VLADIMIR, DE ALFONSO
SANTISTEVAN
Tengo en las manos
un libro de Alfonso Santistevan que es casi un clásico de los tiempos modernos.
Es una obra que leí hace ya algunos años y me pareció tan interesante que tuve
que llenarla de anotaciones; ahora la he vuelto a leer para disfrutar simplemente
del placer del texto. Su título es Vladimir.
Estamos
en presencia de una obra en donde el personaje (¿quizá también el propio
autor?) ajusta cuentas con el pasado;
mirando al futuro y desde la atalaya de su presente. El problema es que el
presente no es una atalaya: no ve las cosas desde lejos, ni desde arriba, sino
desde dentro; su mirada está situada en el corazón de las mismas cosas y por
eso cuanto más las siente, menos las ve. Lo dice la protagonista buscando las
fotografías que mejor pueden resumir su vida: “las fotos más importantes son
las que quedan acá. (Se toca el lugar del
corazón). ¿O acá? (Se toca la frente)”.
Hay que alejarse de los árboles para poder ver el bosque. Sobre estas premisas
Brecht construyó una teoría de la distanciación. Sin embargo Vladimir no es un drama brechtiano; apela
al sentimiento, apuesta por el corazón antes que por la cabeza; pero el
espectador tampoco se identifica con el personaje hasta el extremo de perder la
cabeza: Vladimir no es una
telenovela; lo suyo es buscar, con el personaje, qué ha pasado en la maraña de
hilos que entretejen el pasado. Y ahí está su dimensión trágica: “buscar, no
encontrar”.
También
flota sobre los personajes, como un destino, el fantasma de la Idea; la sombra
de Hegel, sobre la praxis de Marx, esa atmósfera densa en la que respiraba la
generación de los setenta; ser joven y vivir en esa época era poco menos que
vivir predestinado a ser marxista. Pero hay, frente a este ambiente trágico,
una búsqueda desesperada de futuro; y en esa búsqueda los personajes quieren
ser libres; esa apuesta por las propias fuerzas para vencer a las fuerzas que
se han adueñado de nosotros (las fuerzas de la época, las de la historia, las
prisiones de la idea) hace que esta obra, antes que una tragedia, sea un drama;
los personajes no saben qué será de ellos, pero sí saben que, sea lo que sea,
van a ser ellos los que decidan; no decidirá la época que les ha tocado vivir.
¿Quién
es el protagonista, quién el antagonista? Como un Hermes bifronte, el
protagonista es un continuo de madre e hijo que, lejos de ser dos figuras
complementarias, son dos apariencias de la misma figura. La síntesis de estos
dos personajes nos da un personaje único que lucha contra el destino, que es el
verdadero antagonista; y el destino es la Revolución por la que viven y de la
que viven; pero también la realidad alienante en la que viven; al igual que el
protagonista, también el antagonista es un Hermes bifronte: el Ché Guevara y el
viejo Ancieta (el casero) encarnan, como las dos caras de una moneda, la
presencia antagónica de la realidad. Camucha y los gringos son las
prolongaciones del viejo Ancieta; las canciones de lucha, el propio nombre del
protagonista, son las prolongaciones del Ché; que es la prolongación, a su vez,
del padre de Vladimir. El protagonista vive el desgarramiento entre dos mundos:
uno constituye el lugar donde se está, otro lo que se quiere ser; el drama
consiste en que no se quiere estar allí pero tampoco se quiere ser lo que se
quiso ser un día; el futuro en que se creía se ha roto, y con él se rompe toda
la vida de la persona (pues aquello por lo que se lucha también es aquello en
lo que se está); y con la vida se rompe, también, la misma persona: como unas
zapatillas viejas.
Flota
sobre esta obra como una atmosfera derrotista, una suerte de pesimismo
existencialista; en algún momento he pensado en Alfonso Sastre: Ana Kleiber.
Pero hay una diferencia y esa diferencia es de talla: los personajes aquí
podrán estar desesperados, pero en ningún momento piensan en el suicidio; hay,
en el corazón mismo de la tormenta, una fuerza desesperada por resistir, y es
mucho más que un instinto de supervivencia: es un instinto de superación,
pasión por derrotar al fracaso, por liberarse de los fantasmas del pasado (pero
también de los del presente), y empeño por encontrarse consigo mismo. Cuatro
temas podrían articular el espíritu de la obra: la realidad rota, el caos, la
fe y el desengaño; el cuerpo lo constituyen un prólogo y un acto único; único
acto en el que se pueden identificar las transiciones entre escenas: que están
implícitas quizá para facilitar, con la desaparición de la macropuntuación
propia del teatro clásico, la desaparición de los decorados hasta dejarlo todo
en espacios conectados entre sí, como por ósmosis; como si el espacio y el
tiempo fuesen presencias mínimas por las que transita, con la fluidez del
diálogo, un presente hecho de sucesiones yuxtapuestas. El resultado es un canto
escenográfico a la sencillez máxima, sobrecogedora: porque en ese cuerpo
desnudo se visten y desvisten, con su complejidad enrevesada, los ropajes del
alma.
1. La realidad rota.
“Ya
se me cagó la taba. Estos gringos de mierda hacen las zapatillas para que se
rompan y uno se joda”. Inmediatamente surge el símil que lo vertebra todo:
“¿qué pasa si te rompes como mi zapatilla?” El tambor roto; cuando su madre le
reprocha que se vaya a llevar un tambor roto porque no sirve, Vladimir le
contesta: “por eso me gusta. Porque está roto y no sirve”. Y también se rompen
los platos. “Quedará el hombre”, dice el Ché; “o tal vez algún día él también
se rompa”; entonces rompe el plato y Vladimir recoge los pedazos. “¿No te has
dado cuenta de que hay un montón de gente rota?”, le dice a su amigo Lucho; y
Lucho, que sólo ve la superficie de las cosas, se cree que le habla de los
pobres: “estás loco. Nadie se rompe, cuñao. Y si se rompen es porque son
cojudos de nacimiento, los hicieron mal de fábrica”. Vladimir había rechazado
antes cualquier determinismo biológico, cualquier tipo de darwinismo social:
“no sólo los pobres, loco. La gente, la gente en general se rompe. A algunos se
lo notas en los zapatos rotos, o en la ropa. Pero también en la cara. Están
rotos”. Dos metáforas aparecen después en las indicaciones escénicas. En una
aparece la mamá “bastante descompuesta”; en otra está “recomponiéndose”; el
primero es un estado anímico, el segundo un estado físico: ¿puede la cara ser
el espejo del alma? Lucho le toma una foto; la madre, entonces, “se recompone”
(para salir bien) en el momento mismo en que su hijo contempla los pedazos
rotos que ha juntado: hermosa metáfora; los trozos juntos recomponen el plato,
pero no los unen; el reflejo de la coquetería recompone nuestro cuerpo
desordenado, pero quedan las grietas del artificio; y ¿cómo se recomponen los
trozos del alma? ¿Qué pasa con sus grietas, sus cicatrices? La inutilidad de
todas las vanidades queda patente cuando se descubre que la cámara no tiene
carrete. ¿Cuál es el carrete (al autor dice: “el rollo”) donde se retratan las
cosas del alma?
La
obra habría podido titularse Las
zapatillas rotas. En las páginas 14 y 15 se muestra un simbolismo que calza
perfectamente con la condición de clase que tienen las personas: el
proletariado (las zapatillas); la burguesía (los zapatos negros); y, como un
hacha de guerra, la revolución (las botas del Ché). Estas premisas arrastran
gradualmente los argumentos de la obra (que manan confusamente del corazón y de
la cabeza) hasta su culminación, a través de cascadas de conclusiones
sucesivas.
2. El caos.
“Mañana este caos
se habrá acabado. Comenzaremos una nueva vida”, dice la madre de Vladimir; al
mismo tiempo lo tranquiliza frente a cualquier incertidumbre: “pero será para
mejor”. Claro, toda peripecia puede ir a mejor o a peor, ya lo decía
Aristóteles. Sin embargo aquí hay una contradicción entre la palabra y el
pensamiento, o más bien entre la palabra y el sentimiento: el sentimiento de
temor; la madre teme que la situación empeore y conjura sus miedos con la
palabra, como si decir las cosas fuera lo mismo que realizarlas. Por eso
remacha con mucho énfasis: “el fin del caos”; en una silepsis que hace
referencia al caos de la casa donde están embalando las cosas para emprender un
largo viaje, pero también al caos de sus vidas. Y lo único que puede vencer al
caos es el amor: madre e hijo se abrazan en un sentimiento de piedad
indescriptible, que conmueve al espectador; no, esto no es distanciación; no es
Brecht; recuerda más a la identificación de Aristóteles (del espectador con su
personaje, pero también de la madre con su hijo).
Hay,
aquí, un claro divorcio entre la revolución y la que algún día fue
revolucionaria (todavía lo es). “Sólo la victoria merece pasar a la
posteridad”, dice el Ché; pero para ella lo importante no es la victoria, sino
la lucha; no es la meta, sino el camino; sólo así se esfuma el caos, y entonces
todo tiene sentido; no es un fracaso no haber llegado a la meta, sino no haber
empezado a caminar. El éxito personal de su madre es su fracaso social: ha
triunfado porque ha fracasado; ha sido siempre ella misma porque no se ha
vendido al sistema. El Ché, en cambio, algún día no necesitará mapas (le
bastará con la Idea), pero hoy los necesita; como creía aquel otro Vladimir que
algún día desaparecería el Estado, pero que de momento había que reforzarlo:
dictadura del proletariado. Frente a todos aquellos que sólo piensan en la
meta, late en el hijo y en la madre un
fondo verdaderamente cristiano: “yo soy el camino”, dice Jesús; evidentemente
también es la meta, pero mientras estamos en el camino ya será como si hubiéramos llegado. En la odisea
de la madre de Vladimir todo el reto está en descubrir que la revolución no es
el nacimiento de la vida, sino que la vida está ya en el camino que conduce a
ella; por eso el fracaso de la doctrina no supone el fracaso de la vida; no se
ha conquistado la idea, pero se ha vivido el ideal; se trataba simplemente de
ser quijotes, no bachilleres ni curas ni barberos; de ser Vladimir y ser su
madre, no de ser Camucha ni el viejo Ancieta. Por eso la madre grita
desesperada, como intentando convencerse a sí misma: “no hemos fracasado, no
hemos fracasado, no hemos fracasado”.
El
revolucionario, ante un mundo injusto, se forja una identidad que se rebela;
pero un día se rompe, como una máscara, y sólo queda el caos; para salir del
caos hay que buscar el sentido de las cosas. “¿Por qué me llamo Vladimir?”
Entonces descubre que, al igual que él es hijo de la revolución de su madre, su
madre es hija de las telenovelas de su abuela. “¿Tú has oído hablar de El derecho de nacer? (…) ¿Cómo se
llamaba la protagonista? María Elena”. Entonces comprende el hijo. “¿Y por eso
te pusieron María Elena?”
El
único fracaso de la madre ha sido ponerle a su hijo el nombre de sus ideales;
condenarlo a vivir con los mismos ideales que ella, como si él no pudiera tener
los suyos. Cuando se rompe el nombre de Vladimir aparece el caos detrás del
orden. El mundo de la madre se ha desmoronado, pero cuando se desmorona el mundo
del hijo habría que preguntar: ¿quién es el verdadero protagonista? Y el mundo
está en su nombre. Contenido.
Entonces
aparece la figura de Lucho: Lucho, el amigo de Vladimir, del que todavía no
hemos hablado. Lucho no ha encontrado aún el sentido de su vida, y lo que es
peor: nunca lo ha buscado; se ha aturdido en el alcohol, en el dinero, en las
mujeres, y las que creía verdaderas conquistas eran de pega; porque le acaban
cobrando sus servicios y eran mujeres de pago. Lucho se rompe. “Necesito que me
digas cómo hay que hacer para no romperse”, le dice a su padre. “Yo quiero ser
feliz, papá. No quiero romperme”. En esas palabras hay un eco de Calígula: los
hombres se mueren y no son felices; y eso es absurdo. Como una derrota en la
búsqueda de sentido, sobrevuela sobre estas páginas la presencia de Camus.
3. La fe.
Es
el nihilismo. Diríase más bien que la fe es el cemento del ideal, y la razón el
cemento de la idea; pero hasta los matemáticos reconocen que en el principio de
todas las cadenas deductivas hay postulados, axiomas, ideas que se admiten sin
demostrar, en otras palabras: creencias. En el principio de todo está la fe, y
cuando la fe falta, todo se desmorona. El caos es la antesala del nihilismo, ¿o
es al revés? ¿Aparece el caos cuando hemos dejado de creer?
El
caos surge cuando ya no creemos en lo que fuimos; hemos dejado de serlo y no
hemos empezado a ser otra cosa todavía. El caos. El caos es la existencia de
las cosas que ya no tienen ser; tener que estar donde no se tiene que estar;
“los gringos son una mierda pero estaremos mejor allá”. Marx, o más bien Hegel,
tiene una palabra para ello: alienación. Frente a la vida alienada, la vida
auténtica. Hemos dejado de ser auténticos. Llevar una existencia alienada (en
“gringolandia”) es como llevar unos zapatos que no calzan en nuestros pies;
pero perder una vida auténtica es un estar sin ser: ausencia. Ausencia es la
canción del Ché Guevara: que es hermosa porque habla de un ser que ha dejado de
estar. Pero el Ché de la canción no es el de la realidad: el Ché real también
está ausente; ha dejado de creer en la revolución por la que luchaba, y “todo
tiende a la ausencia”; es como San Manuel Bueno, ese cura de Unamuno que tenía
que predicar a dios sin creer en él; un revolucionario sin revolución es como
un cura ateo.
Y
sólo nos quedan los sueños. El sueño imposible son los desvaríos de don Quijote.
Si soñar es hacer “que los sueños se hagan realidad” y hemos dejado de creer en
el sueño, ya sólo queda soñar que los sueños nunca pueden ser reales, y
saberlo: “conocer Disneylandia”, dice la madre; final feliz, pero final
ficticio, alejado de la realidad: alienante, falso, inauténtico. Hemos pasado
al sueño apolíneo (soñar sin luchar) desde el sueño dionisiaco (la lucha del
sueño); hemos pasado del compromiso a la renuncia, de lo complejo a lo fácil:
nuestra existencia se ha vaciado de esencia; y el recuerdo de lo que fue
plenitud se trueca ahora en ausencia.
Es curiosa la
identificación que el autor hace entre creer y querer; una identificación
unamuniana; “quiero creer que te quiero”, dice el padre; “que nos queremos
tanto como antes”; y así, la fe es lo mismo que la voluntad; creer en un ideal
no es lo miso que creer en Disneylandia; la fe robusta, voluntariosa, devuelve
el sentido a la vida, y ya no se trata de sobrevivir, sino de vivir; sobrevivir
es existir renunciando a ser, y vivir es penetrar con el ser en la existencia;
lo primero es fracasar, lo segundo realizarse.
Vuelve
la fe. La fe es hermosa, pero también dura; y a veces también creer es joder.
Pero también es miedo. ¿De qué? “De este vestido que no soy yo, de este mundo
que no es el que soñé”. ¿Por qué? “Tengo miedo de que me sigan”, dice la madre.
El verbo no se ha hecho carne, el sueño no se ha hecho realidad; y todo lo que
nos rodea es “pequeñez”, “mediocridad”. Es como si estuviéramos atrapados en un
recinto del que no podemos salir, como imaginó Buñuel en El ángel exterminador. No se trataba de sobrevivir, sino de llevar
una vida plena; no se trataba de ir a ninguna parte (por ejemplo a la
revolución), sino de ir simplemente al centro de sí mismo; al centro de la
vida.
“Saber
es poder”, decía Bacon. “Creer es querer”, nos dice Santistevan; y Unamuno. Y
lo completa Nietzsche: no se trata de creer en evasiones, sino en compromisos;
y no comprometerse con la idea sino con el ideal. El ideal es hermoso. Pero lo
hermoso es duro, porque la realidad de la que surge es dura. “Son tiempos
duros”, dice el hombre; “y también hermosos”, responde la mujer. “Celebramos
este tiempo hermoso y cruel”. Eso decían cuando todavía estaban juntos; ahora,
que se han separado, dice la madre a su hijo: “vamos a resistir”; pero para que
no nos rompamos nosotros; no para que no se rompa la revolución.
Vladimir
sueña con participar en un concurso de fotografía, pero para eso necesita
doscientos soles que no tiene; y si cree que va a ganar ganará. “Imaginemos un
mundo sin miedo, deseémoslo (…) Hay que inventar (…) todo eso en lo que siempre
hemos creído (…) Tenemos que seguir creyendo”, pero “después de una profunda
autocrítica”. Hay que dejar la infancia sin dejar de ser niño, ser idealista,
ser como don Quijote, pensar que nuestros sueños forman parte de la realidad,
pedir imposibles. Pero ¿y si nunca hemos salido del reino de nunca jamás? ¿Y si
“hemos ensayado toda la vida una obra heroica y al final nos toca hacer esta
telenovela?” ¿Y si creíamos que estábamos resistiendo y en realidad no hacíamos
más que huir? Huir con los sueños, que sustituían a la realidad sin
prolongarla. Acaso lo que tenía que ser, lo que queríamos que fuera, no echaba
sus raíces en las posibilidades del ser; como quería Ortega.
Años
más tarde Mario Vargas Llosa haría una novela en torno a dos paraísos: ¿Vivir
el momento o sacrificarlo por el futuro? ¿Gauguin o Flora Tristán? Vargas Llosa
concluye que la utopía de la quimera es una misión inútil, un sacrificio
inútil, una pasión inútil (ecos de Sartre); Alfonso Santistevan concluye, por
el contrario, que agotarse en el presente no tiene sentido; y sí lo tiene, en
cambio, buscarle el sentido a una vida que ya lo ha perdido. Vargas Llosa hace
un canto al realismo (con toda la ternura que le merece una luchadora que ha
sacrificado el presente en aras del futuro). Alfonso Santistevan rompe una
lanza por la utopía (aunque se estén desmoronando los ideales utópicos). Uno
siente la necesidad de recordar que Francisco Miró Quesada cree inmoral
sacrificar a una generación por las generaciones futuras; el mismo derecho que
tienen las generaciones futuras a vivir, lo tienen las generaciones que se
sacrifican, o a lasque sacrifican, por ellas; no tenemos derecho a destruir
este mundo para crear otro, a ser nerones quemando Roma; el mundo nuevo debe
nacer de las entrañas del presente, no de sus cenizas.
4. El desengaño.
El
desengaño se produce cuando descubrimos que hemos estado viviendo en el engaño.
Lucho descubre que las chicas a las que conquistaba eran prostitutas: la madre,
como el Ché, descubre que la idea era falsa, que Hegel y Marx se equivocaban,
como la paloma de Alberti. Pero el desengaño de Lucho se ahoga en vino y
preservativos y el de la madre engendra ilusiones sobre un fondo desilusionado;
para Lucho no hay salida; para la madre de Vladimir, sí; lo oscuro del
horizonte es sólo apariencia; detrás de las sombras emergerá nuevamente el día;
casi le dan ganas a uno de decir, parafraseando a Mariátegui, que Lucho es el
alma crepuscular y Vladimir el alma matutina, como su madre; sólo que el alma
matutina ya no es la Revolución (con mayúsculas).
Aparentemente
los dos fracasos se hunden en el mismo agujero negro. El placer vacío, como la
utopía quimérica, se hunden en el mismo recinto cerrado (Sartre), en el mismo
lugar maldito del ángel exterminador (Buñuel): “íbamos a construir algo hermoso
y resulta que marchamos y marchamos sobre el mismo sitio hasta hacer este hueco
del que no podemos salir”; ese hueco está enterrando a Lucho, pero no entierra
a la madre de Vladimir sino a la revolución; por eso desaparece ese yo
colectivo y sólo queda mi yo individual: “nosotros se acabó (…) Estamos en el
reino del yo frente al espejo”. Por eso no hay nada nuevo en la nueva vida; esa
vida nueva “es la misma vida de siempre”, sólo que hemos aprendido. A golpes,
pero hemos aprendido la alegría”. ¿Un eco, quizá, de Nietzsche, del eterno
retorno? “La alegría de mirarte a los ojos y saber que estás aquí, muy dentro
de mi. Y que yo estoy muy dentro de ti. Amor.
De
modo que se puede viajar al centro de la Revolución (el Ché); al centro del
placer (Lucho); o al centro de sí mismo (Vladimir; su mama). Sólo en los dos
primeros está el peligro de romperse, de salir derrotado, de fracasar. El
placer te hace partir; la Revolución te hace morir; el corazón te ayuda a
quedarte. Huir. Fracasar. Encontrarse. Las telenovelas. La épica. El teatro.
Disneylandia. La Revolución. El espejo.
Conclusión.
Alfonso
Santistevan ajusta cuentas con su época. Hurga en su entraña intentando sacar
la paja del grano, como una trilla; no renuncia a lo hermoso de una vida con
ideales pero aparta las ilusiones vanas que corrían el riesgo de volvernos
ilusos. Hay ecos brechtianos en esta obra donde Brecht está ausente; la razón,
como diría Hume, es aquí el vehículo del sentimiento, y por tanto el
sentimiento, lejos de nublarnos las ideas, nos ayuda a aclararlas; pero es un
sentimiento tranquilo, sin teatralidades, sin aspavientos, no hay aquí
arranques exagerados de cólera, exabruptos ni gritos; la atmósfera, pesimista,
no está cargada de derrotismo; y late, subterránea, detrás del drama
existencialista, siempre la presencia de una luz. Las canciones de Brecht servían
para poner distancia, pero aquí nos ayudan a aproximarnos al corazón de los
personajes; no es Brecht, pero tampoco Aristóteles; no hay tragedias, no hay
catarsis, sólo un corazón pensante que nos acerca, lentamente, a la
comprensión. El sentido no puede surgir de la ausencia de sentimientos…
Seríamos máquinas, exactas, pero muertas, si sólo nos dejáramos llevar por la
razón, de la mano de Brecht.
Santistevan
ha entrado ya en la literatura peruana; es uno de esos autores con los que será
difícil no contar.