sábado, 14 de febrero de 2015

La Gesta de la Formación Profesional.





LA GESTA DE LA FORMACIÓN PROFESIONAL.


             El aire entra por las juntas de las ventanas, ha llegado el tiempo de las zarzas: las zarzas vuelan azotadas por el viento, que se llena de montañas de espino mientras remueve las aristas de las almas. Pero en las almas pacíficas se cuela por los ventanales del cerebro. Sopla en la memoria y se pierde en sus innumerables dédalos topándose con escenas antiguas que le salen al paso. Allí, allí están los días de Fresneda.
            Allí está Conchi, sentada en una silla pequeña con el cuaderno sobre una mesa enana. Allí está Pepi, terminando con sus garabatos una tensa cuenta de dividir. Allí medita Alfredo, suspendida la conciencia en la oscuridad de la calle, mientras una lluvia de hojarasca y ruido recorre pesadamente las casas del pueblo.
            Juan Luis, de pie con una hoja en la mano, lee un texto mientras ellos, echando mano a sus cosas, lo buscan en su carpeta. Las hojas que se arrastran por el suelo llevan rumores y aromas de leyenda. Hemos regresado al pasado. Hace mil años, en el remoto solar castellano, las mesnadas recorren los campos, los montes, los valles, y se dispersan como hojas de otoño por la naturaleza. Son soldados de fortuna. Hombres sin futuro que buscan, en su andar errante, una vida mejor.
            -Imaginad la península ibérica allá por el año novecientos, el año mil. España no existía todavía. Era una exhuberancia de montes, prados y bosques que lo empapaba todo. Toda la tierra se poblaba de árboles. Se ha dicho que una ardilla podía recorrer la península de norte a sur sin tocar el suelo. Sólo saltando de árbol en árbol, de copa en copa, de rama en rama.
            Por un momento el paso de las hojas parecía representar el desfile de los años. Las lágrimas de otoño, de calle en calle, de puerta en puerta, escribían la leyenda de los siglos. El aire podía ser un poeta que arrastraba los recuerdos por las calles del tiempo, y sus plumas bien podían ser los rabos de las hojas que volaban.
            -Imaginaos Castilla. Imaginad la tierra incendiada, hollada por las armas, y sembrada de guerreros que la espoleaban bajo las patas de sus caballos. ¿De dónde salen tantos guerreros?
            Pepi ya no miraba con los ojos de la escuela. Miraba con los ojos de la noche, que se abrían tanto que empezaban a ver la realidad borrada en una nube; y dentro de aquella realidad borrosa emergía, como en un fundido encadenado, la fantasía y la leyenda despertadas por la lámpara de Aladino. Que eran las palabras del maestro, las páginas del historiador, el fulgor de la ciencia.
            Enfrente tenían al maestro, que leía y leía. Y Juan Luis, sabiéndose partícipe de aquel momento mágico, se transportaba.
            -Castilla era un erial. En el norte de la península se cultivaba la tierra de una forma primitiva y rudimentaria; podía decirse que el mundo cristiano era una economía del hambre. Enfrente tenían al sur próspero, poblado de musulmanes, cuya vida floreciente descansaba sobre un mayor progreso y una técnica agrícola más avanzada.
            Y el maestro los miró con un silencio:
            -Siempre ocurre que la gente pobre va buscando los sitios donde hay riqueza. Así también los castellanos, atraídos por la prosperidad del sur, se trasladaron a las tierras musulmanas para medrar. Las aventuras de estos hombres atrevidos circularon de pueblo en pueblo convertidas en cantares de gesta. El Cid fue uno de ellos. Rodrigo Díaz de Vivar. El que fue modelo de virtudes en el imaginario colectivo y no fue, en realidad, más que un guerrero animado por la búsqueda de riqueza, por el deseo de mejorar su estatus social. Y como aquellos cristianos no tenían oficio, carentes de lo que hoy llamaríamos una formación profesional, tuvieron que ganarse la vida con las armas. Sobre aquel caldo de cultivo crecieron, como crece el hongo en la humedad, las grandes gestas guerreras, las heroicas hazañas de un puñado de valientes, el destino trágico de unos desterrados en su angustioso peregrinar.
            El maestro respiró de nuevo.
            -Porque en el cantar del Cid está el destierro. Pero la vida de aquellos soldados era en sí un destierro, pues habían nacido en una tierra que nada les podía ofrecer.
El maestro se acordó de cuando esta misma clase la dio en Cuéllar. En el turno de la noche, donde iban los trabajadores sin título y los rebotados de la escuela. Unos (electricistas, carpinteros, fontaneros), porque llevaban veinte años de oficio sin una titulación que los respaldara; otros (adolescentes, vagos, pendencieros), porque huían de la disciplina del estudio. Unos no tuvieron oportunidades y otros desaprovechaban las que tenían. Juan Luis se acordaba del potreras; un chaval desbocado que vivía la vida sin detenerse, de una manera irreflexiva, puro nervio, como una exhalación.
            El solar castellano se estaba poblando otra vez de mesnadas que pululaban carentes de formación profesional. Abandonados a su destino, enarbolando nuevas virtudes guerreras e interrumpiendo vidas pacíficas que conocían la prosperidad. Allí estaba la figura del maestro (se decía Juan Luis). Para evitar que aquellas virtudes florecieran a costa de derramamientos desangre; a costa del llanto desconsolado de sus madres, y del desvarío vital de unos corazones a quienes la falta de cultura empujaba por duros. El maestro podía evitar que los jóvenes sufrieran como había sufrido el Cid Campeador. 



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