sábado, 21 de mayo de 2016

El ángel exterminador






EL ÁNGEL EXTERMINADOR

 

 Homenaje a mi padre

            “Extendió Moisés su cayado sobre Egipto, y el Señor hizo soplar sobre el país el viento del este todo aquel día y aquella noche. Al amanecer, el viento del este había traído la langosta, que subió por todo Egipto posándose por los rincones del país”. La langosta lo cubrió todo. “Devoró todas las plantas de la tierra y todos los frutos de los árboles”... Ni un brote quedó en los árboles, ni una brizna de hierba en el campo. Pero el corazón del faraón no se conmovía[1].
            Entonces Dios, posando su mano sobre la de Moisés, la alzó hacia el cielo y produjo en las tierras de Egipto una niebla densa que duró tres días. No se veían unos a otros, pero los israelitas tuvieron luz y veían. Eran unas tinieblas tan espesas que casi podían palparse, pero aquello no conmovió tampoco al faraón[2].
            Y entonces mandó Dios que pintasen el dintel de las puertas con la sangre de un cordero, para saber cuáles eran las de los israelitas y cuáles las del faraón. Y su mano exterminó sin piedad a todos los primogénitos del pueblo egipcio, como hizo Herodes con todos los inocentes del pueblo de Israel. Desde el faraón hasta el último de los esclavos no se salvó nadie en Egipto; hasta mató la mano de Dios a los primogénitos de los animales. Y el faraón, conmovido, dobló su voluntad bajo el peso de los sufrimientos[3].
            ¿Qué enigmático dios separaba con sus manos a los suyos de los otros? ¿Qué tenían los suyos que los otros no tuvieran? ¿Por qué a unos daba la luz y a los otros se la quitaba? ¿Qué inocencia tenían sus niños que no tuvieran los de los egipcios? ¿Por qué separarlos con mano tan implacable, por qué? ¿Por qué defendía a los suyos contra los otros en lugar de proteger a los justos, aunque algunos justos estuvieran entre los otros? ¿Es que en el pueblo de Israel no había gente injusta? ¿Es que los justos, cuando eran de los otros, valían menos que los malvados si los malvados eran de los suyos? ¿Por qué nos tienen que dividir en dos bandos? ¿Por qué sólo te puedes salvar cuando eres de los nuestros? ¿Por qué?
            Así también los pastores separaban a las ovejas para la vida, para la muerte. Y era sólo porque unas les servían y otras no. No es el buen pastor el que las cuida, sino el buen raptor, pues las ovejas sólo sirven si no se ponen enfermas, si no se hacen viejas, si les dan leche. ¿A quién diablos le importa la felicidad de las ovejas? Sólo el fruto le interesa al buen pastor: no las ovejas. A las que no le sirven les cortan el rabo, y es la señal para morir. Como los vencedores separando también a los vencidos para la vida; para la muerte. Media España vivía con el estigma que no coincidía con el de la otra media; y así, unos tenían derecho a vivir y a otros se les negaba el de comer.
            El hambre empujaba a los otros a buscarse la comida, a mendigar el sustento. La tierra los expulsaba en trenes humeantes como aquél, que exhalaba fuelles de tos por los campos áridos surcados de molinos, por las vías que arañaban la tierra inhóspita, por las entrañas de la Mancha. Eran monstruos de acero que jadeaban en sus pesadas fauces; y en su garganta se encendían estallidos de fuego al compás de un ritmo binario, forjado en la caldera, a la par que en sus jadeos se expulsaba con la niebla sucia una plaga de carbonilla. Las bielas cortaban rodajas de humo que se escapaban pesadamente entre las ruedas; y era un humo tan negro, tan espeso, que el que vomitaba la chimenea no tenía nada nuevo que ofrecer. Junto al fogón sudaba carbón el maquinista.  Era también un sudor negro el del fogonero, bañándole la cara enrojecida por el fuego, no sabiendo si eran las calderas de Pedro Botero o las entrañas flamígeras del dragón, aquel infierno brotado de las mismísimas entrañas de Satanás.
            Habían llamado al primo Dionisio y Dionisio se presentó con pantalón negro y camisa azul; y con las cinco flechas bordadas en la camisa, bajo cuya solapa lucía enfundada una boina azul[4]. Saludó con el brazo en alto, estirando la mano, igual que Mariano había visto hacer a Manolo, el hijo del Mangurrín. El uniforme, seguramente, servía para saber que aquel chico era de los nuestros; y Mariano, que no lo llevaba, estaba condenado inexorablemente a ser de los otros. Ya se sabe: para unos eran las tinieblas; para los otros la luz.
            El tren humeaba pesadamente por aquellas tierras de una nueva Castilla. Como gigantes de acero, ningún quijote quedaba ya para desfacer los innúmeros entuertos: los había devorado el exilio. Una oscura diáspora extendió la sangre de España en un goteo incansable, en un lento peregrinar, y ya no había en la tierra más que gigantes de humo y monstruos de acero. Y los monstruos surcaban la tierra arañándola implacablemente, en unas vías rotas a intervalos rítmicos, en un traqueteo machacón, cuando las ruedas chocaban con ellas exhalando salmodia y monotonía. 

 

            A Dionisio lo había visto Mariano muchas veces con el pantalón de pana y la blusa a estilo gañán. Pero hoy vestía de falangista. Cuando bajó la mano, como si se estuviera quitando un disfraz, de nuevo Dionisio se reía. Les dijo que había venido a buscarlos, respondiendo a su llamada. Y se fueron camino de tierra extraña, en un viaje a lo desconocido: y lo desconocido les gastó su primera broma cuando estuvieron parados en Argamasilla; había descarrilado un tren y hubieron de esperar hasta que la vía quedase libre, algo más de dos horas.
            A Marcelo lo llevaron a un quinto[5], en la orilla de la Higuera, camino del Pardillo. Mariano se quedó en una quintería cerca del Villar de Puertollano, a orillas de un olivar. Estaba solo. Solo con las cabras. Tan sólo por las noches iba el cabrero a llevarle la comida y se quedaba a dormir con él, pero algunas noches dormía solo. Pensó morirse aquel verano de 1939 en una tierra seca y desconocida, sin agua, asfixiada por aquel calor sofocante. Había que llevar el agua siempre encima, en un botijo de barro colgado al hombro. Apenas había pájaros tampoco. En aquella soledad soñaba con su familia, con su madre, con sus amigos, con el pueblo. Renegaba una y mil veces de haberse marchado de allí. Lo habían separado de su hermano y de pronto, en aquel cautiverio, un viento turbio agitó la mano de dios. Pero no sabía si dios estaba con los otros o si estaba con ellos. O con ninguno. En aquel sentimiento de saberse abandonado por dios, ya sólo cabía el fin del mundo.
            Y fue una nube de langostas y lo asoló todo. Por el día, cuando levantaban el vuelo, se nublaba el sol y oscurecía. Y cuando se asentaban en el suelo lo arrasaban como el caballo de Atila: la hierba se secaba, cortaban los tallos de las viñas, lo volvían todo negro, se comían los melones. En la boca de los pozos cogían agua para dar de beber a las cabras y a ellas iban siempre buscando el frescor, a pesar de que ponían lonas; eran tantas las langostas que algunos pozos se encenagaron. Cuando pasó la nube, sacaron las lonas y descubrieron en el agua una capa de langostas de más de veinte centímetros de espesor. Las tuvieron que sacar en seguida para evitar que se descompusiera el agua: la plaga duró cuatro o cinco días. Fue terrible. 
             Pero después no se extendieron sobre la tierra las pavorosas tinieblas. Después vino, ejecutora, la mano de dios. Como los pastores, separaba a unos para la vida. A otros para la muerte. Y fue en el reino de Herodes la escalofriante y terrible masacre de los inocentes. A Mariano lo llevaron con su hermano. Tantos días añorándolo, tantas noches acordándose de Marcelo, que cuando los juntaron de nuevo no sabía si el cielo lo llenaba de gozo o si el corazón se le partía. Pero pronto descubrió que había trampa.
            Fue a últimos de noviembre cuando le comunicaron la muerte de su padre. Querían que él se lo dijese a su hermano poco a poco, para que no le afectase la noticia: porque era niño. ¿Pero es que él no era niño? ¡Tenía tan sólo catorce años! ¡Los acababa de cumplir! ¿No tendría él derecho también al sufrimiento? ¿Nadie lo podría consolar? Él sí, él era mayor y tenía que consolar a su hermano. ¿Pero y él? ¿Dónde estaba él? Dios mío, ¿dónde estás que no te he visto, dónde, que me has abandonado? Cuando le contaron la noticia[6] se quedó como si le hubieran dado un mazazo, como si estuviera seco. Se quedó como tonto y hasta pasados unos días no pudo llorar. Y una plaga de langostas llovió densamente sobre su corazón oscureciéndolo de nuevo. El tío Andrés, que estaba en el pueblo, fue a recoger la ropa de su padre cuando lo fusilaron[7]

 

            Y vino luego más fuerte el mundo de la nostalgia. Llovió densamente en sus corazones, los inundó de dolor por el recuerdo, los cegó, como aquella plaga de langostas, cerrándolos por mucho tiempo a la esperanza. Nostalgia de ver a su familia, nostalgia de estar con su madre, nostalgia de ver a sus hermanos. Un nudo en la garganta y un nudo en el corazón. Y las ansias, como el instinto del ahogado, buscan desesperadamente salir del agua en un intento de respirar. El recuerdo no deja vivir cuando nos falta un padre, cuando nos falta tanto. Ya no habría tiempo para vender la casa, para comprar las cabras, para tener una huerta; ni para ir a Puertollano[8]. El norte había muerto y ya no estaba en el cielo la estrella. Mi padre. ¡Mi padre, que soñaba viento! Se me ha ido. Me lo han matado. Ahora estará con los fueros de Sepúlveda, indómito, libre, pero arrancado a la vida, desterrado, solo. Arrebatado a su sangre cuando a sus hijos les arrebataban el corazón. Marcelina. Marcelina, ahora sola, convertida en oriente de tu familia, tú, que estás desorientada, Marcelina, ¿adónde vas? Ya no hay luz en tu camino como la que tiene el guía. Ahora tú eres la guía de tus hijos, pero Marcelina, ¿dónde llorarás? ¿Dónde, si para llorar también hay que tener fuerzas, Marcelina, y para tenerlas hay que comer? ¿Dónde buscar la vida cuando el estómago mendigo no quiere dejarle a la nostalgia tiempo para llorar? Y la nostalgia se rebela aunque tenga hambre, porque el llanto desesperado es ansia de asfixia que necesita romper para respirar. A veces no es cierto que haya que comer primero, y luego lo demás.
            El uno de mayo de 1939 habían llegado a Puertollano y el uno de mayo de 1940 salieron en tren para Madrid[9]. Dionisio no los llevó. No supo entender que algunas veces laten menos las tripas que el corazón, y que la cabeza. El velo de la nostalgia termina por empañarlo todo como una lluvia muy fina, como una niebla buscando niebla del pueblo para juntarse con ella; y, envuelto en su manto húmedo, llorar: que es el lloro el punto donde la pena se convierte en alegría. Llegaron a Chozas y bajaron del autobús; a su madre se le cayó el alma al suelo de tan delgados como los veía. Cabreros había que estaban con las cabras de leche, y se hacían buenos calderos de leche sopada. Mariano, en cambio, estuvo con las primalas y los chivos, y sólo tuvo para comer lo que le llevaban de casa; poca comida y mala, sazonada con agua y pan; nostalgia. Marcelo, que se creía que se iba a quedar allí para siempre, cuando salió de Puertollano tiró una pistola que había hecho de madera porque de allí no quería llevarse nada; y cuando andaban pensando en el pueblo, como aumenta la gana cuando uno se acerca a casa reventando de orinar, parecía que les habían salido alas en los pies.
            Pero no vino la oscuridad antes de la masacre de los inocentes, sino después. Cuando media España mató a la otra media y se extendieron unas tinieblas espantosas sobre todo el país. Dicen las escrituras que nadie se movió del sitio donde estaba porque nadie podía ver a nadie[10]. Sólo el pueblo elegido tenía luz. Y Mariano debió sentirse parte del pueblo elegido, porque entre las cabras tuvo una luz que le hacía ver en la oscuridad: era su enciclopedia[11]; la enciclopedia de tercer grado que le dieron en la escuela durante la guerra: ella había sido su amiga fiel[12]. Con ella aprendió a hacer quebrados y problemas, hasta la regla de compañía. Tenía tanta afición al dibujo que consiguió pintar algunas iglesias visigodas (no se le olvidaba que eran góticas u ojivales). Esos trabajos, y la lectura de la enciclopedia, le distraían de los malos ratos. A veces encontraba algún pequeño lápiz y se lo guardaba. Y cogía los papeles blancos que encontraba por el suelo, aunque fueran cartones, y los guardaba para hacer cuentas; también las hacía con un palo en la arena para cuidar sus papeles y su lápiz, que no se le gastaran; los cuidaba como a las niñas de sus ojos, reservándolos cuanto podía para que duraran más.
            Un día que pasaban los hortelanos de El Pardillo para vender sus verduras en el mercado, se le acercó un muchacho y le dijo:
            -¿Para qué estudias tanto, muchacho, si no vas a ser maestro?
            Y era verdad. En su tiempo era más fácil ser policía que maestro. Y guarda forestal. Y aun eso le estaba vedado, porque cuando separaron a su padre para la muerte lo señalaron también a él con el estigma de los otros; de los que no serían nunca de “los nuestros”. Rojillo, hijo de rojo, viviendo entre los nuestros, pero sin serlo jamás. Mas él sabía que la luz de la enciclopedia iluminaría, a la postre, las mentes inundadas de tinieblas. La ilustración acabaría con la peste de las guerras, de los fusilamientos, de la división. La gente entonces, gracias a la cultura, sería feliz. Acabarían las masacres de inocentes, desaparecerían las nubes de langostas, se acabarían las plagas de Egipto. Todo ello ocurriría cuando se disipara la oscuridad. Y sacando fuerzas de flaqueza, olvidando los rencores, perdonando la muerte de su padre y borrando las nieblas del pasado, él supo siempre que no viviría de espaldas a la luz.




[1] La Biblia didáctica. Madrid, 1995: SM; p. 85 (Éxodo 10, 13-16).
[2] Ibídem, p. 86 (Éxodo 10, 22).
[3] Ibídem, p. 87 (Éxodo 12, 29). Véase también Selecciones bíblicas. Con ilustraciones de Gustavo Doré. Barcelona, 1982: Ed. Ramón Sopena, p. 86.
[4] Mariano Martín Arribas. Mis memorias, p. 42.
[5] Ibídem, p. 46.
[6] Ibídem, p. 47.
[7] Ibídem, p. 45.
[8] Ibídem, p. 38.
[9] Ibídem, p. 48.
[10] Selecciones bíblicas. Con ilustraciones de Gustavo Doré. Barcelona, 1982: Ed. Ramón Sopena, p. 84.
[11] Mariano Martín Arribas. Mis memorias, p. 48.
[12] Ibídem, p. 49.

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