viernes, 24 de abril de 2020

COMPOSTELA




COMPOSTELA
           

                                                                       I.
   He viajado muchas veces en este tren.
He venido muchas veces por esta vía.
Por las noches lucen, si salimos de Ciudad Real,
las dulces luciérnagas que la noche olvida.
Mas no es en el cielo, en llegando a Puertollano,
no es en el cielo donde las estrellas brillan,
sino en la tierra: la faz del minero,
el sol del vagón, la negra orilla
de las vetas de polvo que en el rostro lucen,
negras como el carbón que brilla;
no es en el cielo donde hay luciérnagas,
millones de estrellas, millones de vidas:
es en la tierra; esas estrellas son
las luces de la fábrica, la luz de los muertos
rota en mil pedazos, muerta en vida:
eco de los mineros
que murieron en los brazos del grisú,
eco de los obreros
enterrados en los túneles de abajo,
allí donde la tierra monta en cólera
porque hurgaron en su vientre con pico y mina;
y allí, en el vientre de la madre,
donde los gases de una mala digestión
se juntan, allí explotan,
inflamándose en la luz del casco,
y aventan con su furia roca rota,
y alejan el carbón a trozos llenos  
cuajados de aristas: la explosión los fulmina;
y allá en el pueblo, a la luz del juego,
rompen a llorar, la desgracia grita,
el hijo, la mujer, la madre, el padre,
cuando cuenta el compañero las noticias:
ha habido una explosión (les dicen)
que lo ha enterrado en la galería
(y la cara es negra,
y los labios negros
llenos de carbón en la tierra mía,
tragando polvo mientras hablan,
escupiendo tierra si respiran,
y los ojos, blancos como una estrella
apagada,
lucen en la cara negra ya sin brillo,
y la falta de luz es la luz del compañero
que se acaba de apagar allí, en la mina.


                                                                       II.
   He llegado a Puertollano
arrastrándome en el tren de las lejanas vías,  
y allí, en el campo inmenso, sin hierba y sin olivos,
he visto las luces de la fábrica
como estrellas que brillaban en el suelo
mientras sobre el tren, sobre mi cabeza,
en el cielo, no he visto estrellas que lucían.
Un cielo sin estrellas es Puertollano,
un suelo estrellado bajo las ruedas vibra.
El campo inmenso en el traqueteo insomne
el campo de las estrellas parecía,
y una catedral, altar de peregrinos,
la torre más alta de la fábrica hundida.

                                                                       III.
   Campo de estrellas es mi pueblo,
lugar donde va la gente pobre
a respirar los humos  de la chimenea
(gas sulfúrico que hace llorar
los ojos de la gente que no la olvida):
ellos están, sentados y hablando, con los vecinos
que salen por la noche a buscar la fresca
y crujen sus pasos porque el suelo, forrado de costras,
es peregrinar de cucarachas;
los hombres charlan, las mujeres sientan
al niño sobre la silla por que él también lo sepa;
vete a jugar (le dicen), mas no te alejes,
que estamos respirando en la noche negra
y vienen los gases, picantes y traicioneros,
a picar los ojos y a cortar el pecho.



                                                                       IV.
   He venido a Puertollano: las luces de la fábrica
llegan hasta el tren con las bombillas,
y titilan, a lo lejos, como estrellas,
como un cielo que en la fábrica bajo el suelo entierra.
Quiero llegar. Quiero volver
al pueblo donde está mi infancia entera,
allí donde viví, calle Mestanza,
abierta en canal por la plazoleta.
Allí donde recuerdo a la cigarra
que cantaba en el árbol para la siesta,
allí donde arrullaron secretos grillos
el sueño de la noche que envolvió mis penas
(el rincón de la cal, la esquina de la Lucila,
las casas blancas que pintó la brocha
de día, cuando no había estrellas que lucieran).

                                                                       V.
   Hoy he vuelto a Puertollano. El rugir de las máquinas
en la calle en que jugaba no se oía;
Puertollano; un cielo de luces en el suelo
y en el cielo un suelo sin estrellas que dormía.
He pensado en los mineros
y en las chimeneas negras,
los obreros de oídos sordos que rompen las máquinas,
los mineros que la tierra cubre cuando el grisú crepita.
Y se me ha ocurrido que allí debajo,
donde la tierra se hunde porque los picos surcan,
abriéndole el intestino, las galerías:
he pensado que duermen los titanes
por debajo de ese mundo que está bajo el mundo;
y un día, si los dioses no lo remedian,
despertarán sus cadenas y temblarán de ira:
y no habrá quien recuerde que la noche, abajo,
alimentó al sol que nos iluminaba arriba.






viernes, 17 de abril de 2020

HABLEMOS DE ESTRATEGIA



 HABLEMOS DE ESTRATEGIA 


AITOR         

Juan llevaba un rato hablando. La clase, envuelta en el aroma de la hora de comer, esperaba con impaciencia que sonara el timbre. Y esa impaciencia eran mentes desconectadas, chicos distraídos, jóvenes adolescentes cansados en cuerpo y alma: en cuerpo, porque el culo no aguantaba más la enésima hora de estar pegado a la silla; en alma, porque la fatiga anulaba el entendimiento y vencía a la voluntad, seguramente porque las neuronas, acurrucadas en el cerebro, perdían fuerza, elasticidad y lozanía.
            Aitor estaba sentado al final de la clase, junto a la ventana. No paraba de mirar afuera y perseguía a las hojas, a los árboles y a los pájaros con la vista. Sus pupilas destilaban un tedio neblinoso; sus manos, certeras, enredaban en las carteras y sus brazos revolvían todo lo que podían revolver. Acertó a pasar por allí el jefe de estudios. Aitor se acercó al cristal, gesticulando hiperbólicamente, para revolverlo todo sin interesarse por nada. En el fondo era sólo una pose; la pose del guerrero que, desencantado y cretino, provocaba a la gente y la distraía de su aburrimiento.
            -¡Aitor! –exclamó Juan-. ¡Estate atento!
            Aitor se removió en su asiento. Su mirada, de cejas levantadas, tenía en su insolencia una cierta dulzura; algo había en él que parecía tierno como si buscara abrigo. Aitor, simulando un interés que no tenía, se removía con insolencia y miraba por la ventada, lleno de hastío.
            -¡Aitor! ¡Que te estoy hablando!
Desprecio en su mirada; la misma mirada que, expresando ternura, destilaba odio; indiferencia.
            -¡Aitor! ¿Me oyes?
            El desprecio grabado en su cara se estiraba; su cara desdeñosa provocaba ira; sus facciones, sin embargo, rezumaban tranquilidad aunque su mirada arisca, apagada en las mejillas, estaban enrojecidas por el sentimiento; y aparentaba no sentir: desbordando provocación absurda, deliberada y necia. Juan lo sentía, pero no se daba cuenta. Su exaltación, contenida como un volcán, rezumaba lava y las lágrimas de fuego anunciaban explosión entre fumarolas. Quizá el propio Juan tuviera el rostro rojo como el de su alumno. Quizá sus mejillas, excedidas por la impaciencia, tuvieran también ardientes tonos que encendieron un color rosado anunciador de la pasión, la desesperación y la ruina.
            -Si sigues así te voy a poner un cero.
            Aitor levantó las cejas y lanzó chispas; y puso también asco en la mirada. Su voz exhumaba rabia al contestar.
            -Sí, pon un cero, y otro, los que quieras…
            Juan acusó el golpe y eso lo paralizó; se repuso en seguida, consciente de que ganar o perder dependía de la rapidez con que reaccionara. Su mente volvió a estar lúcida.
            -No tengo interés en suspenderte, pero créeme que no me temblará la mano si me obligas a hacerlo. Mira –levantó la vista mientras escribía-: ya te he puesto un cero.
            -Tú sigue –contestó Aitor con insolencia, sin abandonar su expresión desdeñosa.
            -¿Perdón?
            Juan estaba desarmado; lo último que esperaba era que a Aitor le importara un pito suspender.
            -Suma, suma y sigue –persistió en su desafío-. Pon un cero y otro, colecciónalos; haz lo que quieras con ellos.
            El nihilismo de sus palabras concordaba con sus ojos vacíos, su ademán irredento y su indiferencia aparente; había una falta de ilusión en aquella mirada; una ausencia de horizontes que se escondía tras de su agresividad.
            -Suma, suma y suma –insistía vengativo-: pon todos los ceros que quieras; haz una colección y luego enséñalos en la sala de profesores: así serás feliz.
            Aquello era más de lo que Juan podía tolerar. De repente se cuadró ante él, puso los brazos en jarras y lo retó con la mirada. Aitor acusó el golpe; se sintió desarmado y esperó el contraataque.
            -¡Oye, guapo! –exclamó; y sus ojos lanzaban ira-. ¿Acaso te he faltado yo al respeto? Entonces ¿por qué me faltas tú? Por más que me ataques no encontrarás odio, por más que me insultas no te insultaré nunca; lamento decirte que, si lo que buscas es que sea injusto, no lo seré; querrás que te derrumben porque en el fondo sientes que eres un desecho, y quieres ocultarlo haciéndonos desechos a los demás: no lo conseguirás; cuanto peor me trates menos conseguirás que te trate mal, y te respetaré mientras tú te hundes en el cieno; serás incapaz de respetar y te sentirás perdido; impotente y atado a la rabia, mascullando tu odio y aguantándote la ira.
            Juan dijo aquellas palabras con determinación, con toda su razón y su energía; y el corazón que puso en ellas acabó desarmándolo por completo. Enmudeció repentinamente, tuvo que envainársela y lo miró con recelo; en su mirada, ahora, las chispas ya no eran de odio; eran de desesperación, de cólera; le hubiera clavado las uñas pero no podía; no se odia a quien, por más que lo retes, está resuelto a no faltarte aunque tú le faltes al respeto.
            Juan supo que había vencido. Y el pobre Aitor, cuando se desvaneció de su rostro la insolencia, se sintió desnudo; su corazón salvaje, atrapado en su propia trampa, se le encogió y se hizo un nudo; pareció de repente un vagabundo roto, sin comida y sin abrigo: sin verdaderos amigos; se sintió solo y tuvo frío. Juan sintió algo en su telepática mirada. Y los dos supieron que los había unido un lazo invisible, aunque Juan tuviera que castigar y el joven siguiera mereciéndose el castigo.
  

GUERRA Y PAZ

            Apenas sabía quién era Aitor. Lo había tenido en clase cuando no sabía quiénes eran todos. Pero, mientras se familiarizaba con los rostros, Aitor desaparecía. Hasta que fue sancionado por absentismo; y se dio la paradoja de que lo expulsaron de clase precisamente por faltar a clase. Y luego siguió faltando. Le enviaron notas a su padre, que nunca hizo caso de ellas. Aitor, como quien va a un lugar que no le va a servir de nada, huía del instituto.
            Luego se encaraba con los profesores que le reñían. Corría la voz de que se había enfrentado con Paredes; también se decía que había insultado a Elisa, y a León, y a Ángel. A Elisa le había dicho que era una desgraciada, que estaba histérica y llena de frustraciones; a Ángel le había llamado inútil; a Paredes, amargada; y que se fuera con su fulano, el ratón de Roma; lo volvieron a sancionar. Primero fueron amonestaciones, después faltas leves y después faltas graves: por acumulación de faltas leves. Eurico habría querido empapelarlo por la vía directa, pero no se atrevía; Radón no tenía más arrestos que los de su propia pusilanimidad; pero al final, las faenas de Aitor eran tantas y tan gordas, que no tuvieron más remedio que actuar con contundencia.
            Entre faltas y sanciones, en el mes de noviembre apenas le habían visto el pelo. Que era lo que él quería. Para Juan, prácticamente era un desconocido. Y cuando se lo encontró en clase, ya con aura de conflictivo, lo descubrió su mirada y ya no se le olvidó nunca. Tenía un ojo caído, como Rambo; su mirada triste no parecía violenta: como la de Rambo. Sin embargo, apenas empezaba a hablar, su rencor se derramaba en tristeza. Parecía un chico bueno y era el alma de Satanás. Cuando tocaba el timbre, que se levantaba para ir al pasillo, se veía su hombro caído; y su silueta, como Gary Cooper, era inconfundible.
            Se lo encontró en clase con su mirada desvalida. Con la apariencia sumisa. Con el ademán pacífico. Sin embargo no se podía estar quieto. Algo en su interior lo impulsaba a mirar por la ventana, a increpar a quien pasaba, a empujar al de al lado con el codo, a doblarle el cuaderno, a cerrarle el libro, a pintar en la mesa, a tirarle de la manga…
            -Saca el libro, Aitor –había dicho Juan.
            -No tengo.
            -¿No lo has comprado?
            -Sí, pero lo tengo en casa.
            Y lo decía con una tranquilidad pasmosa. Y de cuando le dijo que los libros no se compran para tenerlos en casa, Aitor le miraba sin ni siquiera encogerse de hombros. Juan, entonces, lo ignoraba. Ignorancia era lo que quería Aitor. Y que le dejasen campar a sus anchas. En los recreos, por el pasillo, tenía fama de amedrentar a sus compañeros. Ilse había sufrido sus burlas. Pedro sus empujones, además de sus insultos. Y con los pequeños de la ESO las voces que corrían eran peores.
            Juan estaba resuelto a no dejarle cruzar las líneas rojas. No lo hostigaría, pero tampoco le permitiría romper el orden necesario para la convivencia. En su corazón sensato, Juan sabía que la paz no puede cimentarse sin anular las amenazas de guerra: eso implicaba problemas; porque la paz, por desgracia, es una lucha contra los tiempos difíciles; no se puede vivir siempre en un idilio porque a veces, simplemente, los otros no te dejan. Pero Juan sabía que resistir pacíficamente es lo contrario de fomentar la guerra. A lo mejor esto no lo tenía claro su padre.
            Ni Radón. Ni Ángel. Ni león. Ni Elisa. Ni Eurico. Ni Paredes.


EL ARTE DE LA GUERRA       

Se acercaba la hora de salir; Juan miró en su reloj y faltaban cinco minutos. La clase era ruidosa, la hora era la última y era, más que el hambre, el cansancio. Acababa de hacer una pausa y los alumnos estaban revueltos; sabía que no podía parar en una clase, y menos cuando acababa la hora, y mucho menos aún cuando era la última hora de la mañana: Juan falló, por descuido, en empezar inmediatamente otra actividad después de la pausa, y aquel día dejó correr medio minuto antes de buscar en sus papeles; aquel descuido le resultó fatal.
Porque empezaron todos a ponerse las chaquetas y Juan, haciéndose el ofendido, puso una cara muy seria.
-¿Qué pasa? –dijo.
Nadie dijo nada. Juan esperó un rato, y al ver la callada por respuesta sin que por ello se hiciera el silencio los retó de nuevo.
-¿Que qué pasa, digo? ¿Por qué os estáis poniendo las chaquetas?
Juan, evidentemente, ya conocía la respuesta; pero los miraba de hito en hito y tuvo que salir el más inocente para sacar de apuros a los sobreros.
-Es que va a sonar el timbre.
Juan lo miró, volcando en aquel reto la ironía del que muestra que está agotándosele la paciencia.
-Ya, ya lo sé. ¿Y qué?
Silencio. Se oirían las moscas y no habrían sentido respirar si hubiera sido verano; pero ahora, en otoño, se le oía echar el aire por la nariz.
-¿Cuánto falta para que suene el timbre? 
Miró a Maia, que se incomodaba con su insistencia.
-Cinco minutos -contestó.
-Muy bien. Si no me falla la memoria, en cinco minutos hay trescientos segundos; hay que contar hasta trescientos para que suene el timbre; y en trescientos segundos se pueden hacer todavía cosas.
Los miró con exasperación. Permaneció algunos segundos clavándoles las pupilas y luego, cansado de desafiarlos, aparentó rendirse.
-Está bien; quitaos las chaquetas.
De momento hacían oídos sordos; nadie se las quitaba.
-¡Que os las quitéis! –gritó; y entonces todos los chicos se las quitaron.
Todos menos uno. Aitor permaneció con la chaqueta puesta, sin ira pero sin ganas, dispuesto al reto.
-¿Aitor?
-Qué –se hizo el desentendido.
A Juan le exasperaba aquel cinismo.
-¡Que te quites la chaqueta!
Aitor lo miraba, impasible. Seguía sin enfadarse pero estaba dispuesto a tocarle las pelotas. Juan, ahora sí, le clavó la mirada. De aquel reto saldría ganando o perdería plumas; y no le quedaba otra que recoger el guante, so pena de perder su autoridad y su prestigio.
La suerte estaba echada: Aitor lo había puesto entre las cuerdas. Si Juan no luchaba, quedaría por cobarde: si peleaba sin medir sus fuerzas, quedaría por bruto; y si peleaba con nobleza, ganaría: entonces importaba menos quién se llevara el gato al agua; pero tenía que ser el profesor. Un profesor cobarde no se impone; un profesor bruto pierde el respeto; y un profesor noble no sólo es respetado, sino querido; si un profesor noble, delicado y decidido gana la batalla, es un profesor aceptado por sus alumnos; si gana el alumno, en la misma victoria tendría su fracaso, porque un alumno innoble y bruto no pesa nada con su valentía ante un profesor noble, delicado y valiente. Aunque haya perdido. La victoria es importante, pero lo más importante no es haber llegado: lo más importante es el camino.
Juan oyó entre brumas la voz insolente del alumno.
-¿Dónde está escrito que me la tenga que quitar?
Y Juan, con sus cinco sentidos puestos, consciente de que ante los chulos no perder la cara no significa sólo no perder la razón sino no parecerlo, se resignó a aceptar que aquella lucha se había convertido en espectáculo. La clase no era una clase, era la arena de un circo; una cancha de juego, un cine, era el recinto de un teatro. Y en ese circo empezó a jugar su papel, poniendo en juego su persona, haciendo de la labor callada un grito. No tenía que actuar para el alumno, sino para el público. Y eso enrarecía el ambiente; ser profesor no es exhibirse sino hacer una labor callada, aunque todo profesor sea, aunque no lo quiera, un actor expuesto a las miradas del público.
Así que Aitor no quería quitarse la chaqueta. La pelota estaba en su tejado: tenía un segundo,
dos como mucho, para darle la vuelta a la situación y recuperar la voz cantante. Con su pregunta Aitor lo había tumbado, inmovilizándolo en el suelo; con su respuesta Juan tenía que recuperar la iniciativa: el arte de la guerra se cifra en sorprender,
conservar la libertad de acción y ser el más fuerte en el punto decisivo.


Sorpresa. En una fracción de segundo le vino a la mente una idea para crear un golpe de efecto.
-De modo que no está escrito en ningún sitio que tengas que quitarte la chaqueta.

Un silencio expectante. Entonces le lanzó la granada.
–Cuando vas al váter tú usas papel higiénico, ¿no?
-Sí.

¿Y ahora, por dónde me va a salir éste? Aitor estaba desconcertado. Había perdido la libertad de acción.
-¿Y dónde dice que tengas que usarlo?
Zas. En la boca. Había sido el más fuerte en el punto decisivo. Había perdido una batalla cuando Aitor lo puso en ridículo, pero acababa de ganar la guerra.
Se quedó mirándolo intensamente. Al cabo de un rato empezó a quitarse la chaqueta.
Había vencido. Aquel quitarse la chaqueta con parsimonia le parecía eterno. Juan, después de aprovechar los minutos, respiraba, aliviado internamente; y, mientras guardaba los libros en la cartera, se dijo a sí mismo que aquella mañana se había ganado el respeto. Y había ganado un amigo.





viernes, 10 de abril de 2020

PITÁGORAS




PITÁGORAS

             
            -Pitágoras nació a principios del siglo VI antes de Cristo en la isla de Samos, cerca de Mileto, en lo que hoy es la costa turca. Seguramente observaría que nuestra experiencia está llena de objetos que se presentan como unidades: un caballo, veinte casas, cien estrellas... Cuando partimos las unidades en trozos iguales las hacemos racionales: una torta cortada por la mitad son 2/2 de torta, y si cogemos una de ellas tenemos ½. Las unidades son números enteros, porque representan objetos enteros. Y los números racionales representan objetos partidos, o repartidos a partes iguales; por ejemplo, un objeto partido en cinco trozos son 5/5: o sea, que lo partimos en cinco trozos, como dice el número de arriba (al que llamamos numerador) y cada trozo es una quinta parte del total (como dice el número de abajo, al que llamamos denominador). El numerador nos dice la cantidad de trozos que tenemos; y el denominador expresa el tamaño relativo de cada trozo. Lo mismo pasa en música: un compás de 4/4 indica que lo dividimos en 4 partes (denominador) y cada parte (cada tiempo o pulso que medimos) ocupa la cuarta parte del compás. El compás de 3/8 indica que en él caben tres tiempos, y que cada tiempo ocupa la octava parte del compás de referencia. El compás que sirve de referencia para todos es el de cuatro cuartos (4/4); cada trozo de ese compás, como dice el denominador, vale un tiempo (o, como se dice también, un pulso): representa la unidad, y a esa nota unitaria la llamamos negra. Pues bien, un compás de 3/8 tiene tres notas de medio tiempo (8 es la mitad de 4): a esa nota que vale media negra la llamamos corchea.
            Maia hablaba con Ilsa en un rumor persistente, como un moscardoneo. Cristal, que estaba cerca de ellas, las mandaba callar. Pedro miraba, obediente, sin entender demasiado. Hans persistía en su concentración profunda. Y los demás escuchaban, unos más, otros menos.
            -Pitágoras, como os digo, observó que todo lo que había en el mundo eran o cosas enteras o cosas partidas; o cosas o trozos de cosas. Los únicos trozos que le interesaron fueron los que se forman al cortar un objeto en partes iguales: él los representaba mediante números racionales; los llamaba racionales porque salían de la razón de un numerador con un denominador; razón, para Pitágoras, quiere decir división, cociente. Así, 2/4 es un número racional, porque el resultado de dividir 2 entre 4 es 0’5. Y 7/8 también lo es, porque 7 entre 8 da 0’875. Y lo es 1/6, que da 0’15. Hay divisiones que dan un resultado con un número infinito de decimales, como 1/3; el cociente de dividir 1 entre 3 es 3’333... la cantidad de treses que hay no se termina nunca: también es un número racional, porque sabemos en todo momento qué número va a aparecer: el 3. 


            Juan cogió un plato de plástico que había llevado. Con la cinta métrica midió su borde.
            -Son 48’24 centímetros: es lo que mide esta circunferencia.
            Después midió el diámetro.
            El diámetro es la línea que parte este disco en dos partes iguales. Éste mide 15 centímetros.
            Soltó el metro en la mesa y, con una tiza, se puso a escribir en la pizarra.
            - 48’24 entre 15 nos da... –Juan guardó silencio los breves segundos que tardó en hacer la división. Durante ese tiempo sólo se oía el repiqueteo de la tiza sobre la pizarra-. Nos da 3’1416. El cociente de la circunferencia por el diámetro nos da 3’1416... Pitágoras lo llamaba pi (se escribe “p” en griego). Pues bien, el número p tiene una cantidad infinita de decimales, como pasaba con 1/3; pero a diferencia de 1/3, los decimales van cambiando continuamente; no se puede predecir, cuando estamos ante el último decimal, qué número aparecerá después. Y como eso era incontrolable, Pitágoras dijo que p era un número irracional.
            Juan se volvió hacia el público y dejó la tiza sobre la mesa.
            -Pero antes de descubrir los números irracionales, Pitágoras creía que todo podía ser expresado por algún número racional. Creía que el universo estaba hecho de números. Que los números expresaban armonía, equilibrio. Y que la armonía sensorial que contemplamos en la figura del Partenón corresponde a una armonía numérica. Pitágoras veía en la aritmética un universo extraño, tan ordenado como maravilloso, y se enfrascó en el misticismo de los números enteros. Supuso que había números triangulares y números cuadrados. Un número triangular es el que formamos con puntos con los que podemos dibujar un triángulo, por ejemplo con tres –cogió tiza y volvió a dibujar en el encerado. Pero él dibujaba cruces en vez de puntos: eran más fáciles de trazar. Marcó dos y sobre ellas, en la vertical del espacio que las separaba, hizo otra; las unió con líneas y formó un triángulo-. Aquí tenéis –dijo-; es el número 3.
            Después, sobre el lado derecho de ese triángulo, dibujó otro lado mayor poniendo cruces a la altura de los huecos que había entre las cruces del lado original: le salieron tres cruces por lado, y Juan las contó todas, punteando con la tiza en el encerado, con un tableteo característico.
            -Seis. El número 6 también es triangular.
            Y siguió ampliando el triángulo inicial con un lado nuevo, y le salió el número 10: que también era triangular. Y así sucesivamente.
            Después puso cuatro cruces y le salió la figura de un cuadrado; para que resultara más visible lo materializó uniendo la cruces con líneas; las cruces eran los vértices del cuadrado.
            -El 4 no es un número triangular: es un número cuadrado.
            Juan dejó la tiza y se volvió hacia ellos.
            -3, 6, 10 son números triangulares; 4, 9, 16 son números cuadrados. Esta clasificación aparece en música, donde hay compases binarios (el 4/4, el 2/4, el 2/8) y compases ternarios (como el 3/8, el 6/8, el 2/3). Pitágoras descubrió en la música la revelación de la magia de los números. Experimentó golpeando con una varilla vasos de distintos tamaños llenos de agua; el vaso más grande producía un sonido más grave; el más agudo lo producía el vaso más pequeño. También experimentó pulsando cuerdas de distintas longitudes, y comprobó que las más largas eran también las más graves. Supuso, así, que la música se podría expresar mediante números racionales. Y calculó que los tres acordes se podían expresar mediante los números 2/1, 3/2 y 4/3, que eran relaciones muy sencillas.
            Juan los había escrito en el encerado mientras habló. Luego dibujó círculos concéntricos y dijo:
            -Suponed que yo dibujo estos círculos midiéndolos con exactitud. Imaginad que la longitud de este primero es equivalente a 2/1; la del segundo, a 3/2; y la del tercero, a 4/3. Estos círculos corresponden a los tres acordes fundamentales. Suponed ahora que esto no son círculos, sino circunferencias; y que representan las órbitas que describen los planetas sobre sus esferas concéntricas. Pitágoras creía que el espacio estaba lleno de aire. Pues bien, las esferas del cielo, al moverse, serían rozadas por el aire y producirían música celestial. Una música que no oímos, pero que a veces sí podemos escuchar durante las noches muy serenas. 


            Juan dejó la tiza y se sacudió la mano. En el encerado había dibujado unas esferas metidas dentro de otras como capas de cebolla; y lo había hecho cortando imaginariamente la cebolla del mundo por la mitad, como se corta una sandía; para que, lo mismo que en la superficie cortada de la sandía podemos ver las pipas, en la cebolla celeste podamos ver los astros: como pipas en el cielo.
            En el centro estaba la tierra, que era la esfera más pequeña. Sobre ella estaba la que contenía a la luna, y la luna era como una única pipa en esa capa. Más que una sandía partida, aquel corte se parecía a un árbol cortado, con su tronco afeitado transversalmente; en él se ven las capas concéntricas, y las separaciones entre capas representaban muy bien las órbitas de los astros. Detrás de la luna, en capas superpuestas, estaban sucesivamente Venus, Mercurio, el Sol, Marte, Júpiter, Saturno y la capa de las estrellas.
            Ése era el universo de Pitágoras. Y sonaba en el aire como una orquesta. Las notas producidas por los astros, al desplazarse en el espacio, eran la música de las esferas celestes. Un concierto producido por las circunferencias de las esferas, cuyas longitudes estaban relacionadas entre sí como las cuerdas de una lira. Al pulsarla, rozándolas, el aire producía la música del universo; que era un concierto extraño, maravilloso y sorprendente.




viernes, 3 de abril de 2020

LA MADRE




LA MADRE


 Una madre es una mano que te acaricia, un pecho que te alimenta, un cuerpo que te da calor, una voz que te arrulla, un olor que se te mete dentro, una imagen que no se ve pero que sientes cuando estás ciego, y una sensación que te envuelve, una razón de ser, un ser que no entiende, ese ser sin entender es una presencia.
 Una madre, antes de ser madre, fue una niña. Y no siempre vivió el tiempo de las manos que acariciaban, el pecho que alimentaba, el cuerpo que protegía, la voz que arrullaba, aunque era un ser sin entender y una presencia del olvido. Aquella voz, en vez de arrullar, gritaba. Aquella mano, en vez de acariciar, lanzaba la zapatilla. Aquel pecho, en lugar de alimentar, la mandaba a buscar comida. Y eran los días caminando kilómetros para cambiar pan por aceite, azúcar por harina, hambre por hambre. Era la cartilla de racionamiento, la guardia civil que te lo quitaba todo, la leña que no ardía y que tenías que esconder, tirándola loma abajo, si te la veían. Eran los días del hambre, del frío, de las penas, de la soledad, cuando los caminos eran hostiles y se llenaban de alimañas, y días de volver de vacío cuando te quitaban la hogaza que habías conseguido.
Esa niña después fue madre. Y dio el calor que no le habían dado, el arrullo que le habían robado, la caricia que nunca tuvo, el calor del invierno frío. Y cuando iba con su madre a cambiar comida, sus hermanas pequeñas, como marionetas, balanceándose hacia adelante, todo el día solas, no paraban de salmodiar: “¡madre! ¿Cuándo vienes? Ven pronto. ¡Danos de comer…!” Mientras tanto el frío se clavaba en las carnes, se helaban en la cara los algodones del invierno, la soledad se hacía presente en la alcoba, y todo el día, una hora tras otra, todos los tiempos y todas las horas, desde que amanecía hasta que anochecía, todo el día solas, hasta que llegaban, con una hogaza y la metían en el arcón pero primero le arrancaban un trozo y se comían ese mendrugo, maquinal, obsesivamente, no sabía si les pesaba más el hambre o la soledad.


            Fueron tiempos difíciles. De estar sentada en una piedra junto al acueducto. De ser un pan enterrado en la nieve y un ansia de llevarlo a la boca, empapado en agua, líquido, hambriento, sin tiempo para pensar si estaba bueno o malo, ganas de comer. Gachas de pito, cocido sin carne, sopa sin sustancia, tiempos de posguerra, de coger papeles por la calle, de venderlos al chatarrero, de buscar en el mercado la fruta estropeada, tiempo de sufrir. Criar un cerdo para todo el año y luego, en tiempo de matanza, aparecer bajo las piedras toda la familia que no tenías, invitarse sin invitarla, y el cerdo que se acababa, todos a comer. Y en junio, cuando venía Aniceto de Extremadura, os traía una oveja ya criada y os la dejaba, y los parientes, que crecían bajo las piedras como champiñones, llegaban y se invitaban solos, y todavía, cuando les preguntaban, parecía que contestaban con contrición: “¿adónde vais?” “¡Anda, hijo, a cumplir, qué le vamos a hacer, a cumplir!”
            Mi madre crió niños siendo niña. Vendió helados y todos los días su tío, viniendo del mercado donde tenía el puesto, iba a que le invitara al único helado al que tenía derecho ella: y se privaba ella por dárselo; pero luego en el mercado no le daban una triste fruta aunque estuviese pocha. Un día, cuidando a sus primos, dijo su tía a su madre: “Josefa, a Elvira le gusta coser. Me mira cuando coso y es que se le queda la boca abierta”. Entonces la puso en una academia y se hizo costurera. Y fue montar en la borriquilla y se iba a Orejana, a Muñoveros, a la Nava; iba a casa de sus tías y les cosía la ropa. Y les hacía vestidos, y abrigos, y todo; y le daban la comida y un sitio donde dormir, y luego, cuando volvía a Segovia, traía una hogaza y le hacían una fiesta, una hogaza era llevar a casa algo de comer.
            Y cuando iba a los pueblos bailaba la jota, y dice que reía, y a mí me parecía increíble porque pocas veces, desde que era yo niño, la he visto reír. Luego he crecido y la he visto crecer delgada, con anemia, sin fuerzas, hacía vestidos de novia y cuando venía la chica a casa, a probárselos, llegaba yo a cuatro patas, que era un niño travieso, y me tiraba un pedo y entonces ella se avergonzaba y decía: “¿niño…!” Eran los tiempos de la burra de la leche. Y venía la burra del pan, y el churrero, con la cesta tapada, y el cobrador de la luz, me parece, que llevaba gorra y visera y vestía como un militar, aunque fuera pobre.
            Así crecí yo. Y crecieron mis hermanas, y mi madre era la misma figura dulce de Blancanieves y de todos los cuentos. Luego, eso sí, mis hermanas sufrieron la injusticia de ayudar en casa mientras yo no tenía que hacer nada, por ser niño. Eran los tiempos en que no comíamos jamón porque era de ricos. Por las tardes, pan con chocolate y a jugar a la calle, era la hora del serial. Ya no era Segovia, era Puertollano, las monjas nos reñían por vestir bien y no sabían que mi madre era costurera, y esas ropas ella no nos las compraba, sino que nos las hacía de otra ropa vieja que teníamos en casa. Yo iba con mi cazadora, con mi pasamontañas, mis hermanas iban con su vestido a cuadros y había gente que creía que éramos ricos porque vestíamos bien.


            Luego fue Francia, y fue Reus, Segovia otra vez. Fue vagar por la vida porque la vida nos echaba, hasta que nosotros la atamos y nos hicimos dueños de ella, y fue poco a poco mandar en nuestro destino, no que el destino nos mandara; y nosotros nos casamos, vinieron los nietos, y fue entonces el tiempo, mientras nos dejaba su resaca, el tiempo empezó a cansarse de pasar.
            Mi padre murió hace catorce años. Todavía recuerdo cuando lo miraba en su lecho de muerte, en aquella habitación del hospital. Todavía me sorprendo a mí mismo recordando cómo mi voz silenciosa, sin articularse ni mover los labios, decía: “¡papá!” Y sin darme cuenta de repente me oí decir: “¡hijo mío!” Ya ves; mi padre se había convertido en mi hijo. Y ahora que se ha ido mi madre las cosas se han vuelto al revés. Ella que nos alimentó veía que nos preocupábamos por alimentarla. Ella que nos cambió pañales vio cómo los pañales se los cambiábamos. Ella que nos cantó las nanas oyó como nosotros se las cantábamos. Y ella se reía, como una niña. Cuántas veces he paseado con ella por las tardes de primavera. Íbamos por la pradera, yo la empujaba de la silla, y unas veces la llevé a palacio, otras la bajé por el puente, al pie del pico de la Atalaya, y cuántas paseábamos por la acera, junto a la fábrica de vidrio, o nos sentábamos en un banco, a veces, en verano, a comer un helado y yo miraba la torre y le decía:
            -¡La cigüeña!
            Entonces ella sonreía y se volvía niña; y, como si volviera a vivir los años al revés, se ponía a cantar:

La cigüeña está en la torre,
la tenemos que matar,
el pico pal señor cura
y lo demás pal sacristán.

            Dónde vas, Alfonso XII. María de la O. Tápame. Y una canción que le gustaba repetirme muchas veces:

La luna me miró
y yo le respondí,
me dijo que tu amor
no me iba a hacer feliz,
que me ibas a dejar
porque tú eras así.


            Eran los tiempos de Raquel Meller. Del cuplé. De las tonadilleras. Yo aprendía y aprendía de mi madre al mismo tiempo que ella aprendía de mí. Luego venía la judiada de San Luis y les llevaban los judiones a la residencia. Y venía el alcalde y les decía unas palabras a los viejos. Y había buen ambiente y todos se reían. Y fueron, si alguna vez los tuviéramos que calificar, algunos de los años más felices de su vida. Esa alegría no me abandonará nunca. Las veces que nos hemos reído juntos, las tardes que hemos pasado en primavera, algún helado en verano, de cuando en cuando, los días de invierno ayudándola en el aseo, o leyéndole cuentos, o con una revista, ella que era medio ciega y ya no podía leer; le gustaban los romances del Tuerto Pirón, el taxista poeta, las leyendas de Segovia, los cuentos de Calleja, le gustaban tantas cosas… Pasaron los días en que se rompió la cadera y yo, empeñado en que se curara, la llevaba todas las tardes al gimnasio, con las paralelas, las espalderas, los movimientos de piernas y brazos, las escaleras, la rampa: hasta que se curó; siempre iba con su andador, a pesar de que podía prescindir de él, y los días de paseo, para no cansarse, le ponía su mantita y la sacaba en su silla de ruedas.
            Y ahora ha venido un mal bicho y se la ha llevado. Todos apostábamos porque sería centenaria pero ha venido el coronavirus, sigilosamente, como un ladrón, sin avisar; en una mañana ha venido y en una mañana se la ha llevado. Y la hemos tenido que enterrar casi en la clandestinidad, para no poner en peligro a los vivos mientras nos ocupábamos de los muertos. Y ha sido, ¡maldita sea su estampa!, truncar una vida que reía, cantaba, le gustaba pasear, aunque hubiera que obligarla y que ha vivido, en la residencia, estoy seguro de ello porque lo hemos compartido juntos, algunos de los momentos más felices de su vida. La gente dice que en las residencias nos olvidamos de los ancianos y quien lo dice es porque lo hace. En mi caso no es así. La residencia ha sido el lugar donde le daban de comer, y de dormir, y la limpiaban y la lavaban, y la quitaban de cuidados y preocupaciones, para que yo por las tardes, o mis hermanas, o algunas veces sus nietos, y sus hermanas y alguna vez su hermano, alguna sobrina de vez en cuando, llenásemos las horas de recuerdos y palabras y lecturas y de risas… y a veces, en verano, con un helado.


            Las tardes de mi madre han sido de las más apacibles y hermosas que recordar se pueden. Los castaños, entre los bancos, surcando el cielo. Las margaritas en la hierba (“chiviritas”, decía ella). Las mariposas. La gente que se sentaba a nuestro alrededor, algunas guirnaldas entre árbol y árbol de niños que celebraban su cumpleaños. La Granja. Una señora de la residencia, casi centenaria, jugaba cuando era niña con la infanta chata; porque su madre, que trabajaba en palacio, era criada. De allí nos quedan recuerdos entrañables: Teresita, la Antonia, la Felipa, Maruja, cuántos y cuántos… Momentos y personas de la vida de mi madre, tardes de plenitud. Pero todo lo que algún día empieza viene un día y se acaba.


            Mi madre. Que un día me protegió y luego la protegí yo a ella. Que un día me dio de comer y luego me preocupé de que comiera. Que un día me acarició y luego la alegré con mis caricias. Que un día me lavó y luego me preocupé de que se lavara. Que un día me contaba cuentos y luego se los contaba yo, en las tardes apacibles del invierno, mientras ella sonreía y le entraban ganas de cantar, y entonces, cantándole yo la primera estrofa, ella la terminaba. Mi madre. El mundo se vuelve al revés y nos hacemos pequeños al hacernos mayores, y ellas, que cuidaron de nosotros, necesitan ahora que las cuidemos a ellas. Mi madre. Dónde está ahora, no lo sé. Sólo sé que en el momento en que se cambian las cosas yo algún día me haré pequeño y me acordaré, cuando vuelven los árboles del otoño, de mi madre.