LAS CUERDAS DE SU
GUITARRA
Sentí un
aire que me cruzaba el pecho. Un aire que no soplaba, indefinible y extraño,
era, más que aire, la sensación de una presencia; una presencia inmaterial,
aire que no sacudía, sensación que no sentía, soplo que no tenía cuerpo: era,
ingrávida y sutil, la sensación de una nostalgia. La sentí cuando me acercaba a
la verja. Cuando vi a los viejos plantados en la acera de enfrente, esperando
sin esperar, más bien sintiendo pasar el tiempo, con la mascarilla puesta. Rodrigo
estaba junto a mí, me daba calor en el alma y me producía tranquilidad, con él
me sentía acompañado. Me acerqué a la verja y vi que había dos o tres personas,
como si estuvieran en la cárcel, hablando con otras dos o tres que estaban al
otro lado. Toqué el timbre. Y mientras esperaba se juntaron en mí ecos de
recuerdos que no tenían forma.
Me habían
llamado a casa. Podía ir a recoger la ropa de mamá. La idea de recibir objetos
que yo no imaginaba separados de la persona que los llevaba me resultó extraña.
Y fue cuando me sentí flotar sobre la realidad, como si estuviera en un lugar
en el que no estaba, viviendo en una nube en donde la vida estaba suspendida:
fue un suspiro; apenas un momento y luego volví al mundo real; sí, mamá no
estaba; mi presencia en aquel lugar sólo tenía sentido para visitarla, pero
ahora que yo estaba allí y ella no estaba, ¿para qué estaba entonces? Una
iglesia sin altar, un jardín sin flores, un árbol sin hojas, eso era todo
aquello; en primavera ya crecían las hojas en los enormes castaños, aquellos
gigantes que surcaban el cielo, pero era como si sus ramas estuviesen desnudas;
unas ramas robustas y nudosas, como manos abiertas con sus dedos retorcidos: yo
no los vi; no me fijé en los árboles y no vi si estaban desnudos o frondosos,
pero sé que tenían hojas; lo supe porque me lo decía la lógica, aunque no lo
vieran mis ojos, ni lo sintiera mi cara, insensible al aire, volcada en mi
mundo interior: en ese mundo donde no hay aire que sopla y vive fuera de las
sensaciones, con la sensación rara de no sentir, mis sentidos abiertos al mundo
pero cerrados al exterior, no sé, una ausencia de la materia que yo sabía que
estaba a mi alrededor pero estaba sin estar; como si los sentidos estuviesen
dormidos y el espíritu no se hubiese despertado aún; una sensación extraña,
ausente para lo que tenía fuera pero no sensible aún a lo que tenía dentro; esa
sensación de estar suspendido, pero no en el aire, sino en un espacio sin aire,
se esfumó cuando vino la chica, vestida de blanco, y me habló sin abrir la
verja, deteniéndose a cierta distancia sobre mí, yo en la calle y ella al otro
lado; en una silla de ruedas había una viejecita ausente, que yo había visto
pasearse el alma mientras paseaba yo, en cuerpo y alma, con mi madre; una mujer
a la que paseaban sus hijos y yo no sabía hasta qué punto podían hablar con
ella, tan fuera estaba de la realidad; sus ojos veían sin mirar, porque quizá
tuvieran las mientes volcadas hacia adentro y lo que veían afuera era lo mismo
que sus oídos sentían, sensaciones sin forma, pinceladas deshilachadas como
esos cuadros que parecen manchas de colores; de colores sin formas o con formas
que para nosotros no tienen ningún significado.
-Date la
vuelta detrás de la esquina y espera a la puerta de la lavandería.
Le di las
gracias y miré a Rodrigo. Rodrigo lo miraba todo como si estuviera en un lugar
extraño. Había venido unas cuantas veces a ver a mi madre, conocía el patio, la
verja, conocía el salón donde la visitábamos, conocía las otras estancias, la
capilla, las sillas de ruedas; los lugares donde se apostaban los viejos a ver
pasar el tiempo, silenciosos, mirando por los ventanales como quien mira pasar
los aviones en el aeropuerto; veía pasar las cuidadoras, las enfermeras, por la tarde no estaba la médica,
a veces venía la fisio, que iba de mesa en mesa jugando con los viejos para
sacarles las risas, contándoles bromas; Rodrigo sentía la capilla, fría,
impersonal y austera, con el altar donde unos curas cantaban mientras otros
pontificaban; y podría imaginar el salón donde había tocado para la abuela,
dedicándole todas las canciones de su guitarra, pero no había micrófono y las
cuerdas no se oían en condiciones, y los viejos miraban, unos ausentes, otros
presentes, unos sonriendo y otros bendiciendo. Rodrigo fue feliz el día que
tocó para su abuela, y su abuela reía, contenta, feliz, presumiendo de nieto,
sin comprenderlo del todo pero encantada de que su nieto tocara para ella;
Rodrigo recordaba a su abuela, siempre sonriente, excepto cuando el cuerpo le
dolía y le jugaba una mala pasada y entonces protestaba y se volvía quejosa.
Más allá estaba el comedor, Rodrigo se acordaba bien; y se imaginaba los
miradores donde, sentados en los sillones, ante la enorme cristalera, habían pasado
alguna tarde celebrando su cumpleaños; y veía en su mente las mesas de la
biblioteca donde, con la televisión apagada, habían partido el pastel y habían
tomado chocolate; todo bien caliente: se habían gastado bromas y habían roto el
tiempo celebrando cosas que normalmente no se celebraban. Sí, Rodrigo lo
recordaba todo, pero no recordaba dónde estaba la lavandería.
Ante su
puerta llevábamos un rato hasta que se abrió y apareció María José empujando
una silla de ruedas: era la silla de mi madre; sobre ella había un par de
bolsas y pude ver que eran los retratos, los pañuelos, las dos mantitas que mi
madre quería tanto, las que ella había dado a Mari Jose y a Rodrigo cuando eran
pequeños; y que era la que le gustaba que le pusiera en las piernas, para
sacarla a pasear, los días de primavera y de otoño; cuando todavía hacía frío
pero ya se podía salir al jardín, a la pradera, y perderse en las casas del
pueblo, y a veces sentarse en un banco a contar muchas cosas o a cantar
canciones, mientras las cigüeñas, con su tableteo, animaban los nidos que había
en el tejado de la fábrica; la real fábrica de vidrio, que antaño fabricaba las
arañas de palacio, entre las casas a dos aguas de La Granja.
Cogí la
silla y al tocarla me invadió una sensación indefinible, como si estuviera
tocando una realidad que no era mía, y era la nostalgia que la embargaba. Tenía
que devolver la silla al centro de salud. Y conservaríamos los pañuelos que
Mariano le había traído, del Perú y de Argentina, con los que a ella le gustaba
presumir, llenos de colorido que eran la envidia de las mujeres. Y nosotros, y
María José, con las mascarillas puestas, a distancia unos de otros, nos
contábamos cómo estábamos pasando la pandemia. Que había viejos con muchas
enfermedades que, milagrosamente, la habían superado. Que otros, que anunciaban
firmeza, habían caído, como mi madre, de manera fulminante, en unas cuantas
horas. Que habían pasado momentos muy duros, pero ahora empezaban a levantar
cabeza como si todo lo gordo hubiera pasado. Que les habían hecho las pruebas y
unos habían sufrido el virus y otros no lo tenían, y otros, en fin, habían sido
asintomáticos. Y que se habían hecho los fuertes porque si ellas se hundían
¿quién iba a cuidar de los viejos? Los habían aislado para protegerlos, hacía
dos meses que no los podíamos visitar para evitar que les pasáramos la
infección, esperando y desesperando, en caso de que la tuviéramos. Y ahora
temía el momento en que iba a terminar todo porque entonces sentiría que vendrían
juntas todas las lágrimas que no habían llorado. Se me hizo un nudo en la garganta
y me fui, sintiendo no poderle dar un beso y un abrazo. Rodrigo me miraba, o
estaba observándolo todo, y fuimos a dejar las cosas en el coche y después
fuimos a pasear para sentir la libertad que flotaba sobre los montes, allí por
donde la epidemia había pasado. Y tuve en el recuerdo a aquella señora de
Toledo que cantaba canciones de lagarteranas y cantaba también la fuente del
avellano; y a aquel otro señor que gruñía, en su silla de ruedas, cuando
alguien se ponía delante y no le dejaba ver la televisión; y parecía muy serio
pero se le escapaban sonrisas, socarronas y cándidas, pero socarronas, cuando
menos te lo esperabas; tuve en mi mente a la señora que ya había perdido el juicio,
y que me apretaba las manos y me las besaba porque me confundía con su hijo,
que también tenía barba; y aquella otra señora, cariñosa hasta la médula, que
me sonreía y me quería, mucho lo sentía yo, y le gustaba que me acercase a ella
y le hablase y entonces me contaba cosas y me enseñaba su lupa, que sus ojos
estaban manchados por la mácula; todos habían muerto, y no quise pensar más, porque
tantos viejos se habían hecho amigos míos que los tenía dentro de mí y me dolía
el corazón cuando los recordaba.
Caminamos
hacia la salida del pueblo. Dejamos atrás el campo de fútbol, la pradera, las
casas de la ciudad, señalé con mi mano al cerro que había ante nosotros,
pelado, terroso, con una antena puesta en la cima, donde habían volado los
buitres sobre el cuerpo de una vaca, o de una oveja, ¿te acuerdas, Rodrigo, lo reconoces?
No, decía él, y entonces yo le decía: el pico de la Atalaya. Entonces abría los
ojos y se acordaba de cuando lo había subido con su hermano, y allí, a dos
palmos de la cima, tuvieron que darse la vuelta porque él era niño y ya se había
cansado.
-¿Cuántos
años tenías entonces?
-No sé…
¿Ocho, quizá?
-Puede
que ocho.
Le señalé
un peñasco que se asomaba al pueblo por otro lado. Había una roca que parecía
una atalaya, un cuadrado que sobresalía,
y yo le dije: ¿sabes lo que es eso? Él negó con la cabeza. Yo le dije que no estaba
seguro, pero creía que era el diente del diablo; y le conté la historia de
Tomás Segura, y de la cueva del monje, leyendas, todas ellas, que daban nombre
a los lugares en los que Rodrigo había estado; y seguimos hablando de los
Asientos, y del pinar de Valsaín, donde habíamos ido tantas veces, siendo él
niño, y del cerro Matabueyes, el pico de la Gallega, la Boca del Asno; que
venía del Montón de Trigo donde nacía el Eresma, y más allá, poblado de
lagunas, estaba, entre neveros y riscos, el paraje de Peñalara.
-Mira,
Rodrigo, por aquí he traído a la abuela unas cuantas veces.
Y le
enseñaba un camino, silvestre y pedregoso, que baja por una cuesta hasta un
puente bajo el que corría un riachuelo de aguas transparentes; y venía de algún
lugar que se perdía, tierra arriba, junto al pico de la Atalaya.
-¡Hala!
¿La has traído por aquí?
Asentí
con la cabeza.
-Sudaba
la gota gorda con la silla de ruedas. Cuando bajaba la tenía que frenar y
cuando volvía a subir chorreaba literalmente de sudor; mira, ¿ves esta cuesta?
Por aquí la traía.
Rodrigo
se hacía cruces.
-¡Pues sí
que has paseado con la abuela saliéndote del pueblo!
-Sí. –Yo
señalaba con la mano, a distancia de nosotros-. ¿Ves aquellas casas que hay a
lo lejos? La llevaba detrás de ellas y salíamos al campo, allí, por el camino
de las Calderas, y luego, volviendo por ese otro lado, regresábamos a la
residencia; y cuando llegábamos ya era la hora de tomar el autobús. Otras veces
la he llevado allí, hasta los jardines de palacio, y subir por esas cuestas me
costaba sudar tinta.
-¿Empujando
la silla de ruedas?
-Empujando
la silla de ruedas.
Rodrigo
hizo un gesto de admiración.
-La
abuela no se puede quejar. ¡Por cuántos sitios la has traído, cuántos paseos
habéis dado!
-Sí –dije
sonriendo, satisfecho de haber compartido tantos momentos con mi madre-. Y la
fábrica de vidrios, y las cosas de la feria, y los bosques que se abren detrás
de la residencia, y que nos llevan directamente al pantano.
-¿Hasta
allí habéis ido?
-Hasta
allí. Bueno, la mayoría de los días los hemos pasado en la pradera, o allí, en
la explanada de la fábrica, junto al estanque, en la fuerte del infante,
paseando, sentados en aquellos bancos, o bien tomando un helado; y de vez en
cuando la llevaba de excursión. He pasado muchas tardes con la abuela, hemos
hablado mucho, hemos recordado canciones, también las hemos cantado.
-¿Hablabais
de muchas cosas?
-De cosas
de su infancia, sí. De Segovia, del acueducto, de cuando iba a los pueblos en
burra, de cuando cosía, de los tiempos del estraperlo, de la parada de
caballos… En los últimos años se olvidaba de las cosas y no me podía contar ya
las mismas cosas que en otro tiempo me había contado. Se le olvidaron los
lugares, las personas, a mí me confundía con mi padre, y a mi padre con el
suyo, y a la perra Chuli con Toni, que era el perro que habíamos tenido en
Puertollano.
Rodrigo
escuchaba todo lo que le decía. Disfrutaba del sol de la tarde, pues aquél era
un día entre lluvias, y luego, señalando encima del palacio, decía:
-Esa
mancha parda y negra ¿es el incendio del año pasado?
Sí. Habían
ardido los árboles que había encima de palacio. Muy cerca de las últimas casas
del pueblo. Los vecinos, con las llamas prácticamente a la puerta, debieron
estar asustados. El espectáculo debía ser dantesco.
La tarde
declinaba y el sol, en el ocaso, pintaba rayones azules y rojos en el cielo.
Rodrigo quiso que fuéramos por el bosque, detrás de la residencia por donde
había ido con la abuela al pantano.
-Ahora no
se puede –dije-. Está prohibido.
-Sí –dijo
él-, veo el letrero de refilón.
-Pero no
importa: te llevaré hasta el pantano y después, cuando lleguemos al camino,
tomaremos la desviación y llegaremos nuevamente a la residencia; de ahí, luego,
volveremos a casa.
Y así lo
hicimos. Rodrigo supo adónde iba ese camino que salía desde la carretera y por
el que tantas veces se había peguntado. Y enfilamos luego, dejando el pantano
atrás, por las tierras de Robledo, que se perdían por la Mujer Muerta, y luego
llegaba la estepa, la tierra estéril, sin árboles, y el cielo tinto en sangre,
y el espacio que nos separaba de la ciudad. Fue un hermoso día para mí. La
nostalgia de mi madre se unió al placer de estar con mi hijo, la presencia de lo
ausente en el calor de su abrazo se hizo presencia, y fui tremendamente feliz:
como si hubiera transitado por el camino donde los vivos se juntan con los
muertos; donde los tiempos que fueron se prolongan en los que son, y serán, y
donde la semilla de aquellos que pasaron crece en los frutos de los que están
pasando ahora: mi hijo, cuyo cariño remueve hasta el tuétano las cuerdas que
hay al fondo de mis entrañas, las hace vibrar como un violín: que es mi hijo
mayor y que tengo ganas de verlo; y en este hijo pequeño que ya se ha hecho
grande vibran también, con la misma intensidad y el mismo brío, que no ceja en
sus ganas de vivir, unas veces ensueño y otras pasión, saliendo de las otras
cuerdas a las que Rodrigo hace hablar cuando las toca: las cuerdas de su
guitarra.
Las cuerdas de su guitarra, un testimonio sentido, noble y humano querida Lechuza, rescato:"podría imaginar el salón donde había tocado para la abuela, dedicándole todas las canciones de su guitarra, pero no había micrófono y las cuerdas no se oían en condiciones, y los viejos miraban, unos ausentes, otros presentes, unos sonriendo y otros bendiciendo. Rodrigo fue feliz el día que tocó para su abuela, y su abuela reía, contenta, feliz, presumiendo de nieto, sin comprenderlo del todo pero encantada de que su nieto tocara para ella"...
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