LOS DESTINOS DEL TREN
Siempre recordará aquel día,
cuando al volver del trabajo los aviones se estrellaron contra las torres. Al
entrar en casa había un avión empotrado, la televisión repetía machaconamente
el momento del choque y la llamarada negra, dantesca, explotando en los últimos
pisos, se precipitaba sobre el vacío. Después el locutor anunciaba, incrédulo,
la llegada de otro avión, como si fuera a producirse otro accidente; y cuando,
con estupor, dijo “¡dios santo!”, ya no tuvo dudas de que se trataba de un
ataque; la enorme nube, repleta de vientres negros con dentelladas rojas, había
herido de muerte a la otra torre en su parte alta.
Desde
entonces supo que el mundo era distinto. Se había caído el telón de acero, se
había acabado la guerra fría, se había detenido el equilibrio del terror. Y
cuando algunos anunciaban el final de la historia, los aviones que invadieron
el cielo derrumbaron la torre de babel. Mordió el polvo el orgullo de los
hombres. Hincó el morro, rompió el suelo, rindió el cuerno, dobló la cerviz.
Pero el verdugo de esa soberbia no fue dios: fue otro hombre soberbio, montado
en un artilugio más alto que la torre, que hundió el poder de la cultura
invadiendo también los dominios de dios. Violó el cielo para vengar al cielo, se
alzó soberbio contra la soberbia, mató al hombre para honrar a dios. Necesitó
una torre volante y la creyó sagrada, la levantó blasfema contra la torre de
babel: borró una ofensa con otra ofensa, una torre con otra torre, un pecado
con otro pecado; y a fuer de fanático, voló justiciero buscando entre nubes a
las huríes del edén.
Rompieron
los vientos nuevos de la historia. Se olvidó el telón de acero, cuando las dos
superpotencias sostenían el mundo en los abrazos del miedo; cuando el terror
tenía forma de teléfono rojo y el nuevo infierno tronaba en los acordes del
arma atómica; cuando no sabía nadie quién apretaría primero el botón nuclear.
De repente el terror global se apoderó de todos y todos se olvidaron de que las
dos superpotencias habían alimentado el terror. Pareció que el terrorismo
internacional nació de pronto, y no se acordaba nadie del telón de acero, del
caballo de Atila, de la segunda guerra mundial.
La
estación de Alcalá tiene trenes de cercanías. Jesús iba todos los días a la
universidad de Madrid. Se sentaba y mientras trotaban los raíles consumía en el
periódico su ración diaria de terrorismo islámico. Las traviesas de madera
tableteaban bajo las ruedas del tren eléctrico; tres semicorcheas y un
silencio, tres semicorcheas y vuelta a empezar; tacatac, tacatac, tacatac. De
vez en cuando bajaba la bolsa, en Rusia coleteaba una crisis económica, los
tigres asiáticos se habían hundido con Japón: tacatac, tacatac, tacatac. La
rueda de hierro se deslizaba por los raíles, el ruido metálico se rompía en las
tablas de madera: tacatac, tacatac, tacatac. Un caballo de hierro, la
locomotora, un monstruo ciclópeo surcando los campos a galope tendido. Madrid,
lejano, allá al fondo. La ciudad, borracha de trenes, ahíta de bibliotecas; los
museos, los bares, los bailes, los bancos, los cines, tacatac, tacatac,
tacatac. Del campo a la urbe como de la cultura a la ignorancia: tacatac,
tacatac, tacatac. Las ruedas de hierro, las luces del tiempo: al fondo, el
progreso; los raíles, los caminos, las catenarias, el viento que avanza sin
fin. La cultura tiene veinte estaciones, la luz; entre ellas, como un vía
crucis, una eterna letanía: tacatac, tacatac, tacatac. Nadie puede detener el
progreso. Los pueblos pequeños (cultura plagada de cultos); la ciudad (no son
cultos, sino cultivos). Cultivo del tiempo, siembra de vida, el fragor y las
prisas; el reloj, los ordenadores, la información, la cosecha; allí en medio
está Cibeles, correos, Neptuno, el atlético, el Real Madrid: tacatac, tacatac,
tacatac. No son campos, pero hay que abonarlos. No es el ganado, pero también
se siembra el saber; la cosecha son libros, son periódicos, se siembran
noticias y es la tele, la radio, se siembran cervezas y es conversación,
aperitivos. No se detiene el tren del progreso. En sus vagones va Roberto
envuelto en sueños, a la universidad. ¡Quién sabe adónde camina el mundo! Con
sus caminos ciegos. Con sus raíles, sus catenarias, con el traqueteo del
progreso: con su tacatac, tacatac, tacatac.
Ayer
Roberto se acostó tarde. Fue el programa que se alargó en la tele o tantos
exámenes por corregir. Ha salido corriendo sin desayunar apenas, cartera en
mano, sin el periódico. Corre y corre como locomotora sin rueda, atraviesa las
casas, cruza las calles sin descansar. Aquí un semáforo se ha puesto rojo, allí
los coches, desperezándose, cruzan las vías de asfalto sin mirar. Las calles
son ríos de cemento y los peces, de colores grises, nadan por ellos desde el
algodón de sus ruedas: unas llantas metálicas, forradas de gomas, que no gritan
tacatá. Roberto está sudando. Cuando llega al andén, atravesando la estación,
la vía está desierta: al fondo se aleja, con sus faros rojos, el último de los
vagones que acaba de perder.
Roberto
está contrariado. Llegará tarde al trabajo. Por suerte, los trenes pasan cada
pocos minutos: esperará al siguiente. Mientras se aburre, sonámbulo, compra el
periódico y un alboroto rompe el silencio. Riadas de gentes se mueven como en
un hormiguero. La radio, más rápida que la prensa, extiende la voz como un
grito en la palabra. ¡Ah, la ciudad impía! ¡Ah, la torre de babel! Ríos de
azufre se han regado por el cielo. Allí, a lo lejos, algo ha pasado. En el
pecho de Roberto le salta el corazón. Ahora están muertos, desparramados,
rotos, sus compañeros de viaje. Han explotado las mochilas rasgando los
vagones. Han destrozado sus vidas, hundiendo familias y rompiendo trabajos.
Cara rosácea trae a la aurora. Su tez violeta yace, amoratada, con la mirada
perdida, horrorizada y muda, incapaz de comprender. ¿Vale la venganza del cielo
tanto dolor? Porque han destrozado los aires, sembrándolos de sangre y carne,
los vagones del coche que acaba de perder.
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