Bajo ellos
se divisaba una masa informe, un bulto de gente que llenaba sin dejar resquicio
toda la esquina de la discordia; y desbordaba, como un tumulto que durante el
partido se movió como las olas del mar (al unísono y cadenciadamente), buena
parte de las filas delanteras que había más allá de la baranda.
Y empezó el partido. Mejor dicho, había empezado hacía ya
diez minutos. El Estudiantes se batía con elegancia contra el equipo visitante.
Eran movimientos más anárquicos que el ballet lo que había en la cancha, pero
menos tumultuosos que el fútbol. Bueno, lo pensó mejor; el juego del fútbol
tenía su orden, porque las idas y venidas de los jugadores, en pausados ataques
y contraataques, también parecían flujo y reflujo como las olas del mar. En
realidad lo que parecía tumultuoso era su público; pero pronto podría ver que
nada le tenía que envidiar el del baloncesto.
Entonces descubrió para qué servían los periódicos que
encontraron en los asientos. Observó que, mientras veía al partido, un miembro
de la Demencia hacía tiras con una doble hoja, las juntaba y luego las partía
en trocitos pequeños; los juntaba todos entre los dedos pulgar e índice y,
cuando el Estudiantes marcaba un tanto,
los tiraba al aire y caían lentamente como una lluvia de confeti. Su atención
se dividió: a ratos miraba en la cancha el desarrollo del partido, y a ratos se
recreaba la vista en la contemplación de la peña. La Demencia extendía los dos
brazos, y una lluvia de brazos se levantaban y se encogían sobre el aire,
ritmando al unísono una canción primitiva:
Es – tu,
Es – tu,
estudian – tes.
Parecía un estruendo
atronador. Frente a ellos, arriba, al fondo, en el rincón derecho, había otra
peña con una pancarta que recorría la baranda de parte a parte: eran “Los
impresentables”. Junto a él, en el pasillo, Fernando no paraba de tirar al aire
aviones de papel; los mismos aviones cuya fabricación le encargaba a su padre;
unos volaban majestuosamente, otros describían un vuelo torpe, otros caían en
picado; los que caían en picado eran los del papel brillante con el que estaba
hecha la revista: un papel couché más espeso, más pesado, que le quitaba al
morro la ligereza que les permitía levantar el vuelo. Muchos caían sobre las
cabezas de los espectadores, aterrizaban entre los asientos o se estrellaban en
los pasillos, y los gritos de Fernando y Daniel, corriendo como descosidos,
subiendo y bajando por los pasillos, estallaban en una explosión de vida; los
dos niños, lejos de estar sujetos en las prisiones de las sillas, se agotaban
divirtiéndose y se lo pasaban a lo grande.
Así transcurrió el partido. A intervalos muy seguidos se
llenaba el espacio de papelinas, porque todos las tiraban al unísono. Y llegó
un momento en que el bullicio era realmente atronador. El equipo local perdía
por veinte puntos de diferencia y el público, en un intento de marear al
visitante, hacía retumbar la sala cada vez que le tocaba tirar. El griterío era
infantil y alegre cuando jugaba el Estudiantes. Pero sombrío y lúgubre, como
una letanía prolongada, cuando les tocaba a los otros contraatacar. Ingrid, que
estaba sentada tras él, tiró del hombro a Juan Luis para expresarle su
desagrado por esta forma de comportarse. Le asqueaba que quisieran romper la
concentración del equipo visitante, a pesar de que no lo conseguían; sus tiros
hacían canasta casi siempre. Pero la prolongación de los gritos acabó
consiguiendo el desgaste; el adversario empezó a perder posiciones y, tras
igualarse el marcador, el Estudiantes terminó ganando por once puntos de
diferencia. Ingrid estaba muy irritada. No sólo le molestaba la falta de
deportividad, sino que seguía dolida por la falta de respeto que les había
hecho buscar otro sitio donde sentarse. A la mañana siguiente todavía le duraba
el enfado.
Cuando salieron del estadio
todos hablaban de lo que habían visto. A Juan Luis le hacía reír, al tiempo que
le provocaba rabia, una de las frases más repetidas:
Angulo,
por chulo
te van a dar por culo.
Eso iba para el árbitro. Para
uno de los cuatro árbitros que había. Un verso de tres sílabas en palabra
grave. Un silencio para descansar. Otro trisílabo soltando adrenalina en la
segunda sílaba. Otro silencio. Y el chorro de sílabas del tercer verso,
descolgándose sobre el estadio en un ritmo binario: una sílaba débil, otra
fuerte; otra tónica, otra átona; y así por tercera vez, hasta que la última
sílaba se perdía sonoramente en el imperio de la atonía.
2.
Salieron a la calle. Entre la
riada de gente se perdía el espacio, saturado de cuerpos, se perdía el tiempo
(largo, más largo cuanto menos espacio libre había): se perdía la paciencia.
Después de un lento y largo peregrinar, salieron a la calle. Los niños
jugueteaban y con cualquier cosa se divertían: se subían a la parecilla, se
subían al talud, se subían a la valla; hacían carreras en el borde plano del
muro, saltaban de un lado para otro entre césped y cemento, se buscaban, se
retaban, se perseguían. Salieron calle abajo y torcieron hasta la salida, hacia
el lago. Les habían dicho que tenían un par de horas para expansionarse.
Inmediatamente Ignacio hizo la oferta:
-¿Por qué no nos sentamos a tomar un trago?
A Mariano le pareció una buena
idea. Ingrid y Juan Luis estuvieron de acuerdo, como lo estuvo Iñigo, dispuesto
siempre a apuntarse a un bombardeo. Alicia, viendo la actividad de Fernando,
siempre corriendo con los otros niños, siempre enredando, también estuvo de
acuerdo. Y Doris también; tenía ganas de estirarse un poco, después de las dos
horas sentada que había pasado viendo el partido, pero no tenía ganas de
caminar: sentarse en una terraza era lo que deseaba. Llegaron a un bar. En la
terraza, las mesas estaban llenas. Vieron que al otro lado de la caseta había
una terracita con mesas también, un poco más pequeña; sólo la mitad estaban
ocupadas: entraron.
Juntaron las sillas de dos
mesas contiguas y poco a poco se fueron acomodando. Fernandito no paraba de
enredar. Se subía a la valla y su padre no paraba de vigilarlo, temeroso de que
en un descuido se fuese a caer al lago. Pidieron una cerveza. Doris e Íñigo
pidieron un helado. De chocolate. Fernandito prefirió un polo de esos que cuando se comen liberan
un juego en forma de hélice, una especie de helicóptero, que se acciona
rodándolo entre las manos: sus dedos estaban pegajosos; chorreantes de líquido
pastoso que se le deshacía con el calor, porque no chupaba mucho el helado y
sólo lo chupaba por el borde: la parte baja le chorreaba por las manos, los
hilos de agua azucarada y pegajosa le llegaban a las muñecas y a punto
estuvieron de volverle también pegajosas las mangas: si sus padres no toman
cartas en el asunto; Ignacio cogió el polo cuando ya su hijo se lo regalaba, y
lo llevó al servicio buscando un lavabo donde poder limpiarle las manos.
Volvieron al cabo de un rato y ya las cervezas estaban por la mitad de los
vasos. Ignacio le dijo a Fernando que siguiera jugando, pero poniendo mucho
cuidado de no caerse. Abajo, junto al borde del lago, estaban los patitos. Una
manada de patos preciosos que flotaban sobre las aguas mansamente.
Las sillas eran de hierro, con
barras para apoyar los brazos, y espacio: mucho espacio; sobraba espacio porque
la gente no sobraba. Íñigo, como un pachá, se estiraba todo lo que podía con
las piernas extendidas. Todos estaban sentados en torno a las dos mesas que
acababan de juntar, y formaban un corrillo bien colocado con ganas de charlar
un poco. Doris apuraba mansamente su coca-cola. Sus padres, desparramados
también sobre la silla en la que apoyaban sus espaldas, no eran tan invasivos
como sus hijos a la hora de ocupar espacio; sus piernas cruzadas se extendían
también, pero ateniéndose a los límites de la mesa, sin quitarse el sitio unos
a otros. Ignacio llegó cuando hablaba Mariano.
-... y como veis, los
jugadores son unos linces. Tampoco eran malos los hinchas, a pesar de invadir
de repente nuestro campo visual. Hay que reconocer que ellos también estaban en
casa, y éramos nosotros quienes no conocíamos sus costumbres.
-El juego era precioso –dijo Juan Luis-. Yo no había
visto nunca eso, y he de confesar que he salido maravillado. El deporte es una
cosa bonita. Dejemos de lado todo el negocio que hay montado junto al
espectáculo.
-Yo estoy sorprendido- dijo
Mariano- de la estupenda dinámica que hay entre los jugadores y el equipo. Para
mí llega a ser un auténtico misterio: ¿cómo es posible que se integren los
jugadores? ¿Cómo puede una persona olvidarse de sí misma para beneficiar al
conjunto?
-Eso no es así- dijo Ignacio, incorporándose a la
conversación-. Recuerda qué es ser totalitario: que las personas no importan;
que lo único que importa es el equipo. Formar equipos así es lo que ha venido
llamándose la razón de estado: si un individuo tiene razón y el Estado lo
pisotea, suprimamos al individuo; cometamos una injusticia con él; lo único que
importa es darle al Estado la razón que no tiene. Si un equipo de baloncesto se
forja así, poco importará lo que digan y piensen sus jugadores; poco importarán
las aspiraciones de cada uno; lo único que cuenta, en definitiva, es que vaya
ganando él; aunque los jugadores salgan mal parados en el empeño.
Juan Luis tenía los labios
bañados de espuma cuando quiso intervenir; se acababa de tomar un sorbo de
cerveza. Rápidamente se limpió mientras hablaban, utilizando un labio como
esponja del otro y luego el otro como esponja del primero; por último, se los
frotó los dos con una servilleta; luego la arrugó hasta hacer un pequeño
paquete de papel, se limpió los dedos índice y pulgar de las dos manos y lo
echó al cenicero. El aire mecía los árboles y el pelo con una leve brisa.
-También puede ser de otro
modo- dijo-. Tú puedes concebir un estilo de equipo en el que, buscando cada
cual su beneficio, las ventajas de cada uno les acaben benficiando a todos. A
la manera de Adam Smith. Tú coge el ejemplo de Eto’o: él quiere ser el pichichi
de la liga, brillar por encima de todos, ser el máximo goleador; y al hacerlo,
los goles que le sirven en su carrera también son goles para su equipo; el
equipo se beneficia de él porque cuando él golea y el equipo golea también,
todos salen ganando; si no existiera la meta colectiva de ganar la liga, nunca
habría podido luchar en ella por su meta personal.
-La mano invisible- sentenció Mariano-. Mientras uno
trabaja en pos de intereses egoístas, hay una mano que pone tu trabajo al
servicio de los demás. Ellos se benefician de ti y tú te beneficias de ellos.
-Así le pasó a Ronaldinho- añadió Iñigo, metiendo baza-.
Ronaldinho se ganó el balón de oro y fue nombrado mejor jugador del mundo; pero
él no habría brillado si no hubiera tenido un equipo donde brillar; sólo
haciendo ganar a su equipo podía él ganar
la medalla. Es una especie de trabajo cooperativo: no es una entrega
esclava a la colectividad que te borra, sino una simbiosis; un trabajo en el
que todos van a sacar beneficio. Ser egoísta para ayudar al prójimo; ésa es la
idea.
-Hasta que el prójimo deja de beneficiarse- corrigió Juan
Luis-. Mira Ronaldinho: su club lo ató de por vida con un contrato
supermillonario; desde entonces ya no es el mismo. No se esfuerza por estar en
forma, porque sabe que el sueldo lo tiene asegurado. No necesita esforzarse:
¡de todas formas le va a llegar la sopa boba! Y tenemos a un Ronaldinho
desmotivado, un héroe que ha dejado de serlo, un fenómeno que ahora vive de las
rentas; ha dejado de ser fenómeno, héroe y valiente, y se ha convertido en un
parásito.
-Es que no se puede endiosar a
la gente- dijo Íñigo-. Luego pasa lo que pasa.
-Si no he entendido mal- dijo
Ingrid-, hay tres clases de equipo: uno que ahoga a sus jugadores; otro que los
beneficia liberando sus energías en beneficio de todos; y otro que es ahogado
por sus propios jugadores.
-¡Mira el Madrid!- volvió
Iñigo a la carga-. Es un equipo que ha sucumbido a la presión de sus propios
jugadores; los egoísmos personales lo han colapsado. Tenía demasiados
galácticos, demasiados fenómenos de la naturaleza, demasiadas estrellas que
querían brillar a la vez. Su luz, en vez de reforzarse mutuamente mientras
alumbraba al equipo, ha interferido; y la estrella del equipo se oscurecía. En
vez de pasarse la pelota para armar jugadas creativas, se la quitaban unos a
otros; todos querían lucirse y para eso tenían que acaparar el balón, chupar
pelota, y rivalizar entre ellos. Parecían crías de tiburones dándose
dentelladas entre hermanos, matándose unos a otros antes de nacer. No: no es
bueno que haya tantas estrellas juntas.
-Son como los pinos- hablaba
ahora Juan Luis-. Si crecen demasiado cerca, se quitan unos a otros la tierra
donde echar raíces: y crecerán enanos. Siendo árboles gigantes, se volverán
enanos estando juntos.
-Si entiendo bien lo que decís- insistía Ingrid-, todo es
cuestión de dosis; cuando un equipo no tiene estrellas no brillará nunca; pero
si tiene demasiadas tampoco brillará; ha de haber suficientes para que brillen
todas, pero no tantas como para que se deslumbren. Es una cuestión de
equilibrio, y supongo que mantenerlo vivo es muy delicado.
-¡Exactamente, Ingrid!- dijo
Juan Luis-. No es fácil dar con él.
-No es fácil- dijo Mariano-
que haya buen clima donde unos se creen con más derechos que otros porque
cobran más. ¿Cómo van a hacerle caso a un entrenador que cobra la décima parte
de lo que cobra un futbolista? ¡Vamos, hombre!
Fernando estaba enredando a
gusto entre el follaje. Jugaba con Daniel a Astérix y los romanos, a Robin
Hood, a los Power Rangers. Cuando se cansaban del juego simbólico (así decían
los expertos) se ponían a jugar a la pelota. O a palabras encadenadas,
interrumpiendo la conversación de los mayores. Para tocar las narices
Fernandito era un auténtico plasta.
-Dime una palabra que empiece
por “gua”; yo he dicho “agua”.
Ignacio no le hacía caso.
-¡Papá!- y nuevamente volvió a
la carga-: ¡papá, dímelo!
-Mmmm... “Guante”- dijo su
padre, evasivo-. Déjame hablar con mamá, tú juega con Daniel.
-¡Jobar, papá! ¡Yo quiero
jugar contigo!
-A ver, dime por dónde tiene
que empezar la palabra- dijo Ingrid para que lo dejara tranquilo: y lo
consiguió. Ingrid se unió a Fernando y a Daniel en su juego y estuvieron así
media hora hasta que el vuelo de un pájaro distrajo su atención; entonces la
dejaron tranquila. Mientras tanto, seguía a trancas y barrancas la
conversación; se enteraba de lo que decían, pero menos que antes.
Mariano introdujo una cuña en
el debate:
-A los jugadores se les vende
o se les compra según su rendimiento. Todo tiene un precio. Y el dinero no
tiene patria. Se ha dicho que el Barcelona es la filial española de la
selección holandesa, y es verdad: casi todos los jugadores son holandeses. Sin
embargo el atlético de Bilbao sólo compra jugadores del país. ¿Qué es un equipo
de fútbol? Mejor dicho, ¿qué es lo que debiera ser? ¿Es la materia que tiene un
país, o son también sus energías? El equipo de una región ¿debe contener
solamente a los naturales de esa región? ¿O debe contener a todos los buenos
jugadores que sea capaz de captar? ¿El deporte debe buscar la excelencia en el
juego o la representatividad del país? Dicho de otro modo: ¿debe un buen equipo
seleccionar a los mejores, vengan de donde vengan, o debe contentarse sólo con
los de casa? Pero si tiene dinero ¿no está en su derecho de comprar a los
jugadores que le apetezca?
-Luego aparecen los problemas-
contrarrestó Juan Luis-. Figo, por ejemplo. Como jugador, él era sólo un
mercenario. Se vendía al mejor postor, jugaba en el Barcelona y era tal el
cariño que le tenían allí, que en muchos
pueblos había más que peñas del Barcelona: ¡había peñas de Figo!- marcó
su afirmación golpeando en la mesa con los nudillos de sus dedos corazón e
índice-. Porque eran muchos sus admiradores. Y un buen día, de repente, Figo se
pasa al enemigo; se pasa al Madrid, a la bestia negra, al eterno rival. ¿De qué
se quejan, digo yo? ¿De qué se quejan? ¿No quedamos en que los jugadores son un
mercado, y en el mercado lo que manda es el dinero? ¿De qué se quejan, si Figo
se vende a quien más le paga? ¿No son ésas las reglas del juego?
-Lo son, lo son- volvió
Mariano-, pero un equipo no es sólo dinero. Cada equipo tiene su espíritu. Es
como decía Marx: por debajo de la infraestructura que maneja el dinero está la
superestructura; la imagen que el club quiere dar de sí mismo, sus héroes, sus
ideales, sus señas de identidad, su conciencia y su inconsciente. Cuando un
jugador entra a formar parte de un equipo está claro que le mueven los
intereses de abajo, pero acaba formando parte de los ideales de arriba; por
egoísmo se vende, por dinero; pero el dinero no compra sólo sus piernas:
también compra su lealtad, su identificación con el espíritu del equipo, el
culto a sus símbolos. El problema es saber si esas cosas se pueden comprar:
Figo demostró que no. Se puede vender la habilidad en el juego, pero no las
fidelidades y sentimientos; yo puedo hacer ganar al que me paga, aunque pierda
el equipo que llevo en el corazón.
-Pero eso ¿no es prostitución?
-A eso se le llama vender su
alma al diablo. Pero es que eso es la sociedad en la que estamos inmersos. Eso
es el capitalismo puro y duro. Te obligan a ser una máquina desalmada, unas
piernas potentes sin ilusión, un interés sin espíritu, un jugador sin vida. Es
lo mismo que pasa con la sociedad. El que tenga algo que vender, que lo venda;
y el que no, que se pudra; aunque se muera de hambre. Los fanáticos del islam prosperan
porque van creando redes asistenciales allá donde el capitalismo va sembrando
miseria. A diferencia de los jugadores, los pobres no venden sus piernas; les
dan lo que necesitan; gratis; sin pedirles nada a cambio. Luego, sin apenas
darse cuenta, acaban vendiéndoles el alma. Es como el chico que invita a una
chica: lo que paga generosamente, a la larga, le termina pasando factura. Y a
la larga los pobres, que han caído en las redes islámicas, salvan su cuerpo a
costa de vender el alma. Los lavados de cerebro no se dan sólo en el fútbol.
-Las comeduras de coco.
-Exactamente.
-¿Queréis otra cerveza?-
ofreció Ignacio-. Las que teníamos ya se nos han acabado.
-No, Ignacio, gracias-
respondió Juan Luis-. Ya es un poco tarde, y no me gustaría que en el autobús
se me revolviera el estómago.
-Yo sí quiero una- dijo Iñigo.
-Yo también- secundó Doris-.
Están muy fresquitas, y apetecen.
Soplaba una brisa apacible.
Las ondas del lago se mecían mansamente sobre las aguas. Al fondo, chorreaba el
géiser. Había palomas que volaban, se posaban en todas partes, atraídas por los
restos de comida, y lo llenaban todo de excrementos. Era una tarde estupenda.
Ingrid, mirando a Doris de soslayo, se retrataba a sí misma: la quería; quería
a su hija con la fibra más sensible de su ser. Y miraba a Juan Luis, en cuyo
rostro bailaban los colores de un sol que declinaba; envuelto en pinceladas
rojas y naranjas, nadando en el amarillo, desde las sombras de la noche que
nacían al más allá. En las hojas de los árboles había un aleteo imperceptible,
una brisa de verano en la tarde de primavera; y todavía caían algunas hojas
sobre el suelo; o quizá estaban allí, quizá estaban -¡quién sabe!- como huella
muda y cansada del otoño. Pero el color que dominaba era el verde. El verde,
que se extendía por la tierra, por las sillas, por los setos, por la niebla: el
verde que se diseminaba por la ciudad. Al fondo, en las carreteras donde se
esfumaban las casas, flotaba entre los gases una neblina a media altura. Una
nebulosa espesa en la que desembocaban filamentos de suciedad.
3.
De repente se oyó la voz de
Alicia:
-¿Dónde está Fernando?
Ignacio se levantaba para
pedir la cerveza y sus movimientos quedaron congelados. Miró a la balaustrada
donde habían estado jugando los niños, pero ya no estaban allí. Miró dentro y
fuera de la terraza. En la parte de fuera, tras la gruesa roca que sobresalía
del muro como un bastión, había una suave pendiente que daba al borde del lago;
formaba una pequeña playa donde jugaban algunos niños, pero sin arena. El agua
acariciaba los bordes de tierra, que iban y venían al compás de las proteicas
lenguas que los estaban lamiendo, y parecía como si la tierra fuera una capa
sólida; una capa que se fuera deslizando por debajo de la capa líquida que iba
y venía, arrullándolo todo con su vaivén, como si el paso de la una sobre la
otra estuviese horadando las profundidades; como si el agua fuese a emerger de
un momento a otro, configurando rigideces en una líquida montaña sin vaivén.
Luego se pusieron a mirar dentro; en la terraza: ni
rastro de Fernando. Alicia, medio alborotada ya, se dirigió a la mesa contigua
donde estaban los padres de Daniel.
-¿Habéis visto a los chicos?
Los padres de Daniel lanzaron
una mirada sobre la balaustrada, creyendo que los encontrarían allí donde los
habían dejado.
-No. ¿No estaban ahí?
Angustia en el pecho de
Alicia. Un nudo se le formaba ya en la garganta.
-¡Daniel! ¡Fernando!- Ignacio
quería conjurar el silencio sacándolo de su mutismo. Iñigo no creía aún que se
hubieran perdido; en su fuero interno, pensaba que estarían jugando por los
alrededores.
Nadie. Las miradas se
dirigieron entonces a un círculo más amplio. Había gente caminando y chicos que
corrían haciendo el tonto. Las chicas eran más escandalosas que los chicos. Entre
cortejos galantes y juegos adolescentes, los niños se escurrían en sus juegos
como si fueran lagartijas. El sol declinante apagaba ya sus destellos sobre el
agua, en las ya pálidas irisaciones, entre las aguas cristalinas; a lo lejos,
la torre del géiser oteaba el horizonte como un silencioso vigía. Ignacio tenía
el corazón encogido, pero ya Alicia se adivinaba fuera de sí; en su rostro
afloraba una tensión que terminaría por desencajarlo.
-¿Fernando? ¡Fernando!
Iñigo sí que se asustó ahora.
Su hermanito. Su querido e idolatrado hermanito. El niño con el que tanto se
peleaba y al que tanto hacía rabiar, obligándolo con bronca severidad a
obedecer las mismas órdenes que él no obedeció cuando también era pequeño.
Fernando. Su hermanito querido. El niño con el que jugaba horas enteras en el
pasillo de su casa, con la pelota, con los bolos, con las canicas; con el que
jugaba a los cromos, hacía colecciones y jugaba a la televisión. Su tate. Su
tatito. El que años atrás, cuando era pequeñín, había ido al polideportivo a
verle jugar al balón volea y cuando le vio desde las gradas corrió a la baranda
gritando:
-¡Hermano! ¡Hermanito!
Y ahora se había perdido.
Fernando no estaba allí. La angustia de Alicia era palpable en su rostro que se
desencajaba. El sufrimiento de Ignacio era más discreto. Alicia se desencajó
definitivamente cuando miró al camino que daba a la carretera por detrás del
bar.
-¡Allí! ¡Allí!
Y salió corriendo. Un coche
maniobraba en su aparcamiento para salir a la carretera. Se abalanzó sobre él como
una furia, como una energúmena, como una posesa. En su desesperación había
olvidado la compostura.
-¡Pare! ¡Pare!
El coche paró. Alicia había
puesto las manos en el morro, apoyándose en los faros, interponiéndose en su
camino; no le quedaba más remedio que parar. Inmediatamente fue a la ventanilla
y preguntó al hombre:
-¿Ha visto usted a dos niños
pequeños? Unos niños así, de seis años- puso su mano en el aire con la palma
hacia abajo, señalando la altura-. Estaban jugando por aquí y no los vemos. ¿No
se habrán subido a su camioneta mientras jugaban al escondite?
-...No, no, señora, aquí no
han venido-. El hombre, paralizado y sorprendido, no sabía cómo reaccionar.
-Mire usted. A veces se
esconden sin decir nada a nadie. ¡Imagínese si se los lleva usted sin saberlo!
¡La que se iba a armar!
Lo que quería Alicia era
inspeccionar el vehículo. No se fiaba. Por su mente planeaba la posibilidad de
un secuestro. Y tenía miedo, mucho miedo. El hombre, ante su apremio, no tuvo
más remedio que bajarse del coche. A Alicia la revistió de autoridad el miedo
que tenía. El hombre miró en la camioneta, ante la mirada atenta de Alicia, y
tuvo que hurgar en todos los huecos y recovecos de una caja cargada de vigas,
moldes, tacos de madera, paletas, morteros y sacos de cemento; no encontró nada
y Alicia se quedó tranquila. Ignacio le dio las gracias a aquel hombre
desconcertado, porque su mujer se iba ya, buscando por otro sitio sin acordarse
de la cortesía.
¡Lo que hace el amor! ¡El amor
de un hijo! ¡Y de un hermano! Las lágrimas se le saltaban a Iñigo como diques
imposibles de contener. Ignacio estaba asustado, muy asustado; pero su dolor
era un sentimiento contenido que no cegaba la lógica de su cerebro: necesitaba
mantener la cordura, la frialdad, para poder actuar con eficacia. Todo
empeoraría si se le acaloraba la cabeza.
Un corro de personas empezó a
levantarse de las mesas. Los padres de Daniel, asustados, no sabían adónde
dirigir sus pasos. Un revuelo de gente -jóvenes, mayores, niños- se movía a
ciegas para colaborar en la búsqueda. Ni rastro de los desaparecidos. Ignacio,
de repente, miró hacia el lago. Vio las barcas que se paseaban, como puntos
cálidos, meciendo su bienestar en el crepúsculo de la tarde. Las barcas se
movían en círculo alrededor del géiser; las que estaban más apartadas
describían trayectorias más o menos irregulares a lo largo del estanque; había
un muelle en el que la gente se apeaba o embarcaba. Miró a lo lejos: nada
significativo. Su mirada oteó un horizonte más próximo, inscrito en un semicírculo
que cabía dentro del primero. Y así, de semicírculo en semicírculo, la vista se
le paró en dos remolinos que había cerca de la orilla, pero dentro del lago. El
corazón le dio un vuelco. Ya se veía rescatando los cuerpecitos inertes debajo
de aquellos remolinos, y la luz oscura, de un rojo anaranjado por los
estertores del sol, le hizo ver otro remolino que se formaba después de un
rápido salpicar del agua, como movida por un proyectil. Entonces se
tranquilizó. Era una piedra; dos niños estaban jugando a tirar piedras para ver
cuántas ondas salían de cada uno; más allá, otros dos niños jugaban a ver
cuántos saltos daban en el agua las piedras que tiraban.
Y cuando ya estaban hundidos
en la desesperación, subió Fernando por la balaustrada. El primero que lo vio
fue Íñigo: se le dibujó una sonrisa fulminante en la boca abierta, y se le
quedaron abiertos los ojos, y aquella expresión se le congeló en el rostro
mientras veía saltar a Fernando.
-¡Hermanito!
Detrás venía Daniel. Ambos
saltaron por el borde de la balaustrada, felices y cansados, con el cuello
cubierto por un poco de sudor.
-¡Fernando!
El grito de Alicia fue una
explosión de vida. Y una explosión de rabia tal vez. Se quedó abrazada a él
sollozando, como si toda la tensión vivida hubiera estallado en un momento.
Detrás vino Ignacio. La levantó, agarrándola del brazo, y se abrazó a ella más
que otra cosa para recibir en su pecho su abrazo desconsolado. Los sollozos de
Alicia eran convulsivos. Su cuerpo temblaba, abandonado a las rítmicas convulsiones,
sobre el cuerpo masculino que le servía de soporte. Ignacio, por fin, se
abandonó a su vez. La inmovilidad de su sufrimiento reposaba sobre el cuerpo de
Alicia como la agitación de ella reposaba sobre el suyo. De repente se sintió
cansado. Parecía como si le fallaran sus fuerzas en un momento, y su cuerpo
desfallecido sólo estuviese esperando sentarse en el autobús. Abandonarse. No
dormirse. Dejarse, quizá. El cansancio del miedo es un olvido en brazos del
destino cuando éste, con nuestro esfuerzo, ha logrado ser vencido. El abandono
de quien lucha. La entrega a la lasitud. El reposo del guerrero.
De todos los guerreros que
habían luchado por encontrar a los niños. Ignacio. Alicia. Íñigo. Los padres de
Fernando, Doris, Juan Luis, Ingrid. La sal de la tierra. El corazón de la gente
volcado en la pasión, volcado en la vida, en el sufrimiento, en el dolor de
saber que las cosas más valiosas penden de un hilo.
Los niños no se habían movido
de aquel lugar. Habían estado jugando allí todo el rato: jugando a baloncesto,
jugando al fútbol, jugando a los ladrones, jugando a policías y piratas. La
roca que sobresalía de la balaustrada como un bastión estaba hueca por fuera y
ellos la habían usado como cueva. Se habían escondido allí, jugando a la isla
del tesoro, escondiéndose de los piratas, y allí habían estado todo el rato
mientras los mayores los buscaban.
Por fin subieron al autobús.
Era ya de noche y la brisa de la tarde verdaderamente refrescaba. El relajar de
la tensión era cansancio lleno de bienestar, descansar de los tensos músculos
del ánimo, abandonarse al destino que se ha logrado vencer; y vivir la
libertad, con los nervios aturdidos, en la inconsciencia del afán que
desfallece de haber luchado. Una purificación que te recorre por dentro porque
has vuelto a nacer, así lo entendían los griegos: catarsis. La lucha por tus
derechos cuando te has sentado en la demencia. La lucha por el juicio cuando
vives la pasión por el deporte; la búsqueda de la razón que se pierde en las
pasiones deportivas. Pero todo eso palidece cuando luchas por salvar la columna
vertebral de tu existencia; el soplo vital que late en el calor de un hijo.
Las sombras de la noche
descendían sobre la tierra. La tierra, cubierta y fecundada por el abrazo del
cielo, descansaba del parto de aquel atardecer sangriento. La calma se
extendía. Y cuando se iba el autobús, ya la niebla de la tarde, disuelta entre
la noche, se entregaba al descanso y
dormitaba. Sólo el recuerdo quedaba del amargo sufrimiento del día.