sábado, 5 de abril de 2014

La isla de Circe



LA ISLA DE CIRCE

            Ha muerto Manolo Escobar. El ídolo de las multitudes. Mis ojos ven desfilar las imágenes por la televisión. Reconozco su tupé, sus largas patillas, sus ojos transparentes,  la guitarra de sus hermanos. Y mientras tanto su música vibra haciendo entrañables las cuerdas del pasado. No sé por qué.
Yo he detestado esa música. Los españoles no eran los hidalgos que él pintaba, no iban a la playa para cantarle vivas al sol, como él decía; y los que habían emigrado ni se preocupaban por pasear por el mundo el nombre de España: pero cuando lo oían les salía un nudo y cantaban “España, mi embajadora”. Embrutecidos, pobres, encadenados a su existencia precaria, no sabían de mujeres más allá de lo que sudaban en el campo; al lanzarle vivas al vino, al lanzárselo a las mujeres, era como si el fondo de sus entrañas viviera; vivir las alegrías que nunca habían vivido, porque mal se puede disfrutar cuando hay tanta ignorancia. Sonaba el porompompero y las venas del gañán se sentían traspasadas: por ellas corría la sangre de los reyes. Se oían los limoneros y el humilde trabajador soñaba con esperar a su amada; en un mundo donde sus manos no eran duras, no estaban cuarteadas, y tampoco eran ásperas para la piel. El mundo de Manolo Escobar estaba lleno de campesinos de manos suaves, de trabajadores que no sudaban: y podían hacer la corte a las chicas, paisajes misteriosos de morenas, vino que no emborrachaba y soles que calentaban sin quemar. Y de sombreros cordobeses, castañuelas y guitarras. De faldas de lunares, de volantes, de bares en los que se pagaba, y no tenías los bolsillos llenos de huecos. Y un fandanguillo sonaba en los tejados de las casas…. Lejos, muy lejos.
            Ha muerto Manolo Escobar. Mucho después de que muriera aquel mundo fantástico de España. Paraíso de ojos negros, de vino que alegraba, que era como un teatro para turistas y detrás del teatro había pesadillas. La pobreza, el complejo, el desarraigo, la falta de esperanza, los bajos salarios, las casas desconchadas, las calles sin asfaltar: y cuando llovía se llenaba todo de barro. No, aquel mundo no estaba en las canciones de Manolo Escobar. Y sin embargo lo que decían era verdad: el que recogía los limones, el que esperaba a la niña, el que tocaba la guitarra, las morenas de mi copla, los ojos moros, el que presumía de hidalgo, el que cantaba a su madre, todo era verdadero; pero nada era auténtico. Como el minero de Antonio Molina, que bajaba a las entrañas de la tierra con orgulloso ademán; el minero era verdadero pero así no eran los mineros. Las canciones de Manolo Escobar, como las de Antonio Molina, eran mágicas; lo llenaban todo de niebla como llenan los campos esos tubos de riego que los siembran de gotas pulverizadas; en ellas se esconde, evanescente, la realidad; y en esas mismas gotas se vierte un polvo transfigurado en imágenes ficticias, sacadas de la verdad pero alojadas en lo inauténtico. Ése era el mundo de Manolo Escobar. Ése era el mundo que moría, que se moría de puro falso, hace treinta años. Y ahora se viene a morir el pobre Manolo. 


            Yo he oído esas canciones. Las he escuchado en primavera, preñadas de alegría y de nostalgia; las he oído en la radio, en el rincón mullido de mi casa; en los altavoces de la feria, liberando la rabia fogosa de la adolescencia; las he oído en los camiones donde el chófer, como un centauro, se fundía con el asiento; los mismos camiones donde agarrabas el volante y cuando no lo agarrabas leías a Marcial Lafuente Estefanía. Yo he oído esas canciones y mi corazón se ha estremecido. Y aún se estremece cuando se escuchan los cantes de España. Cuando España entera tiembla con su madrecita (María del Carmen). Cuando vibran las cuerdas de mi ser, cuerdas íntimas que elevan su temblor por el aire iridiscente, cortado por el sol; y se vuelve evanescente y tiembla en la lejanía deshaciendo la nostalgia. Y he escuchado esas canciones y he sentido la llama de mi pecho perdiendo la razón, y el sentido, y manchándose en la niebla de Julio Romero de Torres, como las playas de Sorolla, vibraciones de éter que se hacen transparentes, transparentes hasta desaparecer… Sí, yo he sentido ese rapto con las canciones de Manolo Escobar. Un delirio anímico que me sacaba de mi ser transportándome lejos, hasta aquí mismo, donde contemplo las cosas y las cosas no son como son, sino como las canta Manolo Escobar.
            Y ahora que Manolo se ha muerto estoy triste. Él es el culpable de que yo haya vivido en un mundo de mentiras. Y de que ese mundo haya brillado con canciones que me conmueven de verdad. En Manolo se han fundido las entrañas y la chulería; en ese mundo tan íntimo, perdido entre  las huellas de la infancia, yo he sido feliz mientras vivía de la mentira. Ésa era mi historia. Mejor, mi intrahistoria. Lo decía Unamuno. Mi intrahistoria es tan auténtica como falsa era la historia que me contaba. Manolo Escobar. Eso es perverso porque se aferra uno a historias, a historias que se han clavado, y tu corazón tiembla en ellas como fantasma; y son historias descorazonadas; el alma de su música brotaba de una letra desalmada, tan atractiva como mentirosa. Las canciones de Manolo Escobar te atrapaban con su poder, con su seducción, y eran, más que canciones, cantos de sirena.
            Hoy siento simpatía por el pobre Manolo. Parecía un hombre bueno. Pero no puedo olvidar que me llevara a la isla de Circe y me atrajera con sus canciones para convertirme en cerdo. ¡Tan cálidas las siento…! Pero no puedo olvidar que me engañara. Manolo Escobar era el ídolo de las multitudes, si, pero aquellas multitudes no eran las voces del pueblo; eran el pueblo desnaturalizado. Ese desgarro entre lo que siento y lo que entiendo, ese desgarro que tengo es, ahora que escribo, lo que en esta noche insondable me hace sufrir. El porompompero. 



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