viernes, 20 de abril de 2018

LA CRISIS DE 2008





LA CRISIS DE 2008


            En el año 2001 salieron a la luz cosas que ya tenían una existencia. Latente. Dos aviones se estrellaron contra las torres gemelas. Estaban cargados de pasajeros y, por primera vez, los medios de transporte eran utilizados como bombas humanas. Antes se habían utilizado como bombas pero ahora el mismo piloto era una bomba; los vehículos se habían usado para matar, sí, pero ahora se usaban para morir matando. El suicidio iba a convertirse en arma de combate. Mucho antes había habido ya ejércitos suicidas, los más conocidos eran los del Japón; pero ahora los objetivos ya no eran militares. Lo que querían aquellos combatientes era morir matando al mayor número de personas posible. Apareció el suicida convertido en arma de destrucción masiva. Con Hitler se había buscado la destrucción de poblaciones enteras, pero el que mataba no pretendía morir; los kamikazes morían para matar, pero mataban soldados, no poblaciones indefensas; la novedad de los asesinos islámicos era que morían para matar civiles, cuantas más víctimas mejor. Se habían empeñado en patentar una nueva versión de la masacre de los inocentes. Derrumbaron, en las torres gemelas, el símbolo económico de la cultura occidental. Nueva York.
            Los locos islámicos inauguraron la era de la muerte total. Morían en esta vida para ganar el más allá. Y con ellos debía morir cualquier rasgo de existencia no islámico. El rasgo común a casi todas las religiones (sacrificar esta vida para ganar la otra) había sido criticado por Nietzsche como la cobardía de los resentidos, de los fracasados, de los débiles. A Nietzsche no le dolía que hubiera gente que fracasara después de luchar; lo que le dolía era el fracaso de la gente que no luchaba, de quienes fabrican un dios y luego se entregan a él, de quienes disfrazan su cobardía como valor porque no tienen agallas para luchar de veras. La debilidad que él condenaba no era la del enfermo que lucha por salvarse, sino la del sano que quiere morir; la debilidad de quien ha renunciado a la lucha y se inventa un combate falso con enemigos inexistentes: para tener la ilusión de vencer cuando lo único que hace, suicidándose, es demostrarle al mundo su derrota. El terrorismo islámico es la voluntad de no querer nada, voluntad disfrazada de quererlo todo, voluntad de poder: ese deseo de ser impotente es la verdadera rebelión contra Nietzsche. Nietzsche, mofándose de la compasión convertida en espectáculo, era compasivo de verdad. Ser bueno no es matar para ir al cielo, sino respetar tu deseo de vivir en la tierra. Nietzsche criticó, en las religiones, a toda la cultura occidental. Ahora, en oriente están rescatando al occidente enfermo que criticaba Nietzsche; y de nuevo se libera el virus de aquella terrible enfermedad. Dios, poderoso, quiere que el ser humano sea impotente; y el ser impotente se destruye para no poder ser nunca el reflejo de dios; dios, que nos creó desde el principio como un pálido reflejo de sí mismo, a imagen y semejanza suya. Y ahora no queremos parecernos a Nietzsche. La rebelión contra Nietzsche esconde, terrible paradoja, la última rebelión contra dios. Las religiones despiadadas son un último eco del canto del cisne de las religiones.


            Los  países islámicos son una fuerza de trabajo desparramada por el mundo: fuerza cargada de energía, pero sin materia sobre la que trabajar; sin instrumentos de trabajo, pues hasta las bombas con las que matan han sido producidas por occidente (e incluso el reloj que tiene Bin Laden en la muñeca, cuando lo graban con la Kalashnikov); fuerza sin tecnología, trabajadores sin ingenieros, sólo les queda la ideología como fuerza de combate; como no pueden luchar por la vida porque no tienen recursos, luchan contra ella; pero necesitan disfrazar de potencia esta rebelión de los impotentes. Porque, debajo de la agitación islámica, lo que hay en sus mentes es un sentimiento de frustración, un futuro hipotecado, un presente postrado, por suerte, sólo hay una llama que brilla con resplandor: la del pasado. El pasado (predicaciones, invasiones, califatos, territorios llenos de emires) es la gasolina que alimenta la llama; y la llama salta con la chispa de la necesidad mezclada con el poder: necesidad de la inmensa mayoría, desgarrada entre el hambre y la incultura; y poder que sale del petróleo, que es el arma que les permite comprar tecnología sin desarrollo. Sobre una mentalidad generalizada de postración secular crece una mentalidad coyuntural de poder ficticio; y ésta se encarna en una yihad que arrasa el mundo a sangre y fuego, pero que tiene sus días contados: porque nadie puede construir destruyendo. Lo ilustró muy bien Ortega y Gasset comparando a Napoleón con Gengis Khan: el primero espoleó la guerra para extender sobre Europa la cultura y el culto de la libertad; el segundo no extendió sobre el mundo más que la guerra; y si hoy sobreviven muchas cosas de Napoleón (entre ellas el código de leyes que lleva su nombre), de Gengis Khan no quedan, desparramadas en la historia, más que sus cenizas.
            El mundo que está sembrando la yihad no es el de la competencia, sino el de la competición; no busca desarrollarse, sino adaptarse; la agresión y la guerra sustituyen a la felicidad y la plenitud. Pero sucede que las culturas que permanecen en la historia tienen una doble raíz en sus corazones: sentido crítico para tocar tierra en la realidad, y entusiasmo para anclar el presente en la utopía; el realismo del presente debe prolongarse hacia el futuro en un horizonte de plenitud. Si no se dan esos dos ingredientes, las sociedades desaparecen; y en el islam del terror hoy no se da ninguno de ellos.
            De modo que los éxitos del islam hay que buscarlos en los fallos de occidente. Y, dentro de occidente, de Europa. Una Europa deshumanizada ha crecido (está creciendo) en las entrañas del atlantismo; junto con la Europa del humanismo y de la humanidad. En esa misma Europa todavía florece la irracionalidad en sus estertores (dos muestras terribles son las dos guerras mundiales). Pero indudablemente occidente es, hoy por hoy, la cultura de la vida: sus dos caras son como la cara y la cruz de la misma moneda; el atlantismo es su versión más primitiva, puritana y militarizada; y el europeísmo su rostro más humano: con Kant y con la epifanía de los derechos humanos.
            Occidente ha descubierto sus dos caras y ambas se completan la una a la otra: la defensa del individuo (en el liberalismo) y la defensa de la persona (en el socialismo y la socialdemocracia). Marx es un producto típicamente europeo: pero tenía rasgos despóticos, orientales; queriendo redimir a la humanidad, ha construido, sin querer, imperios terribles. Sin embargo Kant, europeo hasta la médula, es profundamente occidental sin ninguna contaminación del despotismo de oriente. Sólo Europa ha sabido construir sobre tierra lo más parecido a un paraíso; que es el Estado del bienestar, el welfare State. Los Estados Unidos, compartiendo nuestra tradición democrática, no la han llenado de contenido humanístico: su cultura es menos espiritual y más despótica; y hay, quizá, más rigidez mental donde tenía que haber más espiritualismo. Y estando profundamente hermanados (porque compartimos las libertades de occidente), hay algo que nos separa al europeísmo y al atlantismo: el amor por la humanidad en el primer caso; y en el segundo, la obcecación por el individuo.


            Este Estado del bienestar ha garantizado protección universal para los desprotegidos; y ha reconocido derechos humanos para todos. Pero los excesos del liberalismo dieron al traste con ello. Se empezó a decir que las empresas debían tener menos cargas sociales para producir más. Y el Estado, bajando los impuestos de los ricos, se quedó con menos recursos para ocuparse de los pobres. Los agujeros de la seguridad social tuvieron que ser colmatados por las obras de beneficencia; por las ONG y las asociaciones humanitarias. En oriente este vacío fue siendo ocupado por el radicalismo islámico. Los militantes crearon comedores populares y embriones de asistencia médica en los espacios abandonados por el Estado; y la caridad quedó asociada a una política agresiva; los ciudadanos, al votar por quienes les ayudaban  con la comida, votaban también a quienes les llevaban la yihad. Y así las masas se fueron radicalizando. Si occidente no hubiera desertado de la asistencia social, oriente no habría podido extender su mensaje de guerra. Esto rebotó contra occidente. El Estado Islámico contrataba con el dinero del petróleo a los musulmanes que en occidente malvivían con el paro; si en occidente no se hubiera retirado la seguridad social, la tercera y la cuarta generación de musulmanes no habría sido carne de cañón para los violentos. A esto se une que el racismo visceral que imperaba en las calles de Inglaterra o de Francia no habría despertado en muchos el impulso de volver a los orígenes; y de abrazar una cultura de la opresión después de haber estado, sin conocerla verdaderamente, en la Francia de la libertad. También en España se llegó a gritar un día, sin que la gente se sonrojase lo más mínimo, “¡que vivan las cadenas!”
            Estas cosas empezaron a pasar en Europa en las postrimerías del siglo XX. Pero en el año 2008 el sistema se colapsó. Se hundió la bolsa de Nueva York,  la riqueza cambió de manos y se hundieron también muchas empresas. El paro se disparó. Y como habían vivido en el Estado del bienestar, mejoró la asistencia sanitaria y los viejos ahora se morían más viejos; había que pagar más pensiones. Los jóvenes, en su deseo de buscar la felicidad, se extraviaron en el placer y, para huir de las privaciones, tuvieron menos hijos; había menos gente para trabajar, y por lo tanto menos cotizaciones, y el Estado se quedó con menos dinero. Siguieron oyéndose las voces de que había que bajar los impuestos para que las empresas produjeran más. Al mismo tiempo había que rescatar a los bancos, que se hundían sin liquidez. El cóctel fue explosivo: el número de parados se triplicó en España y el dinero que tenía el Estado para atenderlos siguió bajando; y como muchos de aquellos parados se habían endeudado para comprar casas en los tiempos de bonanza, se ejecutaron las hipotecas y empezaron los deshaucios. Al mismo tiempo España se endeudaba y tenía que pagar la deuda externa. El equilibrio presupuestario, al asfixiar al país, asfixió también a las comunidades autónomas, a las diputaciones, a los ayuntamientos. La única política posible era una política de recortes. Menos jueces, menos médicos, menos maestros, menos ambulancias, menos de todo. No fue por culpa de Rajoy. También lo había empezado a hacer Zapatero, que tenía un corazón inmensamente más grande. No había dinero para gastar, la realidad mandaba.


            El mismo vacío que aprovecharon los radicalismos islámicos (el de la asistencia social) lo aprovechó el nacionalismo catalán. La culpa no era de la crisis: era de España. España nos roba. Y la ideología, lenta y soterradamente supurada en las escuelas, produjo, después de cuarenta años, un inmenso lavado de cerebro. Sólo unos ojos deslumbrados por la ficción pudieron ver sometimiento donde había libertad. Los mismos espacios que repoblaba Israel con viviendas judías para que no pudieran volver los palestinos, los repobló la ideología catalana para que no pudiera volver la verdad, enterrada bajo cascotes de mentiras; entiéndase, mentiras ideológicas. Y lo peor fue que los políticos no supieron estar a la altura de las circunstancias. Todos, desde Iglesias hasta Rajoy, pasando por Sánchez y la mismísima Colau, se la pasaron defendiendo intereses mezquinos sin amplitud de miras; como si un ciclista se entretuviera mirándose las ruedas en lugar de mirar el horizonte. Enfrente, en el bloque catalanista, se extendía un movimiento populista cuya calidad democrática caía a marchas forzadas y adquiría lentamente ribetes cada vez más parecidos al fascismo. Y lo defendía una izquierda demodada y obsoleta. Quienes representaban a la clase trabajadora defendían a capa y espada, en Cataluña, los intereses de la burguesía. Valle Inclán resucitado: ¡el esperpento!
            ¿Qué nos quedaba a los españoles con la crisis? ¿Luchar? ¿Contra quién? ¿Contra el gobierno? El gobierno poco podía hacer, tanto si mandaban los unos como los otros, porque había que mantener el equilibrio presupuestario: “no se construye un paraíso social”, decía aquel loco, “sobre ruinas económicas”. Pero no se trataba de construir un paraíso; se trataba simplemente de evitar el infierno. Entonces, ¿contra quién había que luchar? ¿Contra el Estado? ¿Que se hundiera Roma para que entraran los bárbaros? Ya sabemos contra quién lucha Rajoy, contra quienes quieren que también colaboren los empresarios. Pero Iglesias ¿contra quién lucha? ¿Contra nosotros mismos? ¿Contra España? ¿No hay ninguna izquierda que quiera defender a los pobres sin cargarse a los pobres y a los ricos? ¿No hay nadie que tenga visión histórica, sentido de la responsabilidad, preocupación por el futuro? Hoy, más que nunca, hace falta escuchar el imperativo de responsabilidad. Ya lo dijo Hans Jonas: actúa de tal manera que mañana siga siendo posible la existencia de una vida humana sobre la tierra.  
            La solución no es matar ricos, como en el 36. Ni sinvergüenzas, ni ideólogos, ni aprovechados, ni fanáticos. La solución es crear utopías y ser listos. Creer que es posible un mundo mejor y para eso es necesario conservar el que hemos creado ya, aunque no sea perfecto: Europa. Aunque siga habiendo cosas que no nos gusten. Aunque a veces se nos escarapele la piel. Si para salvar a los pobres nos cargamos a Europa so pretexto de atacar a los malvados que viven en ella, es que vamos al suicidio. Atacar a España desde Venezuela es preferir el despotismo. Menospreciar la democracia que tenemos. Suele ocurrir que no vemos lo que tenemos precisamente porque lo tenemos cerca, y solamente lo podemos ver claramente desde lejos; así, no valoramos la libertad más que cuando la hemos perdido. Europa es, con todos sus defectos, la única isla de humanidad que flota en el mundo. La quiere destruir Rusia, y su arma es la división. Rusia alimenta cualquier foco de división que hay en Europa. Le ha venido bien el bréxit en Inglaterra. En Francia y Holanda no ha podido lograr que gane el Frente Nacional, lo está intentando ahora con Cataluña. ¿Qué quedará en el vacío de una Europa dividida? El nacionalismo. Las naciones europeas, espoleadas por ideologías agresivas y excluyentes, se enfrentarán entre sí y Rusia se frotará las manos. La mejor de sus visiones sería una guerra europea. También Donald Trump ha querido dividirnos, pero Estados Unidos son el atlantismo y comparten, con nosotros, la idea de occidente; por mucho que algunas voluntades en la superficie quieran cosas, no pueden evitar ser arrastrados por corrientes subterráneas; y la corriente que arrastra a Europa rema en el mismo sentido que la que arrastra a los Estados Unidos. Hubo un momento, cuando cayó el bloque soviético, que se habló de integrar a Rusia en la casa común europea. No fue posible. No era posible. Rusia no estaba madura para dar el vuelco hacia el humanismo.
            Oriente es, como lo era desde las guerras médicas, el despotismo. Y aunque Grecia se hiciera despótica cuando invadió Persia, y Roma cuando se adueñaba del Meditarráneo, el espíritu grecorromano era el de una humanidad fecundada por el cristianismo (que también en sus momentos despóticos masacró a diestro y siniestro). Toda la antigüedad, toda la Edad Media fueron campos de exterminio, pero la política flotaba sobre un terreno fértil lleno de semillas: semillas de humanidad, que venían de Grecia, del cristianismo; y cristalizaron los ideales de la Revolución francesa a pesar de la guillotina y de las guerras. Hasta llegar a Kant. Y a Andrés Laguna, que teorizaron lo mismo pero sin las guerras.


            Lo interesante del cristianismo es que viene de oriente. Es la prueba visible de que en oriente hay también semillas de humanidad. Pero todavía no cristalizan. En oriente tenemos la intransigencia islámica. La intolerancia rusa. La opresión deshumanizada que palpita en China. Y algunos brotes de demencia en Corea del norte. Sin hablar de la intolerancia religiosa en Indonesia, en Filipinas. Pero hay islotes de occidente (aunque de colores muy tenues) en la India y en Japón; por supuesto que en Australia; y en Nueva Zelanda. Al ver un mapamundi está claro que oriente se enfrenta a occidente. Quienes, desde Podemos u otras atalayas, se alinean contra occidente, se está equivocando de enemigo.
            Entonces ¿qué tenemos que hacer? Salir de la crisis sin salir de Europa. La crisis le ha quitado a Europa lo mejor que tenía: la humanidad. Hay que salir de la crisis sin dejar de ser europeos porque el mayor peligro no es el terrorismo islámico, sino que estallemos nosotros mismos desde dentro. Europa debe mantenerse unida. No debe desaparecer. Y, cuando las circunstancias lo permitan, recuperar lo más sagrado de nuestras esencias: la seguridad social; la educación gratuita; la justicia renovada, independiente y buena; la solidaridad; la persona que nos enriquece, la densidad del individuo; la humanidad y la cultura, que la cultura nos humaniza; la objetividad en la historia, el sentido crítico; la búsqueda de la plenitud, la naturaleza que nos lleva, la espiritualidad que hemos perdido; la libertad, la democracia. Todo eso está en peligro. Lo perderemos si nos suicidamos, como se pierde el islam en el suicidio. Saber bien adónde vamos, adónde queremos ir, tener amplitud de miras. No confundir la solidaridad con los pobres con la defensa de los intereses que nos fagocitan; y nuestros intereses, hoy por hoy, no están en Venezuela ni en Rusia. Si Cataluña se les entrega y acaba en sus manos, estará dando un gran paso hacia oriente y se desconocerá a sí misma. Lamentará luego haber abandonado la tierra que fue su cuna.
            No caben hoy las revoluciones marxistas. Si Marx levantara la cabeza seguro que renegaría de sí mismo. Hace falta estar ciego para no darse cuenta de su fracaso. Pero en su propio fracaso se encuentra su éxito: si falló la teoría, todavía está vivo el espíritu, la emancipación de los oprimidos; la búsqueda de la felicidad sobre la tierra y, de la mano de Nietzsche, la esperanza de que el espíritu del cielo no nos robe esta tierra que nos pertenece: la tierra donde hemos nacido; que es, en sentido propio, el espacio limitado por la cuna y la tumba, y en sentido figurado, una búsqueda de plenitud: cada tiempo tiene sus jalones en esta búsqueda, y el tiempo presente lo ha encontrado en Europa. Europa tiene que ser, en adelante, la cuna de las utopías realizables, pero realistas; ideales, pero libres; y que el ansia de un mundo nuevo no nos impida evitar los cantos de sirena, las ganas de felicidad que esconden bajo sus alas el despotismo; hay que saber mirar para no dejarse deslumbrar por las apariencias.
            Esta crisis durará lo que tenga que durar. La agresión islamista se enquistará en nosotros durante muchos años, pero no constituirá un peligro de fondo. Dentro de nosotros hay un lobo malo y un lobo bueno: hay que alimentar al lobo bueno, que el mismo país que ha engendrado a Trump ha engendrado también a Obama; de modo que América podrá tener sus diferencias con Europa, pero en el fondo son dos hijas de la misma madre. Como llamaba Laguna a la unidad de Europa frente al peligro turco, así debemos hacer nosotros frente a Rusia. Pero Laguna parece que escribió un Viaje de Turquía que quería comprender al adversario en lugar de atacarlo; ponerse en su pellejo: así nosotros también con Rusia; debemos empaparnos de la cultura rusa, apreciarla y conmovernos; despertar las semillas de bondad que duermen en ella, impregnarnos de Turgeniev; de Chejov, de Tolstoi, de Tchaikovsky; sumergirnos en sus cuadros, en sus películas, en su folklore, en sus edificios; Einsenstein y Dostoievsky; sólo el conocimiento, crítico y espiritual, realista y soñador, del espíritu ruso nos permitirá aspirar la plenitud bajo la superficie; que hay un corazón ruso debajo de la voluntad descorazonada, mucho Raskolnikov debajo de Putin. Rusia es, hoy, nuestro peligro, pero aspiramos a una casa común y será también, un día, nuestro futuro.
            Mientras tanto las ONG trabajan por la gente pobre. Hay mucha solidaridad bajo tanto egoísmo, pero no hay que permitir que el amor al prójimo nos nuble la vista: como cuando queremos tanto a un pajarillo que las ansias de ternura se agarran a la mano y, queriendo acariciarlo, lo ahogan; no, no hay que dejar que nuestro amor le lleve al prójimo la asfixia en nuestro arrebato por ayudarlo. Ada Colau se cubrió de gloria cuando defendía, como abogada, a los deshauciados; hoy, como alcaldesa de Barcelona, y sobre todo como miembro de su partido, ya no se sabe qué intereses defiende. También Sendero Luminoso mató sin piedad, y en su afán murieron pobres y ricos, queriendo ayudar a los pobres. Hoy la crisis nos plantea profundos retos. Uno de ellos es no empeñarse en defender al débil con ideologías desfasadas, obsesivas, inoperantes y suicidas: tener demasiado corazón a veces es lo mismo que ahogar abrazando. La única solución es escuchar al corazón con la cabeza; y no desesperarse si hay bolsas de pobreza que no podemos erradicar, y abusos en el mundo que no podemos arreglar, no desesperarse; hay cosas intolerables pero no es bueno perder la paciencia. Y mirar en el horizonte sin perder el rumbo, porque en él está anunciado, aunque tarde, como una redención inexorable, el destino de la humanidad. Será el lucero del alba.




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