viernes, 11 de septiembre de 2020

LAS CUERDAS DE SU GUITARRA




LAS CUERDAS DE SU GUITARRA


            Sentí un aire que me cruzaba el pecho. Un aire que no soplaba, indefinible y extraño, era, más que aire, la sensación de una presencia; una presencia inmaterial, aire que no sacudía, sensación que no sentía, soplo que no tenía cuerpo: era, ingrávida y sutil, la sensación de una nostalgia. La sentí cuando me acercaba a la verja. Cuando vi a los viejos plantados en la acera de enfrente, esperando sin esperar, más bien sintiendo pasar el tiempo, con la mascarilla puesta. Rodrigo estaba junto a mí, me daba calor en el alma y me producía tranquilidad, con él me sentía acompañado. Me acerqué a la verja y vi que había dos o tres personas, como si estuvieran en la cárcel, hablando con otras dos o tres que estaban al otro lado. Toqué el timbre. Y mientras esperaba se juntaron en mí ecos de recuerdos que no tenían forma.
            Me habían llamado a casa. Podía ir a recoger la ropa de mamá. La idea de recibir objetos que yo no imaginaba separados de la persona que los llevaba me resultó extraña. Y fue cuando me sentí flotar sobre la realidad, como si estuviera en un lugar en el que no estaba, viviendo en una nube en donde la vida estaba suspendida: fue un suspiro; apenas un momento y luego volví al mundo real; sí, mamá no estaba; mi presencia en aquel lugar sólo tenía sentido para visitarla, pero ahora que yo estaba allí y ella no estaba, ¿para qué estaba entonces? Una iglesia sin altar, un jardín sin flores, un árbol sin hojas, eso era todo aquello; en primavera ya crecían las hojas en los enormes castaños, aquellos gigantes que surcaban el cielo, pero era como si sus ramas estuviesen desnudas; unas ramas robustas y nudosas, como manos abiertas con sus dedos retorcidos: yo no los vi; no me fijé en los árboles y no vi si estaban desnudos o frondosos, pero sé que tenían hojas; lo supe porque me lo decía la lógica, aunque no lo vieran mis ojos, ni lo sintiera mi cara, insensible al aire, volcada en mi mundo interior: en ese mundo donde no hay aire que sopla y vive fuera de las sensaciones, con la sensación rara de no sentir, mis sentidos abiertos al mundo pero cerrados al exterior, no sé, una ausencia de la materia que yo sabía que estaba a mi alrededor pero estaba sin estar; como si los sentidos estuviesen dormidos y el espíritu no se hubiese despertado aún; una sensación extraña, ausente para lo que tenía fuera pero no sensible aún a lo que tenía dentro; esa sensación de estar suspendido, pero no en el aire, sino en un espacio sin aire, se esfumó cuando vino la chica, vestida de blanco, y me habló sin abrir la verja, deteniéndose a cierta distancia sobre mí, yo en la calle y ella al otro lado; en una silla de ruedas había una viejecita ausente, que yo había visto pasearse el alma mientras paseaba yo, en cuerpo y alma, con mi madre; una mujer a la que paseaban sus hijos y yo no sabía hasta qué punto podían hablar con ella, tan fuera estaba de la realidad; sus ojos veían sin mirar, porque quizá tuvieran las mientes volcadas hacia adentro y lo que veían afuera era lo mismo que sus oídos sentían, sensaciones sin forma, pinceladas deshilachadas como esos cuadros que parecen manchas de colores; de colores sin formas o con formas que para nosotros no tienen ningún significado.
            -Date la vuelta detrás de la esquina y espera a la puerta de la lavandería. 


            Le di las gracias y miré a Rodrigo. Rodrigo lo miraba todo como si estuviera en un lugar extraño. Había venido unas cuantas veces a ver a mi madre, conocía el patio, la verja, conocía el salón donde la visitábamos, conocía las otras estancias, la capilla, las sillas de ruedas; los lugares donde se apostaban los viejos a ver pasar el tiempo, silenciosos, mirando por los ventanales como quien mira pasar los aviones en el aeropuerto; veía pasar las cuidadoras, las  enfermeras, por la tarde no estaba la médica, a veces venía la fisio, que iba de mesa en mesa jugando con los viejos para sacarles las risas, contándoles bromas; Rodrigo sentía la capilla, fría, impersonal y austera, con el altar donde unos curas cantaban mientras otros pontificaban; y podría imaginar el salón donde había tocado para la abuela, dedicándole todas las canciones de su guitarra, pero no había micrófono y las cuerdas no se oían en condiciones, y los viejos miraban, unos ausentes, otros presentes, unos sonriendo y otros bendiciendo. Rodrigo fue feliz el día que tocó para su abuela, y su abuela reía, contenta, feliz, presumiendo de nieto, sin comprenderlo del todo pero encantada de que su nieto tocara para ella; Rodrigo recordaba a su abuela, siempre sonriente, excepto cuando el cuerpo le dolía y le jugaba una mala pasada y entonces protestaba y se volvía quejosa. Más allá estaba el comedor, Rodrigo se acordaba bien; y se imaginaba los miradores donde, sentados en los sillones, ante la enorme cristalera, habían pasado alguna tarde celebrando su cumpleaños; y veía en su mente las mesas de la biblioteca donde, con la televisión apagada, habían partido el pastel y habían tomado chocolate; todo bien caliente: se habían gastado bromas y habían roto el tiempo celebrando cosas que normalmente no se celebraban. Sí, Rodrigo lo recordaba todo, pero no recordaba dónde estaba la lavandería.
            Ante su puerta llevábamos un rato hasta que se abrió y apareció María José empujando una silla de ruedas: era la silla de mi madre; sobre ella había un par de bolsas y pude ver que eran los retratos, los pañuelos, las dos mantitas que mi madre quería tanto, las que ella había dado a Mari Jose y a Rodrigo cuando eran pequeños; y que era la que le gustaba que le pusiera en las piernas, para sacarla a pasear, los días de primavera y de otoño; cuando todavía hacía frío pero ya se podía salir al jardín, a la pradera, y perderse en las casas del pueblo, y a veces sentarse en un banco a contar muchas cosas o a cantar canciones, mientras las cigüeñas, con su tableteo, animaban los nidos que había en el tejado de la fábrica; la real fábrica de vidrio, que antaño fabricaba las arañas de palacio, entre las casas a dos aguas de La Granja. 


            Cogí la silla y al tocarla me invadió una sensación indefinible, como si estuviera tocando una realidad que no era mía, y era la nostalgia que la embargaba. Tenía que devolver la silla al centro de salud. Y conservaríamos los pañuelos que Mariano le había traído, del Perú y de Argentina, con los que a ella le gustaba presumir, llenos de colorido que eran la envidia de las mujeres. Y nosotros, y María José, con las mascarillas puestas, a distancia unos de otros, nos contábamos cómo estábamos pasando la pandemia. Que había viejos con muchas enfermedades que, milagrosamente, la habían superado. Que otros, que anunciaban firmeza, habían caído, como mi madre, de manera fulminante, en unas cuantas horas. Que habían pasado momentos muy duros, pero ahora empezaban a levantar cabeza como si todo lo gordo hubiera pasado. Que les habían hecho las pruebas y unos habían sufrido el virus y otros no lo tenían, y otros, en fin, habían sido asintomáticos. Y que se habían hecho los fuertes porque si ellas se hundían ¿quién iba a cuidar de los viejos? Los habían aislado para protegerlos, hacía dos meses que no los podíamos visitar para evitar que les pasáramos la infección, esperando y desesperando, en caso de que la tuviéramos. Y ahora temía el momento en que iba a terminar todo porque entonces sentiría que vendrían juntas todas las lágrimas que no habían llorado. Se me hizo un nudo en la garganta y me fui, sintiendo no poderle dar un beso y un abrazo. Rodrigo me miraba, o estaba observándolo todo, y fuimos a dejar las cosas en el coche y después fuimos a pasear para sentir la libertad que flotaba sobre los montes, allí por donde la epidemia había pasado. Y tuve en el recuerdo a aquella señora de Toledo que cantaba canciones de lagarteranas y cantaba también la fuente del avellano; y a aquel otro señor que gruñía, en su silla de ruedas, cuando alguien se ponía delante y no le dejaba ver la televisión; y parecía muy serio pero se le escapaban sonrisas, socarronas y cándidas, pero socarronas, cuando menos te lo esperabas; tuve en mi mente a la señora que ya había perdido el juicio, y que me apretaba las manos y me las besaba porque me confundía con su hijo, que también tenía barba; y aquella otra señora, cariñosa hasta la médula, que me sonreía y me quería, mucho lo sentía yo, y le gustaba que me acercase a ella y le hablase y entonces me contaba cosas y me enseñaba su lupa, que sus ojos estaban manchados por la mácula; todos habían muerto, y no quise pensar más, porque tantos viejos se habían hecho amigos míos que los tenía dentro de mí y me dolía el corazón cuando los recordaba. 


            Caminamos hacia la salida del pueblo. Dejamos atrás el campo de fútbol, la pradera, las casas de la ciudad, señalé con mi mano al cerro que había ante nosotros, pelado, terroso, con una antena puesta en la cima, donde habían volado los buitres sobre el cuerpo de una vaca, o de una oveja, ¿te acuerdas, Rodrigo, lo reconoces? No, decía él, y entonces yo le decía: el pico de la Atalaya. Entonces abría los ojos y se acordaba de cuando lo había subido con su hermano, y allí, a dos palmos de la cima, tuvieron que darse la vuelta porque él era niño y ya se había cansado.
            -¿Cuántos años tenías entonces?
            -No sé… ¿Ocho, quizá?
            -Puede que ocho.
            Le señalé un peñasco que se asomaba al pueblo por otro lado. Había una roca que parecía una  atalaya, un cuadrado que sobresalía, y yo le dije: ¿sabes lo que es eso? Él negó con la cabeza. Yo le dije que no estaba seguro, pero creía que era el diente del diablo; y le conté la historia de Tomás Segura, y de la cueva del monje, leyendas, todas ellas, que daban nombre a los lugares en los que Rodrigo había estado; y seguimos hablando de los Asientos, y del pinar de Valsaín, donde habíamos ido tantas veces, siendo él niño, y del cerro Matabueyes, el pico de la Gallega, la Boca del Asno; que venía del Montón de Trigo donde nacía el Eresma, y más allá, poblado de lagunas, estaba, entre neveros y riscos, el paraje de Peñalara.
            -Mira, Rodrigo, por aquí he traído a la abuela unas cuantas veces.
            Y le enseñaba un camino, silvestre y pedregoso, que baja por una cuesta hasta un puente bajo el que corría un riachuelo de aguas transparentes; y venía de algún lugar que se perdía, tierra arriba, junto al pico de la Atalaya.
            -¡Hala! ¿La has traído por aquí?
            Asentí con la cabeza.
            -Sudaba la gota gorda con la silla de ruedas. Cuando bajaba la tenía que frenar y cuando volvía a subir chorreaba literalmente de sudor; mira, ¿ves esta cuesta? Por aquí la traía.
            Rodrigo se hacía cruces.
            -¡Pues sí que has paseado con la abuela saliéndote del pueblo!
            -Sí. –Yo señalaba con la mano, a distancia de nosotros-. ¿Ves aquellas casas que hay a lo lejos? La llevaba detrás de ellas y salíamos al campo, allí, por el camino de las Calderas, y luego, volviendo por ese otro lado, regresábamos a la residencia; y cuando llegábamos ya era la hora de tomar el autobús. Otras veces la he llevado allí, hasta los jardines de palacio, y subir por esas cuestas me costaba sudar tinta.
            -¿Empujando la silla de ruedas?
            -Empujando la silla de ruedas.
            Rodrigo hizo un gesto de admiración.
            -La abuela no se puede quejar. ¡Por cuántos sitios la has traído, cuántos paseos habéis dado!
            -Sí –dije sonriendo, satisfecho de haber compartido tantos momentos con mi madre-. Y la fábrica de vidrios, y las cosas de la feria, y los bosques que se abren detrás de la residencia, y que nos llevan directamente al pantano.
            -¿Hasta allí habéis ido? 


            -Hasta allí. Bueno, la mayoría de los días los hemos pasado en la pradera, o allí, en la explanada de la fábrica, junto al estanque, en la fuerte del infante, paseando, sentados en aquellos bancos, o bien tomando un helado; y de vez en cuando la llevaba de excursión. He pasado muchas tardes con la abuela, hemos hablado mucho, hemos recordado canciones, también las hemos cantado. 


            -¿Hablabais de muchas cosas?
            -De cosas de su infancia, sí. De Segovia, del acueducto, de cuando iba a los pueblos en burra, de cuando cosía, de los tiempos del estraperlo, de la parada de caballos… En los últimos años se olvidaba de las cosas y no me podía contar ya las mismas cosas que en otro tiempo me había contado. Se le olvidaron los lugares, las personas, a mí me confundía con mi padre, y a mi padre con el suyo, y a la perra Chuli con Toni, que era el perro que habíamos tenido en Puertollano.
            Rodrigo escuchaba todo lo que le decía. Disfrutaba del sol de la tarde, pues aquél era un día entre lluvias, y luego, señalando encima del palacio, decía:
            -Esa mancha parda y negra ¿es el incendio del año pasado?
            Sí. Habían ardido los árboles que había encima de palacio. Muy cerca de las últimas casas del pueblo. Los vecinos, con las llamas prácticamente a la puerta, debieron estar asustados. El espectáculo debía ser dantesco.
            La tarde declinaba y el sol, en el ocaso, pintaba rayones azules y rojos en el cielo. Rodrigo quiso que fuéramos por el bosque, detrás de la residencia por donde había ido con la abuela al pantano.
            -Ahora no se puede –dije-. Está prohibido.
            -Sí –dijo él-, veo el letrero de refilón.
            -Pero no importa: te llevaré hasta el pantano y después, cuando lleguemos al camino, tomaremos la desviación y llegaremos nuevamente a la residencia; de ahí, luego, volveremos a casa.
            Y así lo hicimos. Rodrigo supo adónde iba ese camino que salía desde la carretera y por el que tantas veces se había peguntado. Y enfilamos luego, dejando el pantano atrás, por las tierras de Robledo, que se perdían por la Mujer Muerta, y luego llegaba la estepa, la tierra estéril, sin árboles, y el cielo tinto en sangre, y el espacio que nos separaba de la ciudad. Fue un hermoso día para mí. La nostalgia de mi madre se unió al placer de estar con mi hijo, la presencia de lo ausente en el calor de su abrazo se hizo presencia, y fui tremendamente feliz: como si hubiera transitado por el camino donde los vivos se juntan con los muertos; donde los tiempos que fueron se prolongan en los que son, y serán, y donde la semilla de aquellos que pasaron crece en los frutos de los que están pasando ahora: mi hijo, cuyo cariño remueve hasta el tuétano las cuerdas que hay al fondo de mis entrañas, las hace vibrar como un violín: que es mi hijo mayor y que tengo ganas de verlo; y en este hijo pequeño que ya se ha hecho grande vibran también, con la misma intensidad y el mismo brío, que no ceja en sus ganas de vivir, unas veces ensueño y otras pasión, saliendo de las otras cuerdas a las que Rodrigo hace hablar cuando las toca: las cuerdas de su guitarra. 




1 comentario:

  1. Las cuerdas de su guitarra, un testimonio sentido, noble y humano querida Lechuza, rescato:"podría imaginar el salón donde había tocado para la abuela, dedicándole todas las canciones de su guitarra, pero no había micrófono y las cuerdas no se oían en condiciones, y los viejos miraban, unos ausentes, otros presentes, unos sonriendo y otros bendiciendo. Rodrigo fue feliz el día que tocó para su abuela, y su abuela reía, contenta, feliz, presumiendo de nieto, sin comprenderlo del todo pero encantada de que su nieto tocara para ella"...

    ResponderEliminar