sábado, 14 de mayo de 2016

La casa de mi padre




LA CASA DE MI PADRE

 

            Sentir con la cabeza es muy diferente de sentir con el corazón; y con las tripas. La base de todo el sentimiento es la sensorialidad. Y así, cuando hablamos de sensibilidad, podemos estarnos refiriendo al corazón, a la cabeza, a las tripas, a los sentidos. Si no lo hacemos creamos confusión. Todos, incluida la cabeza cuando no siente, configuran lo que llamamos el sentido.
            Para sentir con la cabeza es necesario también sentir con el corazón. Ojos que no ven, corazón que no siente (dice el corazón); ojos que no ven, corazón sintiente (dice la cabeza);  aunque la fuente de ambos sentimientos haya estado en los ojos. El verdadero sentido ético surge cuando sientes el dolor de los demás, aunque no los veas; cuando sientes que debes ayudar a los que sufren, por más que no sepas nada de sus vidas. Hay quien comprende el deber sin sentirlo, y eso podrá tener eficacia en la sociedad, pero no es ética. Para vivir éticamente hay que sentir el deber cuando lo comprendemos, no basta con comprenderlo; sentir que el otro sufre aunque no lo veamos sufrir. Cuando los ojos no ven, el corazón también siente. Por eso la solidaridad difiere de los espectáculos  solidarios. Mas para quien entiende, como una máquina, los deberes sin sentirlos, no hay placer ético ni disfruta con el espectáculo de su caridad; no vive la moral,  y la moral, desde la razón, debe ser algo vivo.
            La justicia debe ser vivida, no solamente pensada. La justicia, atravesando las puertas de los sentidos y de las tripas, vive en el corazón cuando ha pasado por la cabeza; se aloja en la cabeza cuando se ha bañado en el corazón. Pero la justicia de los ministros o es corazón sin cabeza, o es cabeza sin corazón; y en ambos casos vive amenazada por las tripas. Raro es el ministro que vive la justicia con el corazón a la vez que con la cabeza. Si la vivo con el corazón, sólo me preocupa lo mío; si la vivo también con la cabeza, lo mío me preocupa desde la óptica de los demás; y esa óptica no es visceral (la obsesión de qué dirán), sino sensatamente cordial. O más bien habría que decir: elijamos entre vivir visceralmente el sentimiento, o vivirlo, de manera a veces también visceral, acariciado por los ropajes del pensar; un pensar que no debe ser el instrumento del sentir, sino su esencia misma. Inteligencia creadora no es lo mismo que maquiavelismo.
            “Defenderé la casa de mi padre”, dice Gabriel Aresti. Defenderé lo mío. Y es perfectamente legítimo, pero nunca “contra la justicia”, sino siempre desde ella; porque si vivimos así, estaremos dejando que el sentir se enseñoree del pensamiento caminando de manera errática, sin brújula: y caeremos inexorablemente en el sentimiento irracional. Seremos nazis, fanáticos, genocidas, seremos supersticiosos... La brújula del corazón es precisamente la cabeza; pero mal nos podremos orientar si el corazón la guía sin dejarse guiar por ella. También es peligroso si lo hacemos al revés. Dejando que la cabeza tome al corazón como brújula. Vivir de una de las dos formas es arriesgarse a conseguir éxitos parciales, pero fracasos globales. La verdadera vida ética es un continuo vaivén entre las dos brújulas; cuando el sentir se deja llevar por el pensar, inmediatamente hay que ver cómo el pensar se puede orientar por el sentir; y vuelta a empezar. El vaivén de las dos brújulas es como los dos espejos que tenemos en la peluquería, uno delante y otro detrás; la combinación de sus perspectivas es una cadena de imágenes que se contienen a sí mismas con un principio sin fin.
            Defender lo propio contra la justicia puede parecerse a la conclusión dramática que sacan los personajes de Lo que el viento se llevó: ¡la tierra! ¡Sólo me queda la tierra! Cuando hemos destruido cuanto nos rodea y vivimos pisoteando sentimientos, ya no tenemos a quien querer ni a nadie que nos quiera; sólo nos queda la tierra; la casa de mi padre; la que hemos levantado sobre los despojos de la justicia.
            Pero si Gabriel Aresti defiende la casa de su padre contra la justicia del gobierno cuando es una injusticia camuflada, entonces su lucha tendrá sentido; entonces la justicia será precisamente la casa de su padre. Mas hay un verso que descorazona: contra su prole; defender contra su prole la casa de su padre es sacrificar sobre el altar del padre a los hijos. La tradición no puede ser la hipoteca del progreso. Bien está que pierda su hacienda por defender sus principios.
Perderé
los ganados,
los huertos,
los pinares; 
perderé
los intereses,
las rentas,
los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Pero no que sacrifique a sus hijos sobre el altar del padre.
Me moriré,
se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie.
            Nadie tiene derecho a sacrificar a nadie si no son los propios hijos, libremente, quienes se sacrifican. Porque entonces los hijos serán también la casa de mi padre. Será el pasado cimiento del futuro, nunca su hipoteca.
            Defenderé a mi equipo de fútbol; pero si un día tengo que elegir entre la deportividad y mi equipo, nunca renunciaré a la deportividad. Dios, defendiendo al pueblo elegido, no podía hacerlo contra la humanidad, contra la justicia; por eso vino Jesús a desfacer sus posibles entuertos.

 


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