viernes, 23 de marzo de 2018

NASCITURUS



NASCITURUS
  

            Hubo un tiempo en que el aborto empezó a ser considerado una conquista. Los métodos anticonceptivos estaban prohibidos, o condenados por las iglesias, o eran inaccesibles al bolsillo de la gente humilde; se tenían hijos sólo por hacer el amor y uno no se podía organizar, no podía planificar su vida familiar, no era dueño de su destino; además, la naturaleza ha hecho a los hombres sacos errantes de esparcir semillas, y a las mujeres cuerpos ocupados donde los embriones crecen; el hombre, como el pájaro, deja su carga y se va; la mujer queda, como la anémona, plantada en el suelo custodiando esa carga que se hace dueña de ella durante nueve meses; el hombre carga y la mujer queda cargada; el hombre es como la pala que saca la tierra trozo a trozo; la mujer, como un carro que debe soportar esa carga hasta que la naturaleza la vacíe de su peso y la saque fuera; el hombre nunca deja de ser dueño de sí mismo (la mujer debe dejar de ser dueña de su vida para pasar a cuidar de otra vida que manda en ella); si los meses de embarazo pueden llenar de ilusión los corazones, también interrumpen los trabajos, laminan los estudios, destruyen los proyectos.
            La naturaleza nos ha hecho así. El hombre es un cuerpo que pasa y la mujer un cuerpo que queda: poblado por un ser que se ha instalado en ella pues crear vida es, para el hombre, soltar su ser y para la mujer, recibirlo como un inquilino. El niño que va a nacer es una carga que pesa sobre su vientre, que le come la comida, le martiriza la espalda, le absorbe su calcio y debilita sus huesos; el ser que va a nacer es como un vampiro que chupa las energías de la madre y la deja débil; lastra su cuerpo haciéndolo pesado como le pesan al porteador los fardos que transporta. Sujetad una piedra que pesa unos kilos, soportad su peso; caminad con ella a todas partes y al final del día notaréis, como quien no quiere la cosa, que os habéis cansado bajo ella: así vive la mujer con esa carga.
            La naturaleza ha decidido por ella. La vida cotidiana es un montón de cosas que hacemos por voluntad propia, otras las hacemos porque nos mandan (el médico, el trabajo, el maestro), y otras porque nos manda la naturaleza (engendrar a los niños, criarlos, estar vivos). Muchas de ellas nos obligan a aplazar proyectos, viajes, ilusiones; a la mujer la naturaleza la ha obligado a aplazar muchas cosas durante nueve meses; y luego, para dar el pecho, unos meses más; y otros para recuperarse; durante años vive media libertad porque la otra media se la ha llevado el hijo; es cierto que, si el hombre invirtiese la otra media que le corresponde, la servidumbre de ser padres quedaría reducida a la cuarta parte; pero en muchos hogares no es así y el hombre conserva toda su libertad en la mujer, que la pierde toda; así son las cosas en muchos sitios; así han sido durante mucho tiempo; así dejarían de ser si las cosas fueran como tienen que ser, si ser padres no fuera trabajar una de criada y otro de patrón, sino siempre hacer del trabajo una tarea compartida.


            Afortunadamente la naturaleza ha puesto el sentimiento. Allí donde están las tareas más ingratas están también las emociones más hondas. Parir es desgarrar la carne entre dolores y al mismo tiempo la más maravillosa de las experiencias. Pero la sociedad no ha puesto sentimiento en el sufrir. La mujer que vive explotada por su familia no siente la explotación como plenitud, ahí está el problema: que la misma mujer que sufre con resignación, con espíritu de sacrificio, la maravilla que supone concebir y dar la vida: esa misma mujer no soporta los sinsabores del sufrimiento que le produce la falta de resignación de su marido; el sufrimiento natural es un regalo, el que nos impone la sociedad es un castigo. La maravilla de sufrir por los hijos se convierte en una renuncia; la renuncia del hogar cuando no es hogar, sino cárcel.
            Por eso se empezó a pensar en el aborto como una liberación. No es que dar la vida sea una condena, pero estar atada a un ídolo es sufrir una condena a cadena perpetua; no hay ninguna alegría que te sirva de compensación por estar en la cárcel. Tu cuerpo es libertad en su sufrimiento, divino tesoro; tu casa es esclavitud en su alegría, horrible miseria. Luego están las violaciones. Violar a una mujer no es dar la vida sino utilizar su cuerpo; el violador decide disfrutar y la mujer, convertida en cosa, no puede ni siquiera dar su opinión; y encima carga para siempre, si prende la semilla, con el fruto que no ha buscado de una relación que tampoco ha querido. La ley del péndulo lleva las cosas al lado contrario: de parir sin decidir al “nosotras parimos, nosotras decidimos”; uno no es dueño de su vida cuando, atormentado por las pasiones poderosas, busca al sexo opuesto para desahogarse: no para procrear. Eso también  les pasa a las mujeres. Deberían poder decidir cuándo quieren tener un niño y cuándo, sencillamente, se quieren aliviar. En la violación está claro que no quieren ni lo uno ni lo otro. Pero en la administración de su propia vida deberían elegir.
            Para eso se inventaron los métodos anticonceptivos. Una educación insana los ha condenado como pecaminosos. Pero si dios ha inventado la templanza para comer sin abusar y seleccionar el momento en que debemos comer unas cosas y no otras; si el médico está para prescribirnos cuándo debemos comer verdura y cuándo carne: ¿no ha de decir lo mismo el médico del erotismo? Si debemos ordenar nuestra vida para disfrutar comiendo sin caer en la gula, ¿no vamos a poder ordenarla para disfrutar en la sexualidad sin caer en la procreación? Los alimentos sirven para dos cosas: para nutrirnos y para gozar; y la templanza consiste, seguramente, en ajustar la nutrición con el placer. También el erotismo sirve para procrear y disfrutar; y si la lujuria es procreación esclavizada en el goce, la represión es el goce esclavizado en el procrear; seguramente la castidad sea un ajuste razonado, liberando placer y felicidad, sentimiento y sensación, entre el instinto de disfrutar y el de procrear, reservando una ocasión para cada cosa; y buscando siempre el momento propicio: su kairós. Si dios es bueno no puede haber convertido la naturaleza en un pecado. No nos ha dado un cuerpo para condenarlo después porque si lo condenara se condenaría a sí mismo. Digo yo.


            Pero si el mundo nos ha condenado a procrear cada vez que gozamos, es evidente que estamos atentando contra la ley de dios; el colmo de lo perverso es poner en boca de dios lo que sólo ha podido salir del ser humano; porque dios nos ha hecho naturaleza y quien va contra la naturaleza va contra él. Y él ha puesto en nuestro cuerpo instintos sexuales imposibles de reprimir sin castigar artificialmente (y por tanto de manera perversa) a nuestro cuerpo; que no se diga que reprimir nuestra libido y lavar nuestra conciencia a costa de ensuciar nuestro inconsciente ha podido ser obra de dios; él nos ha creado para que vivamos sanos, y no cabe en ningún espíritu que nos haya querido dar armas para enfermar.
            Aberrante es la represión de la naturaleza: perversión. Condenadas a no sentir placer sino a dárselo a sus maridos, las mujeres están condenadas también, a la vez que le satisfacen, a procrear; y ni viven la sexualidad con agrado ni viven con agrado la maternidad. La única salida para esta prisión sin puertas es el aborto. Pero el aborto, que es la liberación de la mujer cuando ser madre es una cárcel, para el niño es un cautiverio. Primero porque le quitamos la vida; y luego porque le hacemos sufrir. Abortar es arrancar el feto al útero, donde está firmemente implantado; y después despedazarlo, aspirar con fuerza para sacarlo de allí. Todavía no es un niño, sino un feto; ha dejado de ser embrión. ¿No sufre con esas cosas? ¿Qué diríamos si le hicieran lo mismo a un recién nacido? ¿No se nos removería la conciencia? Lo triste es que no podemos darles la razón a los antiabortistas: ellos que, tan celosos de proteger la vida del no nacido, no tienen ningún problema en atentar contra la vida del que ha nacido ya; muchos están a favor de la pena de muerte, semejantes a aquellos antitaurinos que, preocupados por la vida de los toros, desprecian la de los toreros; ¡como si un hombre valiera menos que un toro! Así que comparan el aborto con la bomba atómica pero no con la silla eléctrica: como si hubiera gente que mereciera morir, que no es la gente por la que vale la pena luchar, según ellos.
            Pero no es ése el único problema que plantea el aborto. También está el dominio del cuerpo. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”, dice la propaganda. El cuerpo es la propiedad de la mujer. Su útero. Y lo que tiene dentro. Pero el feto también tiene cuerpo y debería ser propiedad del feto, que todavía no tiene la posibilidad de decidir; no de la madre, que decide por él. Pero es que ni siquiera creo que seamos propietarios de nuestro cuerpo. “Mi cuerpo es mío”, dicen los alumnos en ética; “yo hago lo que quiero con él”. Ya. Igual que un kilo de fruta: como yo lo he pagado, si quiero me lo como y si no lo tiro; nadie puede impedirme que me suicide si quiero, porque en mi vida mando yo.
            Sabio era, desde luego, Laín Entralgo. Porque, como gustaba de decir, yo no tengo cuerpo sino que soy mi cuerpo. Mi cuerpo no es mi propiedad, yo no puedo hacer con él lo que quiera, tengo la obligación de respetarlo porque respetándolo a él me respeto a mí. Así que no tengo derecho a decidir en contra de mi cuerpo. Ni tampoco del cuerpo de los demás. Ni siquiera de los que están en nuestro cuerpo instalados. “Nosotras parimos, nosotras decidimos”: no hay mayor falsedad. Ser dueños de nuestro cuerpo es confundir la naturaleza con la economía, y es que la economía es un modelo del que queremos calcarlo todo. Pero ni amar es dar amor a cambio de recibirlo ni solidaridad es dar ayuda para que luego te la devuelvan; amar es dar sin pedir, ser generoso también; y ser felices viendo felices a los demás: pensar lo contrario es tratar el amor como una mercancía, que yo sólo te quiero a ti si tú me quieres: pero las cosas no son así.
            La vida no es la propiedad de nadie. Todos los niños tendrían que nacer. Eso sí, que una sociedad puritana no ponga trabas a nuestra libertad robándonos los anticonceptivos; y que ninguna madre tenga que criar a un hijo cuando ha nacido sin su permiso. La solución está en educar: mucha educación; para amar a los niños. Y una buena organización de guarderías para mimar a todos los niños que han nacido sin pedirles permiso a sus padres; quién sabe, quizá en un futuro, tal vez cuando las circunstancias hayan cambiado, los padres quieran buscar a esos hijos que en su momento no pudieron criar. El Estado, que se hace cargo de los niños, ama a los que aún no han nacido y a esos padres que no los pudieron atender. Ésa sería una solución amorosa; de lo contrario a las madres, cuando las ha sorprendido la vida, no les quedaría otra salida que abortar.






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