sábado, 28 de mayo de 2016

La crisis de la filosofía





LA CRISIS DE LA FILOSOFÍA 

 

            La filosofía está en crisis. La gente admira al deportista, al cantante, al torero, de ninguna manera al que piensa. Y Messi, Beckham o Ronaldo ganan en un día lo que el filósofo en una vida entera. Ni siquiera hacen falta méritos para ser famoso; basta con ser hijo de famoso para que la gracia de los padres te toque con su dedo: Kiko es hijo de la Pantoja y ¿cuáles son sus méritos? Andreíta es hija de Belén Esteban y ¿qué le debe el mundo para hablar de ella? La propia Belén no hizo más que acostarse con Jesulín para ser nombrada princesa del pueblo. Ser hijo de famoso, amante de famoso o amigo de famoso ya es suficiente para ser famoso sin hacer méritos. Algunos, como Lolita o Rosariyo, cantan estupendamente y la fama no les llega por ser hijas de su madre; la fama sólo les abre las puertas para que puedan desarrollar su talento, pero ellas tienen algo que ofrecer; pero Kiko pincha discos y el otro es actor y la niña escribe libros sin saber escribir apenas. Hoy no se estila el mérito, sino el parasitismo.
            Pero tampoco se es parásito por ser filósofo. ¿El hijo de Savater sería famoso si su padre no le hubiera dedicado un libro? ¿El hijo de Mosterín, de Gustavo Bueno, de Eugenio Trías, si es que tienen hijos? La fama de sus padres les abre como mucho las puertas de la universidad, siempre que sepan hacer algo más que pinchar discos; porque al hijo de su padre le salen más contratos que al que pincha discos de verdad. Ser hijo de alguien es mérito suficiente para el que no ha hecho méritos. Ser hijo de algo… hasta de una piedra que sea famosa. Son tiempos de hidalgos, de mediocridades heredadas, de parásitos.
            Y eso no basta para explicar el descrédito de la filosofía. Lo que se estila no es el pensamiento, sino la acción; pero la acción reducida a su acontecer, no a su esencia; no gustan  los grandes relatos, solo las anécdotas; importan los episodios, no los argumentos; trescientos capítulos de banalidades gustan más que diez capítulos de esencia. Entusiasma lo rocambolesco, los golpes de efecto, lo trepidante. No son best-sellers quienes tienen que decir algo, sino quienes agitan al público sin respiro aunque no les dejen ningún mensaje. La acción por la acción está de moda, no la contemplación poética. Y es verdad que hay novelas magníficas que te llenan por dentro, pero no se lleva la interioridad, sino la apariencia; para que las cosas no tengan profundidad. Los mismos que les dan vueltas a las cosas mostrando veinte veces lo mismo sin que la repetición les aporte nada, aborrecen a los filósofos porque no hacen más que darles vueltas a las cosas. Y cuando te obligan a pensar un poco en seguida te dicen: “anda, cállate, que ya rayas”. Y no es porque les guste la acción; es porque les gusta lo superfluo. ¡Qué aburrido es echarse gomina, hacer rarezas con el pelo, agujerearse y tatuarse la piel, romperse los pantalones para estar de moda, comprar zapatillas de marca! ¿Tiene eso algo de emocionante? ¡Aburridísimo! Pero es lo que entretiene a la gente. 

 

            ¿Es, entonces, la profundidad lo que espanta? ¿Asusta el espesor de lo denso? No creo. Había una señora en Florencia, bastante entrada en años, que decía que no le gustaba la filosofía. “¿Por qué?”, le decía el filósofo. “Perque non trouva il fondo mai”. ¡Ésa es la cuestión! A ella le desesperaba que nunca se encontrara el fondo; pero lo que desespera hoy a los jóvenes es que no quieren encontrarlo. Les gusta la superficie. Lo hueco, lo vacío, la apariencia, sí pero sólo a condición de que esté hueca. Al filósofo le gusta lo aparente como reto apasionante para buscar lo oculto, pero a los jóvenes les gusta sólo para quedarse en ella. Asusta la profundidad, quizá porque asusta el  compromiso al que te obliga cuando llegas a ella; pero también da pereza buscarla, no gusta el esfuerzo; están de moda las zapatillas sin atar, las camisas por fuera, la ropa sin planchar, el pelo sin peinar, las historias que te cuentan para que tú no las tengas que leer; se impone lo vago y lo superfluo, y al mismo tiempo se cultiva la superficie hueca que obliga a mantener el pelo para arriba, cuando tiende abajo por naturaleza, con gominas y afeites que te imponen un esfuerzo que no conduce al mérito.
            ¿Cuál es el retrato de la juventud, a partir de sus costumbres? La pereza, que nos obliga a buscar historias que nos hagan huir de la lectura. La cobardía, que nos lleva a la actividad que no nos exige compromiso. Y cuando hay esfuerzo, tiene que ser vano para que sea valioso, para que la superficie no esconda ninguna profundidad, como las nueces sin fruto que, cuando las abres, no son más que cáscaras vacías. Todo eso se resume en una palabra: parasitismo; o hidalguía, porque ser hijo de alguien es la mejor garantía para triunfar, cuando uno no sabe ser hijo de sus obras. Por eso no vale nada.
            Precisamente el filósofo se interesa por el esfuerzo, el compromiso, la profundidad, el mérito. El filósofo es el que busca contenido a las cosas: ya lo decía Galdós, el que tiene mucha trastienda; hoy la gente quiere tener tiendas sin trastienda, teatro sin guión, decorado sin tramoya. Claro: bebemos café descafeinado, dulces sin azúcar, consumimos productos light, todo lo consumimos debidamente rebajado: así, también nos gustan los pensamientos que no nos hacen pensar, los dibujos de belleza fácil, las canciones sin sustancia, las historias sin relato, convertidas en episodios sueltos, en espectáculos sin argumento, en culto a lo más vacío de la acción: que eso y no otra cosa es lo que llamamos acciones trepidantes, aunque en ellas no haya ninguna historia que contar.
            Pero eso, que son los gustos sociales, se entreteje con la propia naturaleza de la filosofía. ¿Qué es filosofía? “¡El asombro!”, decía Aristóteles. Hoy ya nadie se asombra de nada. Usamos móviles sin preguntarnos cómo existen, cómo puede ser que las imágenes se descarguen de un móvil a otro, usamos terabytes de memoria sin extrañarnos de que quepan tantas cosas en tan poco espacio, estamos acostumbrados a ver sin mirar, hemos perdido la curiosidad, hemos perdido la mirada. La mirada es un enfoque y nadie enfoca las cosas cuando las mira; las enfoca la sociedad, que nos ha impuesto sus puntos de vista; y ya nada vemos si no es a través de sus gafas.
            Por el contrario, el filósofo quiere ver las cosas por sí solo; no que otros las vean por él. Inevitablemente vemos a través de los cristales de nuestra sociedad, de nuestras costumbres, de nuestros tiempos, pero el filósofo intenta, lo consiga o no, ver las cosas con sus propios ojos: y eso es lo que no soporta quien vive a través de la moda; “¡anda, ya vale, empiezas a rayarte, deja de pensar tanto!” Claro, empezar a pensar un poco es ya para algunos haber pensado mucho. Porque no quieren encontrar nada detrás del mundo de las apariencias y si piensan, temen que acaben encontrando algo. Y no: el mundo es como un traje que te pones los días de fiesta, que te pasas el tiempo en el espejo disfrutando de ver cómo te verán los otros y escondiendo como eres para que no te vean de verdad; porque, claro, si ellos te ven como eres, a lo mejor resulta que te ves tú también: y no quieres, te asusta descubrir el vacío que escondes con tantos oropeles porque no quieres sentir el escalofrío de ver que en tu ser no hay fondo; que eres como una caja vistosa que cuando la abres no tiene nada; acostumbrado a valerte por lo que vistes, no sabes valerte por lo que eres; no has conocido el triunfo y por eso celebras como si fuera tuyo el de tu equipo de fútbol, el de tu escuela, el de tu país, el de tu tribu; no tienes ideas y por eso vives con decorados; unas banderas rojas y svásticas y no sabes lo que significan, sólo valen porque te gustan, y te gustan porque les gustan a los tuyos, y porque te incitan a la acción: una acción sin sentido, episodio sin argumento, inercia del acto reflejo, la del rebelde sin causa, que sólo vale por sí misma, culto a la acción por la acción. 

 

            La acción del filósofo, sin embargo, debe tener sentido. No hay que pensar que el filósofo es un animal pasivo, a él también le gusta lo trepidante, pero no a costa de la contemplación; quitarse la venda de los ojos, ésa es, para él, la única forma de actuar. A la gente le gustan las historias con imágenes, pero quien piensa las prefiere imaginar él mismo: y quiere leerlas en lugar de verlas, la palabra sugiere y la imagen muestra, y aunque haya imágenes sugerentes (y por tanto sugestivas), la gente prefiere que se lo muestren todo, que no tenga que buscar nada, que no tenga que construir la historia que contempla, que se la den ya toda construida, que le ahorren el esfuerzo de pensar; y no es que le guste el cine, le gusta el espectáculo fácil, los culebrones y los seriales, las españoladas y el mal gusto, no le gusta el Potemkin, ni Bertolucci ni Ingmar Bergman, y cuando lee tampoco le gusta Flaubert ni Dostoievski, prefiere leer el Marca, como se leía antes a Corín Tellado, Marcial Lafuente Estefanía, literatura de consumo que te ahorra el esfuerzo de interpretar.
            Antiguamente, cuando gustaba hurgar en el fondo de las cosas, la filosofía perturbaba porque no lo encontraba nunca; pero gustaba. Hubo un tiempo en que se leía a Marco Aurelio, a Aristóteles, y la reina Cristina de Suecia llamó a Descartes para oírle hablar en lugar de leer lo que decía el Marca de entonces. Hoy, por desgracia, ya no nos atrae el fondo de las cosas. La vieja Lea que regentaba una pensión en Florencia seguramente habrá muerto, y no podrá quejarse de que la filosofía “non trouva il fondo mai”. A pocas manzanas de la casa, la plaza donde ardió Savonarola; el que lanzaba diatribas contra la superficie, encendiendo la hoguera de las vanidades: aquella donde ardía el lujo convertido en apariencia sola, desnudo de profundidad; pero tan absurdo es buscar profundidad sin apariencia, como buscar apariencia sin profundidad; la vanidad del mundo está tan hueca como la profundidad de Savonarola; que lo profundo solamente se puede buscar desde la superficie, y el pozo sólo es pozo si tiene bordes por donde se entra y paredes que construyen el interior. 

 

            Resumiendo: hoy no queremos nada dentro de la superficie y por eso no nos gusta la filosofía; ayer sí se buscaba dentro pero la filosofía no lo podía encontrar. Frente a esta búsqueda frustrada del pensamiento apareció un pensamiento que encontraba cuando buscaba: era la ciencia; el experimento descubría las causas escondidas de las cosas y eso fue un progreso gigantesco, pero pronto se le descubrió una limitación: que funcionaba sólo con aquellas realidades que podían ser divididas en realidades más sencillas, cuantificables y medibles, cualidades primarias, como se decía, y por lo tanto se podían manipular en trabajos de campo o en laboratorio. ¿Pero cómo medir aquellas realidades tan simples que no se podían analizar? El alma, el ser, el vacío, la materia, el espíritu, la existencia o la belleza, dios. Realidades imposibles de estudiar con el método científico. Esa parte del mundo que seguía sin poderse abordar con los instrumentos de la ciencia seguía constituyendo el mundo de la filosofía. ¿Cómo pensar para intentar comprenderla un poco? Desde Kant sabemos que cuando miramos más allá de la ciencia las palabras encierran contradicciones; y eso no quiere decir que la filosofía se enrede con las palabras, sino que la realidad misma es un enredo y para llegar a ella las palabras deben ser cada vez menos conceptos y más metáforas: como en Nietzsche y Unamuno, como en Heidegger, como en María Zambrano; como en Platón.
            Hemos entrado en el año 2016. En España se está implantando la enésima reforma de la educación. Una de sus consecuencias es el eclipse de la filosofía, y eso, a los filósofos, les hace rasgarse las vestiduras, y a la gente mundana la llena de felicidad. ¿Perdemos algo con el declive de la filosofía? ¿Ganamos algo? Según. Si la filosofía es una losa de conocimientos que ahogan la vida y constriñen el pensar, con su desaparición no perdemos nada; o perdemos poco; memorizar el hilemorfismo sin entender el sentido profundo de esa conjetura no sirve para nada; es como memorizar la valencia del azufre sin saber qué significa esa valencia, como aprender que el agua es covalente y las sales son iónicas sin entender qué importancia tiene eso para la química; o como automatizar que hay que transponer la incógnita en una ecuación cambiándola de signo sin discernir por qué. Una filosofía convertida en historia de unas ideas herméticas es tan poco útil como la química y la matemática convertidas en automatismos incomprensibles para formar ingenieros. La solución para formar buenos técnicos no sería quitar la matemática y la química de los planes de estudio, sino enseñarlas bien: lo mismo ocurre con la filosofía; la estupidez del hermetismo de los conceptos filosóficos no se corrige suprimiendo la filosofía, como el dolor del brazo no se suprime cortando el brazo. ¿Entonces qué? ¿Qué podemos hacer, entonces?
            Aligerar soltando lastre. La filosofía no debe ser una losa sobre nuestras cabezas, sino bajo nuestros pies; lejos de entorpecer nuestras ideas, lo que debe ser es una base sólida para pensar. Menos sofística y más mayéutica, aunque sofística también. Menos contenidos y más aprender a pensar, aunque contenidos también. ¿Por qué no puede ser filósofo el profesor de filosofía? Porque se lo impiden los programas. Porque hay demasiados contenidos para tan poco tiempo. Porque no da tiempo a pensar en Nietzsche, en Aristóteles y en Platón, y sólo podemos decir lo que pensaban ellos sin pensarlo nosotros. Una filosofía que encorseta el pensamiento es fuente de asfixia; un pensamiento sin filosofía es foco de ceguera; estudiar sin filosofar es lo mismo que aprender a hacer punto moviendo las agujas para dibujar, con gestos automáticos, una figura que hay en el patrón que te han dado, no que hayas creado tú. Ese patrón son los ojos de la sociedad, que miran por nosotros. Los ecos de nuestro tiempo, que hablan por nuestra voz. Las atalayas del tiempo, que les dicen a nuestros ojos lo que tienen que ver.
            La filosofía sirve para  eso: pero necesita una profunda reforma de los planes de estudio. Hoy se ha convertido en un problema, y debe ser la solución. Para que los jóvenes no se dejen llevar por lo fácil. Para que busquen en el fondo de las cosas, aprendiendo el amor por la trastienda, y sepan poner en su debido sitio la pasión por los escaparates. Para que no le tengan miedo al compromiso. Para que no distorsionen el sentido de la pereza, que no es fuente de frustración sino de placer. Para que se atrevan a construir historias y pensamientos, navegando en los pensamientos y en las historias de los demás. Para que pensar y vivir sea siempre una emoción, una ilusión, curiosidad y asombro, para que no siempre se sepa lo que va a pasar: que la poesía, dice el poeta, es misterio, y no hay certezas donde no ha habido misterios que sortear. Noûs: intuición, conocimiento. Odisea: viaje lleno de aventuras, escollos y satisfacciones. Noodisea: la aventura del saber. (oportuna palabra inventada por Miró Quesada). La filosofía, para valernos, debe ser siempre una noodisea, una aventura que siempre empieza, un espíritu en busca de Ítaca que no sabe si la encontrará: de ninguna manera una historia en la que, antes de conocer cómo avanza, nos leemos el final; porque eso ha sido la filosofía hasta ahora. Ni quemar las vanidades como hacía Savonarola (porque en ellas encontramos el destello de vivir) ni olvidarse de que la vida late en el fondo de las cosas (lo que en ella late como cabeza y corazón). Ése es el valor de la filosofía. Ningún gobierno que se precie debería amputar el brazo para quitar la herida que nos sacude con su dolor. 

 





sábado, 21 de mayo de 2016

El ángel exterminador






EL ÁNGEL EXTERMINADOR

 

 Homenaje a mi padre

            “Extendió Moisés su cayado sobre Egipto, y el Señor hizo soplar sobre el país el viento del este todo aquel día y aquella noche. Al amanecer, el viento del este había traído la langosta, que subió por todo Egipto posándose por los rincones del país”. La langosta lo cubrió todo. “Devoró todas las plantas de la tierra y todos los frutos de los árboles”... Ni un brote quedó en los árboles, ni una brizna de hierba en el campo. Pero el corazón del faraón no se conmovía[1].
            Entonces Dios, posando su mano sobre la de Moisés, la alzó hacia el cielo y produjo en las tierras de Egipto una niebla densa que duró tres días. No se veían unos a otros, pero los israelitas tuvieron luz y veían. Eran unas tinieblas tan espesas que casi podían palparse, pero aquello no conmovió tampoco al faraón[2].
            Y entonces mandó Dios que pintasen el dintel de las puertas con la sangre de un cordero, para saber cuáles eran las de los israelitas y cuáles las del faraón. Y su mano exterminó sin piedad a todos los primogénitos del pueblo egipcio, como hizo Herodes con todos los inocentes del pueblo de Israel. Desde el faraón hasta el último de los esclavos no se salvó nadie en Egipto; hasta mató la mano de Dios a los primogénitos de los animales. Y el faraón, conmovido, dobló su voluntad bajo el peso de los sufrimientos[3].
            ¿Qué enigmático dios separaba con sus manos a los suyos de los otros? ¿Qué tenían los suyos que los otros no tuvieran? ¿Por qué a unos daba la luz y a los otros se la quitaba? ¿Qué inocencia tenían sus niños que no tuvieran los de los egipcios? ¿Por qué separarlos con mano tan implacable, por qué? ¿Por qué defendía a los suyos contra los otros en lugar de proteger a los justos, aunque algunos justos estuvieran entre los otros? ¿Es que en el pueblo de Israel no había gente injusta? ¿Es que los justos, cuando eran de los otros, valían menos que los malvados si los malvados eran de los suyos? ¿Por qué nos tienen que dividir en dos bandos? ¿Por qué sólo te puedes salvar cuando eres de los nuestros? ¿Por qué?
            Así también los pastores separaban a las ovejas para la vida, para la muerte. Y era sólo porque unas les servían y otras no. No es el buen pastor el que las cuida, sino el buen raptor, pues las ovejas sólo sirven si no se ponen enfermas, si no se hacen viejas, si les dan leche. ¿A quién diablos le importa la felicidad de las ovejas? Sólo el fruto le interesa al buen pastor: no las ovejas. A las que no le sirven les cortan el rabo, y es la señal para morir. Como los vencedores separando también a los vencidos para la vida; para la muerte. Media España vivía con el estigma que no coincidía con el de la otra media; y así, unos tenían derecho a vivir y a otros se les negaba el de comer.
            El hambre empujaba a los otros a buscarse la comida, a mendigar el sustento. La tierra los expulsaba en trenes humeantes como aquél, que exhalaba fuelles de tos por los campos áridos surcados de molinos, por las vías que arañaban la tierra inhóspita, por las entrañas de la Mancha. Eran monstruos de acero que jadeaban en sus pesadas fauces; y en su garganta se encendían estallidos de fuego al compás de un ritmo binario, forjado en la caldera, a la par que en sus jadeos se expulsaba con la niebla sucia una plaga de carbonilla. Las bielas cortaban rodajas de humo que se escapaban pesadamente entre las ruedas; y era un humo tan negro, tan espeso, que el que vomitaba la chimenea no tenía nada nuevo que ofrecer. Junto al fogón sudaba carbón el maquinista.  Era también un sudor negro el del fogonero, bañándole la cara enrojecida por el fuego, no sabiendo si eran las calderas de Pedro Botero o las entrañas flamígeras del dragón, aquel infierno brotado de las mismísimas entrañas de Satanás.
            Habían llamado al primo Dionisio y Dionisio se presentó con pantalón negro y camisa azul; y con las cinco flechas bordadas en la camisa, bajo cuya solapa lucía enfundada una boina azul[4]. Saludó con el brazo en alto, estirando la mano, igual que Mariano había visto hacer a Manolo, el hijo del Mangurrín. El uniforme, seguramente, servía para saber que aquel chico era de los nuestros; y Mariano, que no lo llevaba, estaba condenado inexorablemente a ser de los otros. Ya se sabe: para unos eran las tinieblas; para los otros la luz.
            El tren humeaba pesadamente por aquellas tierras de una nueva Castilla. Como gigantes de acero, ningún quijote quedaba ya para desfacer los innúmeros entuertos: los había devorado el exilio. Una oscura diáspora extendió la sangre de España en un goteo incansable, en un lento peregrinar, y ya no había en la tierra más que gigantes de humo y monstruos de acero. Y los monstruos surcaban la tierra arañándola implacablemente, en unas vías rotas a intervalos rítmicos, en un traqueteo machacón, cuando las ruedas chocaban con ellas exhalando salmodia y monotonía. 

 

            A Dionisio lo había visto Mariano muchas veces con el pantalón de pana y la blusa a estilo gañán. Pero hoy vestía de falangista. Cuando bajó la mano, como si se estuviera quitando un disfraz, de nuevo Dionisio se reía. Les dijo que había venido a buscarlos, respondiendo a su llamada. Y se fueron camino de tierra extraña, en un viaje a lo desconocido: y lo desconocido les gastó su primera broma cuando estuvieron parados en Argamasilla; había descarrilado un tren y hubieron de esperar hasta que la vía quedase libre, algo más de dos horas.
            A Marcelo lo llevaron a un quinto[5], en la orilla de la Higuera, camino del Pardillo. Mariano se quedó en una quintería cerca del Villar de Puertollano, a orillas de un olivar. Estaba solo. Solo con las cabras. Tan sólo por las noches iba el cabrero a llevarle la comida y se quedaba a dormir con él, pero algunas noches dormía solo. Pensó morirse aquel verano de 1939 en una tierra seca y desconocida, sin agua, asfixiada por aquel calor sofocante. Había que llevar el agua siempre encima, en un botijo de barro colgado al hombro. Apenas había pájaros tampoco. En aquella soledad soñaba con su familia, con su madre, con sus amigos, con el pueblo. Renegaba una y mil veces de haberse marchado de allí. Lo habían separado de su hermano y de pronto, en aquel cautiverio, un viento turbio agitó la mano de dios. Pero no sabía si dios estaba con los otros o si estaba con ellos. O con ninguno. En aquel sentimiento de saberse abandonado por dios, ya sólo cabía el fin del mundo.
            Y fue una nube de langostas y lo asoló todo. Por el día, cuando levantaban el vuelo, se nublaba el sol y oscurecía. Y cuando se asentaban en el suelo lo arrasaban como el caballo de Atila: la hierba se secaba, cortaban los tallos de las viñas, lo volvían todo negro, se comían los melones. En la boca de los pozos cogían agua para dar de beber a las cabras y a ellas iban siempre buscando el frescor, a pesar de que ponían lonas; eran tantas las langostas que algunos pozos se encenagaron. Cuando pasó la nube, sacaron las lonas y descubrieron en el agua una capa de langostas de más de veinte centímetros de espesor. Las tuvieron que sacar en seguida para evitar que se descompusiera el agua: la plaga duró cuatro o cinco días. Fue terrible. 
             Pero después no se extendieron sobre la tierra las pavorosas tinieblas. Después vino, ejecutora, la mano de dios. Como los pastores, separaba a unos para la vida. A otros para la muerte. Y fue en el reino de Herodes la escalofriante y terrible masacre de los inocentes. A Mariano lo llevaron con su hermano. Tantos días añorándolo, tantas noches acordándose de Marcelo, que cuando los juntaron de nuevo no sabía si el cielo lo llenaba de gozo o si el corazón se le partía. Pero pronto descubrió que había trampa.
            Fue a últimos de noviembre cuando le comunicaron la muerte de su padre. Querían que él se lo dijese a su hermano poco a poco, para que no le afectase la noticia: porque era niño. ¿Pero es que él no era niño? ¡Tenía tan sólo catorce años! ¡Los acababa de cumplir! ¿No tendría él derecho también al sufrimiento? ¿Nadie lo podría consolar? Él sí, él era mayor y tenía que consolar a su hermano. ¿Pero y él? ¿Dónde estaba él? Dios mío, ¿dónde estás que no te he visto, dónde, que me has abandonado? Cuando le contaron la noticia[6] se quedó como si le hubieran dado un mazazo, como si estuviera seco. Se quedó como tonto y hasta pasados unos días no pudo llorar. Y una plaga de langostas llovió densamente sobre su corazón oscureciéndolo de nuevo. El tío Andrés, que estaba en el pueblo, fue a recoger la ropa de su padre cuando lo fusilaron[7]

 

            Y vino luego más fuerte el mundo de la nostalgia. Llovió densamente en sus corazones, los inundó de dolor por el recuerdo, los cegó, como aquella plaga de langostas, cerrándolos por mucho tiempo a la esperanza. Nostalgia de ver a su familia, nostalgia de estar con su madre, nostalgia de ver a sus hermanos. Un nudo en la garganta y un nudo en el corazón. Y las ansias, como el instinto del ahogado, buscan desesperadamente salir del agua en un intento de respirar. El recuerdo no deja vivir cuando nos falta un padre, cuando nos falta tanto. Ya no habría tiempo para vender la casa, para comprar las cabras, para tener una huerta; ni para ir a Puertollano[8]. El norte había muerto y ya no estaba en el cielo la estrella. Mi padre. ¡Mi padre, que soñaba viento! Se me ha ido. Me lo han matado. Ahora estará con los fueros de Sepúlveda, indómito, libre, pero arrancado a la vida, desterrado, solo. Arrebatado a su sangre cuando a sus hijos les arrebataban el corazón. Marcelina. Marcelina, ahora sola, convertida en oriente de tu familia, tú, que estás desorientada, Marcelina, ¿adónde vas? Ya no hay luz en tu camino como la que tiene el guía. Ahora tú eres la guía de tus hijos, pero Marcelina, ¿dónde llorarás? ¿Dónde, si para llorar también hay que tener fuerzas, Marcelina, y para tenerlas hay que comer? ¿Dónde buscar la vida cuando el estómago mendigo no quiere dejarle a la nostalgia tiempo para llorar? Y la nostalgia se rebela aunque tenga hambre, porque el llanto desesperado es ansia de asfixia que necesita romper para respirar. A veces no es cierto que haya que comer primero, y luego lo demás.
            El uno de mayo de 1939 habían llegado a Puertollano y el uno de mayo de 1940 salieron en tren para Madrid[9]. Dionisio no los llevó. No supo entender que algunas veces laten menos las tripas que el corazón, y que la cabeza. El velo de la nostalgia termina por empañarlo todo como una lluvia muy fina, como una niebla buscando niebla del pueblo para juntarse con ella; y, envuelto en su manto húmedo, llorar: que es el lloro el punto donde la pena se convierte en alegría. Llegaron a Chozas y bajaron del autobús; a su madre se le cayó el alma al suelo de tan delgados como los veía. Cabreros había que estaban con las cabras de leche, y se hacían buenos calderos de leche sopada. Mariano, en cambio, estuvo con las primalas y los chivos, y sólo tuvo para comer lo que le llevaban de casa; poca comida y mala, sazonada con agua y pan; nostalgia. Marcelo, que se creía que se iba a quedar allí para siempre, cuando salió de Puertollano tiró una pistola que había hecho de madera porque de allí no quería llevarse nada; y cuando andaban pensando en el pueblo, como aumenta la gana cuando uno se acerca a casa reventando de orinar, parecía que les habían salido alas en los pies.
            Pero no vino la oscuridad antes de la masacre de los inocentes, sino después. Cuando media España mató a la otra media y se extendieron unas tinieblas espantosas sobre todo el país. Dicen las escrituras que nadie se movió del sitio donde estaba porque nadie podía ver a nadie[10]. Sólo el pueblo elegido tenía luz. Y Mariano debió sentirse parte del pueblo elegido, porque entre las cabras tuvo una luz que le hacía ver en la oscuridad: era su enciclopedia[11]; la enciclopedia de tercer grado que le dieron en la escuela durante la guerra: ella había sido su amiga fiel[12]. Con ella aprendió a hacer quebrados y problemas, hasta la regla de compañía. Tenía tanta afición al dibujo que consiguió pintar algunas iglesias visigodas (no se le olvidaba que eran góticas u ojivales). Esos trabajos, y la lectura de la enciclopedia, le distraían de los malos ratos. A veces encontraba algún pequeño lápiz y se lo guardaba. Y cogía los papeles blancos que encontraba por el suelo, aunque fueran cartones, y los guardaba para hacer cuentas; también las hacía con un palo en la arena para cuidar sus papeles y su lápiz, que no se le gastaran; los cuidaba como a las niñas de sus ojos, reservándolos cuanto podía para que duraran más.
            Un día que pasaban los hortelanos de El Pardillo para vender sus verduras en el mercado, se le acercó un muchacho y le dijo:
            -¿Para qué estudias tanto, muchacho, si no vas a ser maestro?
            Y era verdad. En su tiempo era más fácil ser policía que maestro. Y guarda forestal. Y aun eso le estaba vedado, porque cuando separaron a su padre para la muerte lo señalaron también a él con el estigma de los otros; de los que no serían nunca de “los nuestros”. Rojillo, hijo de rojo, viviendo entre los nuestros, pero sin serlo jamás. Mas él sabía que la luz de la enciclopedia iluminaría, a la postre, las mentes inundadas de tinieblas. La ilustración acabaría con la peste de las guerras, de los fusilamientos, de la división. La gente entonces, gracias a la cultura, sería feliz. Acabarían las masacres de inocentes, desaparecerían las nubes de langostas, se acabarían las plagas de Egipto. Todo ello ocurriría cuando se disipara la oscuridad. Y sacando fuerzas de flaqueza, olvidando los rencores, perdonando la muerte de su padre y borrando las nieblas del pasado, él supo siempre que no viviría de espaldas a la luz.




[1] La Biblia didáctica. Madrid, 1995: SM; p. 85 (Éxodo 10, 13-16).
[2] Ibídem, p. 86 (Éxodo 10, 22).
[3] Ibídem, p. 87 (Éxodo 12, 29). Véase también Selecciones bíblicas. Con ilustraciones de Gustavo Doré. Barcelona, 1982: Ed. Ramón Sopena, p. 86.
[4] Mariano Martín Arribas. Mis memorias, p. 42.
[5] Ibídem, p. 46.
[6] Ibídem, p. 47.
[7] Ibídem, p. 45.
[8] Ibídem, p. 38.
[9] Ibídem, p. 48.
[10] Selecciones bíblicas. Con ilustraciones de Gustavo Doré. Barcelona, 1982: Ed. Ramón Sopena, p. 84.
[11] Mariano Martín Arribas. Mis memorias, p. 48.
[12] Ibídem, p. 49.

sábado, 14 de mayo de 2016

La casa de mi padre




LA CASA DE MI PADRE

 

            Sentir con la cabeza es muy diferente de sentir con el corazón; y con las tripas. La base de todo el sentimiento es la sensorialidad. Y así, cuando hablamos de sensibilidad, podemos estarnos refiriendo al corazón, a la cabeza, a las tripas, a los sentidos. Si no lo hacemos creamos confusión. Todos, incluida la cabeza cuando no siente, configuran lo que llamamos el sentido.
            Para sentir con la cabeza es necesario también sentir con el corazón. Ojos que no ven, corazón que no siente (dice el corazón); ojos que no ven, corazón sintiente (dice la cabeza);  aunque la fuente de ambos sentimientos haya estado en los ojos. El verdadero sentido ético surge cuando sientes el dolor de los demás, aunque no los veas; cuando sientes que debes ayudar a los que sufren, por más que no sepas nada de sus vidas. Hay quien comprende el deber sin sentirlo, y eso podrá tener eficacia en la sociedad, pero no es ética. Para vivir éticamente hay que sentir el deber cuando lo comprendemos, no basta con comprenderlo; sentir que el otro sufre aunque no lo veamos sufrir. Cuando los ojos no ven, el corazón también siente. Por eso la solidaridad difiere de los espectáculos  solidarios. Mas para quien entiende, como una máquina, los deberes sin sentirlos, no hay placer ético ni disfruta con el espectáculo de su caridad; no vive la moral,  y la moral, desde la razón, debe ser algo vivo.
            La justicia debe ser vivida, no solamente pensada. La justicia, atravesando las puertas de los sentidos y de las tripas, vive en el corazón cuando ha pasado por la cabeza; se aloja en la cabeza cuando se ha bañado en el corazón. Pero la justicia de los ministros o es corazón sin cabeza, o es cabeza sin corazón; y en ambos casos vive amenazada por las tripas. Raro es el ministro que vive la justicia con el corazón a la vez que con la cabeza. Si la vivo con el corazón, sólo me preocupa lo mío; si la vivo también con la cabeza, lo mío me preocupa desde la óptica de los demás; y esa óptica no es visceral (la obsesión de qué dirán), sino sensatamente cordial. O más bien habría que decir: elijamos entre vivir visceralmente el sentimiento, o vivirlo, de manera a veces también visceral, acariciado por los ropajes del pensar; un pensar que no debe ser el instrumento del sentir, sino su esencia misma. Inteligencia creadora no es lo mismo que maquiavelismo.
            “Defenderé la casa de mi padre”, dice Gabriel Aresti. Defenderé lo mío. Y es perfectamente legítimo, pero nunca “contra la justicia”, sino siempre desde ella; porque si vivimos así, estaremos dejando que el sentir se enseñoree del pensamiento caminando de manera errática, sin brújula: y caeremos inexorablemente en el sentimiento irracional. Seremos nazis, fanáticos, genocidas, seremos supersticiosos... La brújula del corazón es precisamente la cabeza; pero mal nos podremos orientar si el corazón la guía sin dejarse guiar por ella. También es peligroso si lo hacemos al revés. Dejando que la cabeza tome al corazón como brújula. Vivir de una de las dos formas es arriesgarse a conseguir éxitos parciales, pero fracasos globales. La verdadera vida ética es un continuo vaivén entre las dos brújulas; cuando el sentir se deja llevar por el pensar, inmediatamente hay que ver cómo el pensar se puede orientar por el sentir; y vuelta a empezar. El vaivén de las dos brújulas es como los dos espejos que tenemos en la peluquería, uno delante y otro detrás; la combinación de sus perspectivas es una cadena de imágenes que se contienen a sí mismas con un principio sin fin.
            Defender lo propio contra la justicia puede parecerse a la conclusión dramática que sacan los personajes de Lo que el viento se llevó: ¡la tierra! ¡Sólo me queda la tierra! Cuando hemos destruido cuanto nos rodea y vivimos pisoteando sentimientos, ya no tenemos a quien querer ni a nadie que nos quiera; sólo nos queda la tierra; la casa de mi padre; la que hemos levantado sobre los despojos de la justicia.
            Pero si Gabriel Aresti defiende la casa de su padre contra la justicia del gobierno cuando es una injusticia camuflada, entonces su lucha tendrá sentido; entonces la justicia será precisamente la casa de su padre. Mas hay un verso que descorazona: contra su prole; defender contra su prole la casa de su padre es sacrificar sobre el altar del padre a los hijos. La tradición no puede ser la hipoteca del progreso. Bien está que pierda su hacienda por defender sus principios.
Perderé
los ganados,
los huertos,
los pinares; 
perderé
los intereses,
las rentas,
los dividendos,
pero defenderé la casa de mi padre.
Pero no que sacrifique a sus hijos sobre el altar del padre.
Me moriré,
se perderá mi alma,
se perderá mi prole,
pero la casa de mi padre
seguirá
en pie.
            Nadie tiene derecho a sacrificar a nadie si no son los propios hijos, libremente, quienes se sacrifican. Porque entonces los hijos serán también la casa de mi padre. Será el pasado cimiento del futuro, nunca su hipoteca.
            Defenderé a mi equipo de fútbol; pero si un día tengo que elegir entre la deportividad y mi equipo, nunca renunciaré a la deportividad. Dios, defendiendo al pueblo elegido, no podía hacerlo contra la humanidad, contra la justicia; por eso vino Jesús a desfacer sus posibles entuertos.