LA
CASA DE MI PADRE
Sentir con la cabeza es muy
diferente de sentir con el corazón; y con las tripas. La base de todo el
sentimiento es la sensorialidad. Y así, cuando hablamos de sensibilidad,
podemos estarnos refiriendo al corazón, a la cabeza, a las tripas, a los
sentidos. Si no lo hacemos creamos confusión. Todos, incluida la cabeza cuando
no siente, configuran lo que llamamos el sentido.
Para sentir con la cabeza es
necesario también sentir con el corazón. Ojos que no ven, corazón que no siente
(dice el corazón); ojos que no ven, corazón sintiente (dice la cabeza); aunque la fuente de ambos sentimientos haya
estado en los ojos. El verdadero sentido ético surge cuando sientes el dolor de
los demás, aunque no los veas; cuando sientes que debes ayudar a los que
sufren, por más que no sepas nada de sus vidas. Hay quien comprende el deber
sin sentirlo, y eso podrá tener eficacia en la sociedad, pero no es ética. Para
vivir éticamente hay que sentir el deber cuando lo comprendemos, no basta con
comprenderlo; sentir que el otro sufre aunque no lo veamos sufrir. Cuando los
ojos no ven, el corazón también siente. Por eso la solidaridad difiere de los
espectáculos solidarios. Mas para quien
entiende, como una máquina, los deberes sin sentirlos, no hay placer ético ni
disfruta con el espectáculo de su caridad; no vive la moral, y la moral, desde la razón, debe ser algo
vivo.
La justicia debe ser vivida, no
solamente pensada. La justicia, atravesando las puertas de los sentidos y de
las tripas, vive en el corazón cuando ha pasado por la cabeza; se aloja en la
cabeza cuando se ha bañado en el corazón. Pero la justicia de los ministros o
es corazón sin cabeza, o es cabeza sin corazón; y en ambos casos vive amenazada
por las tripas. Raro es el ministro que vive la justicia con el corazón a la
vez que con la cabeza. Si la vivo con el corazón, sólo me preocupa lo mío; si
la vivo también con la cabeza, lo mío me preocupa desde la óptica de los demás;
y esa óptica no es visceral (la obsesión de qué dirán), sino sensatamente
cordial. O más bien habría que decir: elijamos entre vivir visceralmente el
sentimiento, o vivirlo, de manera a veces también visceral, acariciado por los
ropajes del pensar; un pensar que no debe ser el instrumento del sentir, sino
su esencia misma. Inteligencia creadora no es lo mismo que maquiavelismo.
“Defenderé la casa de mi padre”,
dice Gabriel Aresti. Defenderé lo mío. Y es perfectamente legítimo, pero nunca
“contra la justicia”, sino siempre desde ella; porque si vivimos así, estaremos
dejando que el sentir se enseñoree del pensamiento caminando de manera
errática, sin brújula: y caeremos inexorablemente en el sentimiento irracional.
Seremos nazis, fanáticos, genocidas, seremos supersticiosos... La brújula del
corazón es precisamente la cabeza; pero mal nos podremos orientar si el corazón
la guía sin dejarse guiar por ella. También es peligroso si lo hacemos al
revés. Dejando que la cabeza tome al corazón como brújula. Vivir de una de las
dos formas es arriesgarse a conseguir éxitos parciales, pero fracasos globales.
La verdadera vida ética es un continuo vaivén entre las dos brújulas; cuando el
sentir se deja llevar por el pensar, inmediatamente hay que ver cómo el pensar
se puede orientar por el sentir; y vuelta a empezar. El vaivén de las dos
brújulas es como los dos espejos que tenemos en la peluquería, uno delante y
otro detrás; la combinación de sus perspectivas es una cadena de imágenes que
se contienen a sí mismas con un principio sin fin.
Defender lo propio contra la
justicia puede parecerse a la conclusión dramática que sacan los personajes de Lo
que el viento se llevó: ¡la tierra! ¡Sólo me queda la tierra! Cuando hemos
destruido cuanto nos rodea y vivimos pisoteando sentimientos, ya no tenemos a
quien querer ni a nadie que nos quiera; sólo nos queda la tierra; la casa de mi
padre; la que hemos levantado sobre los despojos de la justicia.
Pero si Gabriel Aresti defiende la
casa de su padre contra la justicia del gobierno cuando es una injusticia
camuflada, entonces su lucha tendrá sentido; entonces la justicia será
precisamente la casa de su padre. Mas hay un verso que descorazona: contra su
prole; defender contra su prole la casa de su padre es sacrificar sobre el
altar del padre a los hijos. La tradición no puede ser la hipoteca del
progreso. Bien está que pierda su hacienda por defender sus principios.
Perderé
los
ganados,
los
huertos,
los
pinares;
perderé
los
intereses,
las
rentas,
los
dividendos,
pero
defenderé la casa de mi padre.
Pero no que
sacrifique a sus hijos sobre el altar del padre.
Me
moriré,
se
perderá mi alma,
se
perderá mi prole,
pero
la casa de mi padre
seguirá
en
pie.
Nadie tiene derecho a sacrificar a
nadie si no son los propios hijos, libremente, quienes se sacrifican. Porque
entonces los hijos serán también la casa de mi padre. Será el pasado cimiento
del futuro, nunca su hipoteca.
Defenderé a mi equipo de fútbol;
pero si un día tengo que elegir entre la deportividad y mi equipo, nunca
renunciaré a la deportividad. Dios, defendiendo al pueblo elegido, no podía
hacerlo contra la humanidad, contra la justicia; por eso vino Jesús a desfacer
sus posibles entuertos.
Magnífico, como siempre.
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