LA ISLA DE CIRCE
Ha
muerto Manolo Escobar. El ídolo de las multitudes. Mis ojos ven desfilar las
imágenes por la televisión. Reconozco su tupé, sus largas patillas, sus ojos
transparentes, la guitarra de sus
hermanos. Y mientras tanto su música vibra haciendo entrañables las cuerdas del
pasado. No sé por qué.
Yo he
detestado esa música. Los españoles no eran los hidalgos que él pintaba, no
iban a la playa para cantarle vivas al sol, como él decía; y los que habían
emigrado ni se preocupaban por pasear por el mundo el nombre de España: pero
cuando lo oían les salía un nudo y cantaban “España, mi embajadora”.
Embrutecidos, pobres, encadenados a su existencia precaria, no sabían de
mujeres más allá de lo que sudaban en el campo; al lanzarle vivas al vino, al
lanzárselo a las mujeres, era como si el fondo de sus entrañas viviera; vivir
las alegrías que nunca habían vivido, porque mal se puede disfrutar cuando hay
tanta ignorancia. Sonaba el porompompero y las venas del gañán se sentían traspasadas:
por ellas corría la sangre de los reyes. Se oían los limoneros y el humilde
trabajador soñaba con esperar a su amada; en un mundo donde sus manos no eran
duras, no estaban cuarteadas, y tampoco eran ásperas para la piel. El mundo de
Manolo Escobar estaba lleno de campesinos de manos suaves, de trabajadores que
no sudaban: y podían hacer la corte a las chicas, paisajes misteriosos de
morenas, vino que no emborrachaba y soles que calentaban sin quemar. Y de
sombreros cordobeses, castañuelas y guitarras. De faldas de lunares, de volantes,
de bares en los que se pagaba, y no tenías los bolsillos llenos de huecos. Y un
fandanguillo sonaba en los tejados de las casas…. Lejos, muy lejos.
Ha
muerto Manolo Escobar. Mucho después de que muriera aquel mundo fantástico de
España. Paraíso de ojos negros, de vino que alegraba, que era como un teatro
para turistas y detrás del teatro había pesadillas. La pobreza, el complejo, el
desarraigo, la falta de esperanza, los bajos salarios, las casas desconchadas,
las calles sin asfaltar: y cuando llovía se llenaba todo de barro. No, aquel
mundo no estaba en las canciones de Manolo Escobar. Y sin embargo lo que decían
era verdad: el que recogía los limones, el que esperaba a la niña, el que tocaba
la guitarra, las morenas de mi copla, los ojos moros, el que presumía de
hidalgo, el que cantaba a su madre, todo era verdadero; pero nada era
auténtico. Como el minero de Antonio Molina, que bajaba a las entrañas de la
tierra con orgulloso ademán; el minero era verdadero pero así no eran los mineros.
Las canciones de Manolo Escobar, como las de Antonio Molina, eran mágicas; lo
llenaban todo de niebla como llenan los campos esos tubos de riego que los
siembran de gotas pulverizadas; en ellas se esconde, evanescente, la realidad;
y en esas mismas gotas se vierte un polvo transfigurado en imágenes ficticias,
sacadas de la verdad pero alojadas en lo inauténtico. Ése era el mundo de
Manolo Escobar. Ése era el mundo que moría, que se moría de puro falso, hace
treinta años. Y ahora se viene a morir el pobre Manolo.
Yo
he oído esas canciones. Las he escuchado en primavera, preñadas de alegría y de
nostalgia; las he oído en la radio, en el rincón mullido de mi casa; en los
altavoces de la feria, liberando la rabia fogosa de la adolescencia; las he
oído en los camiones donde el chófer, como un centauro, se fundía con el
asiento; los mismos camiones donde agarrabas el volante y cuando no lo agarrabas
leías a Marcial Lafuente Estefanía. Yo he oído esas canciones y mi corazón se
ha estremecido. Y aún se estremece cuando se escuchan los cantes de España.
Cuando España entera tiembla con su madrecita (María del Carmen). Cuando vibran
las cuerdas de mi ser, cuerdas íntimas que elevan su temblor por el aire
iridiscente, cortado por el sol; y se vuelve evanescente y tiembla en la lejanía
deshaciendo la nostalgia. Y he escuchado esas canciones y he sentido la llama
de mi pecho perdiendo la razón, y el sentido, y manchándose en la niebla de
Julio Romero de Torres, como las playas de Sorolla, vibraciones de éter que se
hacen transparentes, transparentes hasta desaparecer… Sí, yo he sentido ese
rapto con las canciones de Manolo Escobar. Un delirio anímico que me sacaba de
mi ser transportándome lejos, hasta aquí mismo, donde contemplo las cosas y las
cosas no son como son, sino como las canta Manolo Escobar.
Y
ahora que Manolo se ha muerto estoy triste. Él es el culpable de que yo haya
vivido en un mundo de mentiras. Y de que ese mundo haya brillado con canciones
que me conmueven de verdad. En Manolo se han fundido las entrañas y la
chulería; en ese mundo tan íntimo, perdido entre las huellas de la infancia, yo he sido feliz
mientras vivía de la mentira. Ésa era mi historia. Mejor, mi intrahistoria. Lo
decía Unamuno. Mi intrahistoria es tan auténtica como falsa era la historia que
me contaba. Manolo Escobar. Eso es perverso porque se aferra uno a historias, a
historias que se han clavado, y tu corazón tiembla en ellas como fantasma; y
son historias descorazonadas; el alma de su música brotaba de una letra
desalmada, tan atractiva como mentirosa. Las canciones de Manolo Escobar te
atrapaban con su poder, con su seducción, y eran, más que canciones, cantos de
sirena.
Hoy
siento simpatía por el pobre Manolo. Parecía un hombre bueno. Pero no puedo
olvidar que me llevara a la isla de Circe y me atrajera con sus canciones para
convertirme en cerdo. ¡Tan cálidas las siento…! Pero no puedo olvidar que me
engañara. Manolo Escobar era el ídolo de las multitudes, si, pero aquellas multitudes
no eran las voces del pueblo; eran el pueblo desnaturalizado. Ese desgarro
entre lo que siento y lo que entiendo, ese desgarro que tengo es, ahora que
escribo, lo que en esta noche insondable me hace sufrir. El porompompero.
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